Retratos y encuentros (24 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

—Joe, mejor nos vamos yendo —dijo Rowe, mirando el reloj—. Tenemos que reunimos con Joe Glaser. ¡Ese Glaser tiene tanto dinero que el banco le cobra el depósito! —y añadió, riéndose de su propio chiste—: Joe, cuéntaselo a Glaser cuando lo veas.

Cinco minutos después los asistentes escoltaban a Louis y Rowe a la nueva y lujosa oficina principal del señor Glaser, el empresario de talentos, el cual, dándole una palmada a Joe en la espalda, dijo, en voz alta para que lo escucharan sus asistentes en otras oficinas:

—¡Joe Louis es uno de los mejores hombres del mundo!

Y Billy Rowe dijo, sin poder aguantarse:

—Joe Glaser tiene tanto dinero que el banco le cobra el depósito.

Todos rieron, excepto Joe Louis que le lanzó una mirada de refilón a Rowe.

Tras despedirse de Glaser, Louis y Rowe acudieron a una cita con la Corporación de América para la Planificación de Inversiones, donde presentaron proyectos para vender más fondos mutualistas a los negros; después visitaron la agencia Cobleigh and Gordon Inc., donde discutieron sobre un boletín de noticias para negros que Rowe y Louis querían producir; después pasaron por donde Toots Shor; y por último fueron a cenar a La Fonda del Sol, donde Rowe había quedado en encontrarse con dos starlets de Harlem.

—Ay, Joe —dijo una de las chicas, mientras sonaba de fondo el rasgueo de una guitarra española al fondo—, cuando tú boxeabas yo era una niña, y en casa todos nos reuníamos alrededor de la radio… y yo tenía prohibido hablar.

Joe le guiñó un ojo.

—Joe —le dijo la otra—, ya que estoy sentada aquí tan cerca, qué tal si me auto grafías este menú… para mi hijo.

Louis sonrió y con un ademán juguetón se sacó del bolsillo la llave del hotel, la balanceó en el aire y la deslizó sobre la mesa hasta donde ella estaba.

—No querrás decepcionar a tu hijo, ¿verdad? —le preguntó.

Todos se echaron a reír, pero ella no sabía si Joe bromeaba o no.

—Si lo decepciono —dijo ella, haciendo un remilgo—, estoy segura de que él sabrá entenderme… cuando sea mayorcito.

Le deslizó la llave de vuelta. Joe soltó la carcajada y le firmó el menú.

Acabada la cena, Louis y los demás tenían planeado hacer la ronda de los clubes de Harlem, pero yo había convenido encontrarme con la segunda mujer de Louis, Rose Morgan. Rose vive ahora en el espacioso y magnífico apartamento del norte que da sobre Polo Grounds y que en otra época ocuparon Joe y su primera mujer, Marva.

Al abrir la puerta Rose Morgan lucía muy chic, impecablemente acicalada, poco menos que exótica en su bata de descanso japonesa. Me condujo a través de una extensa y tupida alfombra hasta un sofá en forma de bumerán; una vez allí, con las piernas cruzadas y los brazos en jarra, dijo:

—Oh, yo no sé qué es lo que tenía Joe. Te obsesionaba, así como así.

Pero estar casada con Joe no era tan emocionante como ser cortejada por Joe, observó Rose, meneando la cabeza.

—Cuando yo llegaba a casa del trabajo, a las 6.30 o 7 de la tarde, Joe estaba sentado ahí, viendo la televisión y comiendo manzanas. Pero —continuó, después de una pausa— ahora somos muy buenos amigos. De hecho, el otro día le escribí una carta contándole que me había encontrado unas cosas suyas por ahí y que me gustaría saber si las quería.

—¿Como qué?

—Tengo la bata que usaba cuando empezó a boxear —dijo— y sus zapatos de goma, y también una película de la primera pelea con Billy Conn. ¿Te gustaría verla?

En ese momento el marido de Rose, el abogado, hizo su aparición, seguido por un grupo de amigos de Filadelfia. El marido de Rose es un hombre bajito, robusto, de manos arregladas, que después de presentar a todo el mundo les propuso una tanda de copas.

