Retratos y encuentros (36 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

Para que Carol Channing sea impecablemente fatal y seductora y agradablemente malsana en el papel estelar del musical sobre la era del cine mudo que llega a Broadway el 10 de noviembre y se llama, como era de esperarse, La vampi, ha tenido a guisa de consejera, edecana, crítica y profesora a esa exótica sirena de antaño llamada Nita Naldi. En cuestión de roles de vampiresa no habría una instructora más calificada que la señorita Naldi. En su apogeo en los años veinte, Nita Naldi era el prototipo de la pasión y el mal en la pantalla muda.

Y terminaba así:

… todavía muy morena y pechugona, la señorita Naldi es reconocida con frecuencia cuando sale de viaje. «Las mujeres no parecen odiarme ya», dice con satisfacción. A menudo la detienen en la calle y le preguntan: «¿Cómo era en realidad besar a Valentino?». Los jóvenes le comentan: «¡Oh, señorita Naldi, papá me ha hablado taaanto de usted!», a lo que la actriz se las arregla para contestar cortésmente. No hace mucho se le acercó un hombre en el cruce de la calle 46 y Broadway, y exclamó, maravillado: «¡Usted es Nita Naldi, la Vampiresa!». Fue como si retrasara el reloj, devolviendo a la señorita Naldi al mundo que habitara treinta años atrás. Deseosa de vivir en el presente, la actriz le respondió en un tono que mezclaba el resentimiento y la resignación: «Sí, ¿le importa?».

Mi madre encargó varias docenas de ejemplares de la revista y las envió por correo a toda la clientela que me conoció de niño en la tienda, y en el paquete incluía mi dirección en el campamento. Entre las cartas de admiración que recibí después estaba también una del editor de Noticias Locales del Times, en la que me informaba que cuando me dieran de baja y volviera al periódico no trabajaría ya de mensajero. Me promovían al cargo de redactor y me asignaban a la sección de Deportes.

Añadía, en una posdata: «Ya has comenzado».

Cuando yo tenía veinticinco años perseguía gatos callejeros por todo Manhattan. Les seguía el rastro mientras rebuscaban la comida en los vertederos de basura de la ciudad, en las pollerías, por los mercados de pescado y en los muelles infestados de ratas a la orilla del Hudson; y recuerdo haber celebrado mi cumpleaños número veinticinco en un túnel oscuro debajo de la terminal Grand Central, observando la batalla de decenas de gatos sibilantes que se peleaban las sobras comestibles que habían arrojado de sus fiambreras los trabajadores de las vías del metro.

Era el año de 1957. Corrían malos tiempos para los 400.000 gatos callejeros de Nueva York. Eran víctimas de su propia sobrepoblación y la escasez de cubos de la basura en los nuevos edificios de apartamentos de la ciudad; y yo hacía la investigación para mi primer artículo extenso en la revista dominical del
New York Times,
sobre la lucha de los gatos por la supervivencia en toda la ciudad. Otras personas se preocupaban en esos días porque los Dodgers se iban a ir de Brooklyn, o por la existencia acechante del «Dinamitero Loco», o por el hecho de que los rusos acabaran de lanzar una perra al espacio. Pero yo me concentraba en los gatos, y cuando mi artículo de 4.000 palabras fue publicado el 12 de mayo de 1957, con el titular «Viaje a la selva de los gatos», me apoderé de unos treinta ejemplares en la imprenta del Times y se los envié a mis parientes y amigos por toda la nación. Fue mi primer ligue con lo que Andy Warhol identificaría como los quince minutos de celebridad, pero, como la iniciación en el amor de la primera juventud, su dulce recuerdo perdura para siempre en la intimidad. Así recuerdo yo la publicación de aquel artículo sobre gatos hambrientos por un hambriento escritor novel.

Acababa de llegar a Nueva York después de dos años en el ejército y cuatro como alumno en la Universidad de Alabama, y me sentía hipnotizado por Nueva York y muy curioso por cosas que apenas interesaban a unas cuantas personas (como los hábitos nocturnos de las señoras de la limpieza de los rascacielos, o lo que los porteros de las unidades de apartamentos sabían de las vidas conyugales de los inquilinos, y, cómo no, por las carencias alimentarias de los gatos independientes). Pero hasta que conseguí un empleo en el periodismo, no veía cómo satisfacer mi peculiar interés por el orden natural y antinatural de la vida ciudadana.

Venía de una pequeña población. Mis percepciones eran bastante provincianas. Poseía la capacidad de maravillarme por lo que otros consideraban común y corriente. Pero creía que lo ordinario, el acontecimiento cotidiano en la rutina de la persona media, merecía ser puesto por escrito, en especial en un periódico, si aquello se escribía bien.

