Retratos y encuentros (33 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

Abandoné la isla en el otoño de 1949 para asistir a la Universidad de Alabama. Tenía diecisiete años, cicatrices de acné y una inseguridad para relacionarme que no había experimentado siendo más joven. El confort que había encontrado entre mis mayores en mis días de recadero de la tienda de mis padres, y los corteses y muy idiosincrásicos «modales de tienda» que había heredado de mi madre y que me habían congraciado con las encopetadas mujeres que eran asiduas dientas de su boutique en el verano, no me habían significado ninguna ventaja para los meses húmedos y desiertos de fuera de temporada en los que iba a la escuela secundaria. Para la mayoría de los adolescentes con quienes compartí las aulas durante cuatro años en un frío edificio de ladrillo a dos manzanas del océano, yo era su condiscípulo apenas de nombre.

Se me tachaba diversamente de ser «distante», «complicado», «distraído», «engreído», «raro», «de otro mundo»; o al menos así me describieron unos cuantos antiguos compañeros años después en una reunión de ex alumnos a la que asistí. También recordaban que en esa época del colegio yo parecía algo «mayor» que los demás, impresión que atribuyo en parte a ser el único estudiante que todos los días iba a clase vestido con chaqueta y corbata. Pero aunque pareciera tener más años, no me sentía mayor que nadie, ni mucho menos líder en ninguna de las áreas que nos servían para juzgarnos mutuamente: la deportiva, la social o la académica.

En los deportes, tenía una constitución demasiado fina y carecía de rapidez para formar parte del equipo de fútbol americano; en baloncesto era un defensa suplente que se limitaba a calentar el banquillo; y en el béisbol era un pasable bateador de contacto y paracortos, con «buenas manos» pero con un brazo errático en los lanzamientos, de tal manera que el entrenador me incluía en la formación inicial a regañadientes y esporádicamente. Mis principales contribuciones deportivas solían venir después de los partidos, cuando volvía a casa y en la máquina de escribir de la tienda hacía notas sobre los encuentros para el semanario de la población y a veces para el diario que se editaba en la vecina Atlantic City. No era una labor que yo hubiera buscado en un principio. Desde tiempo atrás los entrenadores auxiliares tenían el deber de pasar por teléfono a la prensa los resultados y dar los informes de los partidos que los editores consideraban demasiado insignificantes como para enviar a uno de sus hombres a cubrirlos. Pero una tarde durante mi primer año, el entrenador auxiliar del equipo de béisbol protestó porque estaba demasiado ocupado para llevar a cabo esa tarea; y por alguna razón el entrenador titular me la encomendó, a lo mejor porque en ese momento me vio parado ahí en el vestuario sin hacer nada, y porque sabía además que yo era suscriptor de revistas de deportes (que él pedía prestadas con frecuencia y nunca devolvía). Suponiendo equivocadamente que aliviar los deberes de prensa del departamento de deportes me granjearía la gratitud del entrenador y me traería más tiempo en las canchas, acepté el trabajo y hasta lo adorné mediante el empleo de mis habilidades mecanográficas para componer mis propios relatos de los partidos, en lugar de pasar simplemente por teléfono la información a los periódicos. A consecuencia de ello mi nombre aparecía a veces al pie de artículos en los que me veía obligado a dar cuenta de mis deficiencias como deportista: El partido se fue de las manos en la octava entrada cuando, con las bases ocupadas, el lanzamiento a ciegas del paracortos Tálese rebotó fuera del alcance del primera base y rodó al pie de las tribunas…

Aunque en el colegio había numerosas jovencitas por las que me sentía atraído, era muy tímido, y más después de mi brote de acné, para invitar a alguna de ellas a salir. Y si bien dedicaba todas las tardes horas enteras a mis textos escolares, lo que más cautivaba mi interés en esos libros eran algunas ideas y observaciones que los profesores invariablemente consideraban baladíes y que nunca incluían entre las preguntas que formulaban en sus cuestionarios y exámenes. A excepción de mis excelentes notas en el curso de mecanografía, dictado por una pechugona amante de la ópera, de trenzas rubias y amiga de mi madre (y que me hizo sentir en la gloria un día en que comparó mis dedos ágiles con los de un joven pianista clásico admirado por ella), mis calificaciones estaban por debajo del promedio en casi todas las materias; y al terminar la primavera de 1949 me gradué de bachiller entre el tercio inferior de mi grupo.