—Le voy a enseñar la película de la pelea de Joe —dijo Rose.

—Odio causarle tanta molestia —le dije a ella.

—Oh, no hay problema —dijo Rose—. No la he visto en años y me encantaría volver a verla.

—¿Le importaría si la vemos? —le pregunté al marido de Rose.

—No, no, está bien —dijo él en voz baja.

Era evidente que lo decía por simple cortesía y que habría preferido no tener que verla hasta el final; pero no había manera de detener a Rose, quien en un dos por tres sacó el proyector del armario; y pronto se apagaban las luces y la pelea había comenzado.

—Joe Louis fue sin duda el más grande de todos los tiempos —dijo uno de los invitados de Filadelfia, haciendo sonar el hielo de su vaso—. Hubo una época en que para la gente de color nada era más importante que Dios y Joe Louis.

La imagen amenazadora y solemne de Joe Louis, veinticinco años más joven que hoy, atravesaba la pantalla buscando a Conn: cuando le asentaba un puñetazo los huesos de Billy parecían estremecerse.

—Joe no desperdiciaba los golpes —dijo alguien desde el sofá.

Rose parecía emocionada de ver a Joe en su mejor forma, y cada vez que un golpe de Louis sacudía a Conn, exclamaba: «Mammm» (golpazo). «Mammm» (golpazo). «Mammm» (golpazo).

Billy Conn estuvo tremendo en los asaltos intermedios, pero cuando en la pantalla se anunció el asalto 13, alguien dijo:

—Aquí es donde Conn va a cometer su error; va a tratar de ganarle por paliza a Joe Louis.

El marido de Rose guardaba silencio, mientras sorbía su whisky.

Cuando Louis empezó a encajar sus combinaciones, Rose empezó a hacer: «Mammm, mammm», hasta que el pálido cuerpo de Conn se fue derrumbando sobre la lona.

Billy Conn trataba de levantarse lentamente. El árbitro contaba sobre él. Conn había enderezado una pierna, luego las dos, ahora estaba de pie… pero el árbitro lo obligó a echarse hacia atrás. Era demasiado tarde.

No obstante, al fondo del salón, el marido de Rose discrepaba:

—Me pareció que Conn se levantó a tiempo —dijo—, pero ese árbitro no lo dejó seguir.

Rose Morgan no dijo nada; se limitó a tomarse lo que quedaba de su trago.

Don malas noticias

Hablemos de tumbas, de gusanos y epitafios, que sea el polvo papel, y con ojos lluviosos inscribamos la pena en el seno de la tierra.

Elijamos albaceas, hablemos de testamentos.

S
HAKESPEARE
,
Ricardo II

—Winston Churchill te produjo el ataque al corazón —dijo la mujer del redactor de obituarios.

Pero el redactor de obituarios, un hombre bajito y más bien tímido que llevaba anteojos de carey y fumaba una pipa, lo negó con la cabeza y respondió, en voz muy queda:

—No, no fue Winston Churchill.

—Entonces T. S. Eliot te produjo el ataque al corazón —se apresuró a añadir ella, con ligereza, puesto que asistían a una pequeña cena en Nueva York y los otros parecían divertirse.

—No —volvió a decir con suavidad el redactor de notas necrológicas—, no fue T. S. Eliot.

Si lo irritaban los cuestionamientos de su esposa, la afirmación de que escribir largas necrológicas para el
New York Times
con la presión de un plazo límite podría enviarlo a la tumba pronto, él no lo dejaba ver, no levantaba la voz; pero claro, rara vez lo hace. Sólo en una ocasión Alden Whitman le ha levantado la voz a Joan, su actual mujer, una morena juvenil, y esa vez le gritó. Alden Whitman no recuerda con precisión por qué gritó. Se acuerda vagamente de acusar a Joan de haber extraviado algo en casa, pero le parece que él acabó siendo el culpable. Aunque el incidente sucedió hace más de dos años y duró sólo unos pocos segundos, el recuerdo todavía lo atormenta: esa rara ocasión en que de veras perdió los estribos. Pero desde entonces ha seguido siendo un hombre tranquilo, previsible, que al amanecer, mientras Joan duerme, se escabulle de la cama y se pone a hacer el desayuno: la cafetera para ella, la tetera para él. Luego se instala durante una hora o algo así en su estudio, fumándose su pipa, sorbiendo su té, ojeando los periódicos, alzando levemente las cejas cuando lee que un dictador está ausente, que un estadista está enfermo.