Ciertamente, había editores del Times a los que no les gustaba lo que yo escribía; las llamaban «historias de trapero» y teníamos confrontaciones cordiales pero obstinadas. Para disuadirme me asignaron el cubrimiento político de la asamblea legislativa de Nueva York en Albany, donde debería escuchar las mentiras y los comunicados sin sentido de los políticos y darlos a conocer como «noticias». No fui capaz de hacerlo. En esos días en el Times existía la norma de que los nombres de los reporteros debían aparecer en los artículos que tuvieran al menos ocho párrafos de longitud. En mi estadía en Albany nunca escribí una nota política de más de siete párrafos. No quería mi nombre en un artículo circunscrito a las disposiciones y objeciones de los diputados de Albany. En consecuencia, los editores del Times me removieron del cargo y creyeron castigarme trayéndome de regreso a la casa principal y encargándome la redacción de notas necrológicas. Nunca fui más feliz. La escritura de obituarios estaba en la órbita de la historia personal, de la biografía, era el resumen de la valía e influencia de un sujeto, y quien calificara para una nota necrológica en el Times sería sin duda un individuo sobresaliente y de logros extraordinarios: harto más de lo que yo había visto en mi breve carrera de corresponsal político de veinticinco años de edad.

Fue en mi período de escritor de obituarios cuando empecé también a concentrarme en escribir para la revista dominical del Times, dado que para la edición ordinaria del diario me habían «enviado a la perrera». Después de la crónica de los gatos realicé más de treinta piezas de revista en los meses siguientes. Escribía sobre actrices del cine mudo en la era del sonido, sobre los viejos que tocaban la campana en los encuentros boxísticos en el Madison Square Garden, sobre los capitanes de agua dulce de los ferrys de Staten Island, sobre los decoradores de vitrinas de las boutiques de la Quinta Avenida y sobre la escultura de maniquíes femeninos que no por ser de plástico perdían su encanto natural.

Vivía entonces en Greenwich Village, en un edificio de ladrillo enfrente de la primera tienda de café espresso que hubo en la ciudad y también de un bar nocturno frecuentado por homosexuales. En mi calle era cosa común ver parejas interraciales caminando cogidas de la mano y escuchar las protestas de los poetas en los cafés, de una manera que se suele asociar con los años sesenta, aunque creo que los cincuenta en Greenwich Village fueron realmente los sesenta: el barrio le llevaba una década de ventaja al resto de la ciudad.

Y también fue en el Village donde me enamoré. Ella era directora de una revista del distrito residencial, pero todas las noches se reunía a cenar conmigo en el centro, y en 1959 llevados por un impulso nos fuimos a Roma, en donde nos casamos, y desde entonces hemos sido marido y mujer.

¿Consejo para los escritores jóvenes? La única cualidad indispensable es la curiosidad, creo yo, y el ánimo para salir y aprender acerca del mundo y de las gentes que llevan vidas singulares, que habitan en lugares ocultos. Posteriormente extendí este modo de pensar a la escritura de libros sobre esposas de la mafia (Honrarás a tu padre), abogados del amor (La mujer de tu prójimo), sastres inmigrantes (A los hijos) y obreros del acero que trabajan en las alturas (El puente).

En todas partes hay historias a la vista, al alcance; y el otro consejo que me quedaría por ofrecer (repitiendo el que me dio mi propio padre) sería: «No escribas nunca por dinero». Será tal vez un extraño consejo en esta época de justificaciones contables, codicia y glotonería, pero es el consejo que me ha guiado durante estos cuarenta años desde que allá en 1957 (en compañía de unos gatos) cumplí los veinticinco.

Todas las noches después de la cena salgo, en compañía de mis dos perros, hasta Park Avenue, para darle un paseo a mi cigarro. Mi cigarro es del mismo color que mis dos perros, y a mis perros también los atrae su aroma: me saltan por las piernas cuando lo enciendo antes de echar a andar, con los hocicos ensanchados y los ojos estrechamente enfocados, con esa mirada glotona que ponen cada vez que les ofrezco galletas para mascotas o una bandeja de canapés condimentados que haya sobrado de uno de nuestros cócteles. De no ser tan costoso mi cigarro y si yo estuviera seguro de que no se lo iban a comer, podría ofrecerles una fumada, porque sé que apreciarían ese placer de sobremesa mucho más que la mayoría de mis amistades. Demasiados amigos míos, incluida mi mujer —quien, dicho sea de paso, fuma cigarrillos—, se han dejado influir en años recientes por la insidiosa campaña contra los puros, cosa que ha afectado mi por lo demás admirable talante. En ocasiones me ha vuelto prevenido, inclinado a discutir y hasta militar contra el lobby estadounidense contra el cigarrillo; lo que en realidad es ridículo, porque soy básicamente un no fumador, a excepción de mi cigarro después de la cena.

Todo el día espero con ganas mi cigarro nocturno, así como esperaba las salidas con azafatas escandinavas en mis mocedades de soltero, en los años cincuenta. En esos días casi todas las azafatas eran bellas, y las escandinavas tenían la reputación adicional de ser aventureras en el campo sexual (salvo por esas redomadas moralistas que por desgracia me tocó conocer). También corrían tiempos de una muy generalizada tolerancia hacia el tabaco, hasta tal punto que era legal fumar cigarros en los aviones. Aunque en ese entonces no era un fumador, recuerdo cuando inhalaba y disfrutaba la fragancia perfumada de los puros de otros hombres desde mi silla en un avión o en un restaurante; y por la costosa manera de vestir de aquellos hombres y por su seguridad y aplomo, los veía como integrantes de una casta privilegiada que, sólo porque eran mucho mayores que yo, no me inspiraba envidia.