A mi consternación contribuyó, más tarde en el verano, el rechazo de cada una de las doce instituciones superiores a las que me presenté en el estado donde residía, Nueva Jersey, y los vecinos. Cuando me puse en contacto con la secretaria del director, averiguando los nombres y direcciones de otros planteles a los que pudiera aspirar, el director en persona hizo una rara e inesperada visita a la tienda de mis padres. En ese momento yo me hallaba en la oficina con balcón de mi padre, que daba al salón principal de la tienda, revisando en su escritorio la lista de repartos vespertinos que tenía por delante en mi calidad de conductor durante el verano de una de las furgonetas de la lavandería. No me percaté de la llegada del director hasta que oí su conocido vozarrón estentóreo saludando a mi madre, que estaba junto a un perchero de vestidos poniendo las etiquetas de precios a las nuevas mercancías de otoño que yo había desembalado más temprano.

Los atisbaba con inquietud, agazapado detrás de una de las palmeras en macetas que bordeaban la repisa del balcón. Vi salir a mi padre del taller de sastrería, darle la mano al director e ir a reunirse con mi madre delante de un mostrador, mientras el director carraspeaba sonoramente, como hacía siempre en el salón de actos antes de hacer un anuncio. El hombre, delgado, de gafas, de pelo gris rizado, llevaba como de costumbre una camisa blanca de cuello redondeado y adornada con un corbatín de lunares, y colgando de una leontina de oro que le cruzaba el chaleco de su terno beige llevaba la llave de la confraternidad Phi Beta Kappa, que yo veía centellear a una distancia de diez metros. Mi padre, que vestía a la medida, puesto que él mismo era su mejor cliente, también iba muy atildado; pero el director tenía un porte altivo que de alguna manera empequeñecía a mi padre, o así me parecía, y que me hacía sentir incómodo aunque no producía ningún efecto evidente en mi padre. Aguardaba él en calma al lado de mi madre, con los brazos cruzados, reclinándose muy levemente contra el mostrador, a la espera de que el director hablara.

—Siento mucho preocuparlos a ambos con esto —empezó a decir, sin sonar para nada apenado—, porque sé que su hijo es un joven excelente. Pero me temo que no tiene madera para la universidad. Él insiste en seguir enviando solicitudes de admisión, cosa que siempre le he desaconsejado, y ahora apelo a ustedes para que lo disuadan.

Se detuvo, como si esperara alguna objeción. Al ver que mis padres guardaban silencio, prosiguió en un tono más suave, incluso de comprensión:

—Oh, ya sé que quieren lo mejor para su hijo. Pero ambos trabajan duro para ganarse su dinero. Y detestaría ver que lo desperdician tratando de instruirlo. De veras creo que más les convendría, a ustedes y a su hijo, si lo dejaran aquí en el negocio y lo prepararan tal vez para hacerse cargo algún día, en lugar de acariciar la idea de enviarlo a la universidad.

Y mis padres lo escuchaban en silencio y yo miraba al trío desde arriba, humillado pero no sorprendido por lo que estaba oyendo, pero de todos modos decepcionado de que mis padres no dijeran nada en mi defensa. No era que me molestara la idea de hacerme cargo del negocio. Como único hijo varón y el mayor de sus dos vástagos, aquello a veces se me hacía inevitable, y acaso fuera mi mejor futuro. Pero también estaba ansioso de escapar de la monotonía de la vida de la isla, que especialmente en invierno llegaba a ser desoladora; y veía en los estudios superiores una salida, un destino para el cual había ahorrado desde siempre mis ingresos de la tienda y para el cual mis padres me habían prometido aportar lo que faltara. Con todo, no estaba muy seguro de qué le serviría a mi profesión una educación superior, ya que dudaba de que fuera a tener una profesión; a no ser, como argumentaba convincentemente el director, dentro de los límites de la tienda.

En las semanas que siguieron, tal vez por reacción a las cartas de rechazo que se acumulaban, mi padre me había repetido varias veces la propuesta que me había hecho meses atrás de enviarme a París a estudiar corte y confección al estilo clásico, tal como los practicaban sus primos italianos de la rué de la Paix. A la postre podría convertirme en un diseñador de alta costura de trajes y de vestidos para damas, me explicaba mi padre, añadiendo con entusiasmo: «¡Ah, ahí es donde está el dinero!». El renombrado modisto Emanuel Ungaro había trabajado antaño como aprendiz de sastre en la firma del primo de mi padre, y ni yo mismo descartaba la idea de buscar dicho aprendizaje, durante ese verano de incertidumbre después de haber salido del colegio.

Para mí, el periodismo era otra opción posible. Además del reporterismo deportivo que hacía para el semanario del pueblo, en mi primer año de secundaria había ofrecido redactar una pieza no deportiva llamada «High School Highlights» [Sucesos colegiales], una columna dedicada a los programas y actividades estudiantiles en las tablas, el arte, la música y el trabajo comunitario, y a ciertos actos sociales como los bailes de cada curso y galas de graduación que yo había evitado siempre. Al editor le gustó mi idea y yo acepté con la condición de que no esperaba una paga más alta que la tarifa deportiva que ya habíamos convenido, que era de diez centavos por pulgada de texto, medido en las páginas impresas de la publicación. Por la columna y las notas deportivas combinadas recibí pronto cheques semanales que iban de los dos a los cuatro dólares: suma muy inferior a la que se pagaba al más ínfimo aprendiz de sastre en París, recalcaba mi padre; pero por otro lado yo me veía recompensado de manera privada.