A media mañana se pone uno de los dos o tres trajes que posee y, echándose un vistazo en el espejo, se aprieta el corbatín. No es un hombre apuesto. Tiene un rostro anodino y tirando a redondo, que casi siempre está serio, si no hosco, coronado por una melena de pelo castaño que, a pesar de haber cumplido ya cincuenta y dos años, no tiene ni una brizna de gris. Detrás de sus anteojos de carey hay dos ojos azules y pequeños, muy pequeños, que rocía con gotas de pilocarpina cada tres horas para controlar su glaucoma, y por debajo tiene un bigote poblado y rojizo del que sobresale, la mayor parte del día, una pipa apretada con fuerza por una dentadura postiza.

Una noche de 1936 tres matones le aflojaron los dientes naturales, los treinta y dos completos, en un callejón de su pueblo natal, Bridgeport, Connecticut. A la sazón tenía veintitrés años, había salido uno antes de Harvard, y muchos bríos, y parece que los asaltantes discrepaban de algunas opiniones que Whitman profesaba. No guarda resentimiento contra quienes lo atacaron, concediéndoles el derecho a tener sus puntos de vista, ni se pone sentimental con los dientes perdidos. Estaban llenos de caries, dice, y qué bendición fue deshacerse de ellos.

Cuando termina de vestirse Whitman se despide de su mujer, pero no por mucho tiempo. Ella también trabaja en el Times, y fue allí, un día de primavera de 1958, donde la vio caminando por la grande y bulliciosa sala de Noticias Locales en el tercer piso, con un traje con estampado de arabescos y sosteniendo una página de prueba entintada que traía desde el departamento femenino en el piso noveno, donde ella trabaja. Después de averiguar su nombre, él procedió a enviarle por el correo interno una serie de notas en sobres de estraza, la primera de las cuales decía: «Estás deslumbrante en traje de arabescos» y venía firmada por la «Asociación Americana de Arabescos». Más adelante se identificó, y el 13 de mayo por la noche cenaron en el restaurante Teherán, en la calle 44 Oeste, y se quedaron charlando hasta que el maître les pidió que se marcharan.

Joan quedó fascinada con Whitman, en especial con su maravillosa mente de urraca, repleta de toda suerte de datos inútiles: podía recitar la lista de los papas al derecho y al revés; sabía los nombres de las amantes de todos los reyes y las fechas de los reinados de éstos; sabía que el tratado de Westfalia se firmó en 1648, que las cataratas del Niágara tienen 51 metros de altura, que las serpientes no parpadean; que los gatos se ligan a los lugares y no a las personas, y los perros, a las personas y no a los lugares; era suscriptor habitual del
New Statesman,
de
Le Nouvel Observateur,
de casi todas las revistas de los quioscos de periódicos extranjeros que hay en Times Square, se leía dos libros diarios, había visto a Bogart en Casablanca tres docenas de veces. Joan supo que tenía que volver a verlo, no importaba que ella tuviera dieciséis años menos y fuera la hija de un pastor, siendo él un ateo. Se casaron el 13 de noviembre de 1960.

Cuando Whitman sale del apartamento, que queda en el piso duodécimo de un viejo edificio de ladrillo en la calle 116 Oeste, sube a paso lento la cuesta que lleva a la caseta del metro en Broadway. A esas horas de la mañana hay en la calle un ajetreo juvenil: lindas alumnas de la Universidad de Columbia que aprietan los libros contra el pecho y aceleran el paso con sus faldas ceñidas rumbo a clase, muchachos de pelo largo que reparten volantes en contra de las políticas de Estados Unidos en Vietnam y Cuba. Con todo, este vecindario cercano al río Hudson se pone solemne con sus recuerdos de la mortalidad del hombre: la tumba de Grant, la sepultura de St. Claire Pollock, las efigies conmemorativas de Louis Kossuth, del gobernador Tilden y de Juana de Arco; las iglesias, los hospitales, el Monumento a los Bomberos, el letrero en un edificio de la parte norte de Broadway: «El Fruto del Pecado es la Muerte», el asilo de ancianas, los dos hombres de edad avanzada que viven cerca de Whitman: un redactor de obituarios del Times que se retiró hace poco y el redactor de obituarios del Times que se retiró antes que ése.