No sólo eran mayores, sino que tendían a ser robustos y mofletudos, aunque en los años cincuenta esas características estaban más bien en boga entre los miembros de la élite del poder. En ese tiempo el más respetado clubman de élite robusto, mofletudo y fumador de cigarros era sir Winston Churchill, el líder de los ingleses en la Segunda Guerra Mundial, un viejo y malhumorado caballero que se cuadraba frente a las multitudes con las manos en alto, saludando con el puro en la una y haciendo el signo de la V en la otra, ademán que sus colegas fumadores de cigarros bien podrían haber interpretado como los símbolos gemelos del mundo libre por encima de las fuerzas brutales de la opresión.

El hábito de fumar cigarros adquirió una imagen más juvenil y romántica después de 1960, con la ascensión a la presidencia de John F. Kennedy, quien con frecuencia aparecía en público chupando uno de sus habanos preferidos; y fue entonces cuando yo y algunos colegas míos en el mundo periodístico por vez primera nos dimos ese gusto. Por intermedio de un amigo reportero que cubría las noticias políticas en Washington pude hacerme a los mejores cigarros cubanos antes y durante el largo embargo de todos los productos cubanos por parte de Estados Unidos. Recuerdo en particular la caja de regalo de habanos Churchill que mi amigo me envió cuando nació mi primera hija, en 1964, y una segunda caja tras la llegada de mi segunda hija en 1967. Aún con más cariño recuerdo cómo más adelante mis niñas discutían todas las noches sobre a cuál le tocaba el turno de ponerse el «anillo» cuando yo se lo quitaba a mi cigarro de sobremesa; ritual que no sólo las introdujo en los felices efluvios del tabaco superior, sino que inculcó en ellas aprecio y respeto por el placer que me proporcionaba.

Que su amorosa respuesta hacia mí y hacia mis puros continúe hasta el día de hoy, décadas después de su última pelea por un anillo de papel, me lleva a preguntarme si la repugnancia que algunas mujeres sienten por los cigarros no tendrá que ver tanto con el humo o el olor del tabaco como con sus relaciones personales con el primer hombre en sus vidas que tuviera ese hábito. Como la protesta pública contra los cigarros, que son un hábito casi exclusivamente masculino, se ha acentuado en las últimas décadas, que han presenciado también un creciente énfasis en los derechos de las mujeres, se me ocurre que podría haber alguna relación.

Ése bien podría ser el caso de mi propio hogar. Mi esposa durante treinta y tantos años, que nunca se quejó del humo de mis tabacos durante la primera mitad de nuestro matrimonio, viene mostrando, desde sus ulteriores promociones en el mundo de los negocios, una firmeza tal contra mi costumbre de todas las noches, que me ha sacado a las calles para buscar allí aceptación y tolerancia, en la polución del aire vespertino de Nueva York, junto a mis perros.

Con todo, ni siquiera las calles garantizan una luz verde para los fumadores de cigarros. Me di cuenta de eso una noche reciente cuando pasé por un café al aire libre en Madison Avenue y de pronto noté a dos comensales del sexo femenino que no sólo se tapaban las narices sino que agitaban las manos sobre los platos de comida y las copas de vino para anular el temido veneno aéreo del humo de mi puro. Y justo cuando pasé frente a su mesa una de ellas exclamó: «¡Puaj!».

—¿Se refiere a mi cigarro, señora? —le pregunté, haciendo alto para sacarme mi Macanudo Vintage Nº. 1 al tiempo que tiraba de la traílla a mis terriers australianos, que no dejaban de gruñir.

—Sí —dijo ella—. Me parece ofensivo. De hecho, apesta.

La mujer tiraba a rubia, tendría más de treinta años, llevaba gafas y tenía un porte adusto y magro, pero estaba lejos de ser poco atractiva: llevaba dos collares de abalorios que rodeaban su esbelto cuello y colgaban hasta el medio de la blusa de algodón amarilla, y llevaba puesta una chaqueta de lino beige con un botón en la solapa que decía: «Pro-Choice».

—Es una vía pública, ¿sabe? —le dije.

—Sí —dijo ella—, y yo formo parte del público.

Tuve la tentación de dar una chupada y soplar el humo en su dirección, lo que muy difícilmente habría empeorado la calidad del aire de la avenida, cuyo hollín producido por los buses y los coches del centro ya les había dado a los manteles blancos del café tonos de azul marino y gris acorazado. Pero noté que la acompañante de la mujer, que no había dejado de agitar las manos sobre el plato de comida, había llamado ya la atención del camarero y de algunas personas de la mesa vecina; y sospechando que tendría pocos aliados en ese grupo, dejé que mis perros me arrastraran más al norte.

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