Aunque seguía sin invitar a muchachas a los bailes, a veces asistía a ellos solo, en mi nuevo papel de columnista social. Para los individuos tímidos y curiosos como yo, el periodismo era el interés ideal, un medio que permitía trascender las limitaciones de la reticencia. También proveía excusas para indagar en las vidas ajenas, formulando preguntas con un sobreentendido y esperando respuestas razonables; como también podía desviarse para ponerlo al servicio de toda suerte de designios personales.

Por ejemplo, cuando mi perrito mestizo se escapó de casa un día en que yo estaba en el colegio (aunque mi madre lo negaba con insistencia, siempre he creído que ella lo regaló o hizo que «salieran» de él, debido a mi reiterada incapacidad para mantenerlo fuera de la tienda), convencí al editor de que me dejara escribir un artículo especial sobre el refugio de animales de la localidad, idea surgida de la vana ilusión de que allí encontraría a mi mascota o que al menos allí confirmaría mis peores sospechas acerca de mi madre, cuya amabilidad con los clientes no se extendía a los animales. Sin embargo, después de tres prolongadas visitas al refugio, donde no obtuve rastros de la vida o la muerte de mi perro, lo que sí descubrí por vez primera fue el «poder de la prensa»; o, más bien, los muchos privilegios y prebendas que podía acaparar alguien movido por intereses personales como yo, cuando pasaba por periodista imparcial. Los principales protectores de los animales del pueblo, incluyendo a los filántropos que ayudaban a financiar el refugio, me recibieron cordialmente todas las veces que acudí a examinar las estrepitosas jaulas de acero que contenían animales recién traídos; y también se me dio acceso (a solas) a los archivadores de la oficina, en los que no sólo había documentos públicos y estadísticas de mascotas perdidas y encontradas, sino también varias multas de aparcamiento sin pagar que le habían estampado al automóvil particular del perrero, junto con unas cartas de amor amarillentas y traspapeladas que años atrás había recibido una ya fallecida secretaria voluntaria del refugio. Encontré en los archivos los registros mortuorios pertenecientes a un cementerio de mascotas en las afueras de Atlantic City del que yo nunca había sabido; y cuando le mencioné esto al director del refugio, insistió en llevarme allí en su coche…, llenándome de renovados miedos y esperanzas de dar por fin con el último paradero de mi chucho perdido.

Pero después de conocer al guardián principal del extenso y arbolado campo de enterramientos, sembrado de estatuas, cruces y otros monumentos de piedra que honraban el recuerdo de unas ochocientas mascotas —perros, caballos, gatos, monos, conejillos de Indias, canarios, loros, cabras, ratones—, recibí confirmación de que allí no habían traído recientemente ningún perro mestizo que correspondiera con mi descripción. No obstante, mi interés por el cementerio de mascotas no decayó, y con la anuencia del guardián regresé, solo, varias veces y en el furgón de la lavandería a aquel lugar, que estaba en tierra firme, a unas diez millas del puente de la isla. Permanecía hasta después de la caída del sol y me paseaba delante de las lápidas, en las que a menudo, sobre sus nombres, había retratos de las mascotas y las palabras de afecto de sus dueños, sin buscar ya más los rastros de mi propio perro y obedeciendo en cambio a la enorme tristeza y sensación de pérdida que ahora me ligaban a aquel sitio.

Había allí dolientes que lloraban la muerte de sus animales con gestos humanos: decoraban las tumbas con flores y, como me contó el guardián, enterraban a menudo a sus mascotas en ataúdes de cabritilla blanca en criptas de hormigón y tapando con pañuelos de seda las caras de las mascotas cuando se llevaban a cabo los oficios, oficios que a veces incluían procesiones fúnebres, portaféretros y réquiems. Numerosas personas ricas y famosas, cuyas mascotas habían muerto mientras los dueños estaban de visita o trabajando en Atlantic City, habían escogido ese sitio para su sepultura. Entre ellos se contaban el inversor J. P. Morgan, el compositor Irving Berlin y la actriz de cine Paulette Goddard. Algunos de los animales enterrados se habían labrado su propia distinción: allí estaban los restos de Amaz el Salvaje, un célebre perro de exhibición considerado el último galgo ruso criado por la familia de los Romanoff; Cootie, la mascota venerada por la Compañía de Infantería 314 que había hecho historia en la Primera Guerra Mundial, y Rex, un perro que actuó en muchos escenarios de Atlantic City y de todo el país.

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