Whitman tiene la muerte en la cabeza cuando toma asiento en el metro que ahora corre hacia el centro con destino a Times Square. En el diario matutino ha leído que Henry Wallace no está bien, que Billy Graham visitó la clínica Mayo. Whitman tiene pensado que, al llegar al Times dentro de diez minutos, irá directamente a la morgue del periódico, la sala donde se archivan todos los recortes de prensa y las necrológicas anticipadas, y revisará en qué «condiciones» están las necrológicas anticipadas del reverendo Graham y del ex vicepresidente Wallace (Wallace murió a los pocos meses). En la morgue del Times hay 2.000 necrológicas anticipadas, como le consta a Whitman, pero muchas de ellas, como las de J. Edgar Hoover, Charles Lindbergh y Walter Winchell, fueron escritas hace mucho tiempo y necesitan ya una puesta al día. Hace poco, cuando el presidente Johnson estuvo hospitalizado por una operación de la vesícula, actualizaron hasta el último minuto su necrológica anticipada; y así también se hizo con la del papa Pablo VI antes de su viaje a Nueva York y con la de Joseph P. Kennedy. Para un redactor de obituarios no hay nada peor que la muerte de un personaje mundial sin que su necrológica esté actualizada. Puede ser una experiencia asoladora, como le consta a Whitman, que obliga al redactor a convertirse en un historiógrafo repentino que ha de evaluar en cuestión de horas la vida de un hombre con lucidez, precisión y objetividad.

Cuando Adlai Stevenson murió súbitamente en Londres en 1965, Whitman, que hacía sus pinitos funerarios en el Times y estaba ansioso de acertar, se enteró del deceso por una llamada telefónica de Joan. Whitman empezó a sudar frío y se marchó disimuladamente de la sala de Noticias Locales para ir a almorzar. Tomó el ascensor hasta la cafetería del piso once. Pero al momento sintió una palmadita en el hombro. Era uno de los asistentes del editor metropolitano, preguntándole: «¿Vas a bajar pronto, Alden?».

Acabado el almuerzo, Whitman regresó abajo y recibió un carro lleno de carpetas con información sobre Adlai Stevenson. Llevándolas al fondo de la sala, procedió a abrirlas y extenderlas sobre una mesa de la hilera número trece de Noticias Locales, donde estuvo leyendo, digiriendo, tomando apuntes, golpeteando la boquilla de la pipa contra la dentadura postiza, clac, clac.

Regresó al fin para encarar la máquina de escribir. Pronto empezaron a fluir las palabras, párrafo tras párrafo: «Adlai Stevenson era una rareza en la vida pública americana, un político cultivado, cortés, ingenioso, elocuente, cuya popularidad no perdió lustre en la derrota y cuya estatura se acrecentó en la diplomacia…». Alcanzó una extensión de 4.500 palabras y habría ido más lejos de haber habido tiempo. Por difícil que fuera, no fue tan agobiante como la asignación que recibió sobre el filósofo judío Martin Buber, de quien no sabía prácticamente nada. Por fortuna Whitman pudo contactar por teléfono con un estudioso muy familiarizado con las enseñanzas y la vida de Buber, y esto, junto con los recortes de la morgue del Times, le permitieron llevar a cabo la tarea. Pero no quedó para nada satisfecho, y esa noche Joan lo estuvo oyendo todo el tiempo paseándose de un lado a otro del apartamento, copa en mano, mascullando palabras llenas de desprecio y escarnio hacia sí mismo: «Farsante…, superficial…, farsante». Al día siguiente Whitman acudió al trabajo esperando las críticas. En cambio, le informaron que se habían recibido varias llamadas de congratulación de intelectuales del área de Nueva York; y la reacción de Whitman, lejos de ser de alivio, consistió en poner entonces en tela de juicio a todos los que lo habían elogiado.

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