Retratos y encuentros (35 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

En mis años universitarios, que terminaron en 1953, y en los años siguientes en el Times, pedía tareas que no parecieran susceptibles de aparecer en primera página. Incluso cuando me circunscribía a los deportes, ya fuera en Alabama o en el Times, los resultados finales me interesaban menos que quienes jugaban los partidos; y si me ponían a escoger entre quienes personificaban la «Buena Madera» y la «Mala Madera», invariablemente escogía a estos últimos. Cuando me nombraron editor deportivo del periódico de la universidad en el penúltimo año, saqué pleno provecho de mi posición para describir la desesperación del infielder cuyo lanzamiento desviado significaba la derrota, o al jugador de baloncesto sentado en el banquillo que saboreaba la acción únicamente cuando había trifulca, y de muchos otros personajes sin fortuna en las márgenes del campo deportivo. Un artículo que escribí para el periódico de la universidad versaba sobre un corpulento estudiante de dos metros y catorce centímetros de estatura, venido de una agreste zona montañosa, que no sabía jugar, ni quería aprender, ningún deporte. También escribí sobre un negro entrado en años, nieto de esclavos, que era el encargado principal del vestuario del departamento de atletismo; y cómo en esos tiempos que corrían, cuando en los deportes no había ningún contacto interracial, los miembros del equipo de fútbol americano de Alabama, integrado por blancos, comenzaban cada partido sobándole la cabeza al negro para tener buena suerte. Si escribía con mayor compasión sobre los perdedores que sobre los ganadores en mis días de escritor deportivo, era porque las historias de los perdedores me parecían más interesantes, opinión que conservé mucho después de haber abandonado el campus de Alabama. Como cronista deportivo del Times, estuve fascinado con un púgil de los pesos pesados, Floyd Patterson, a quien derribaban una y otra vez pero que persistía en levantarse. Escribí más de treinta artículos diferentes acerca de él en el diario y en la revista dominical del Times y acabé redactando uno largo para la revista Esquive titulado «El perdedor».

Hice esto cuando ya practicaba lo que Tom Wolfe llamó «Nuevo Periodismo», pero, como espero que resulte evidente, éste se cimienta en los tradicionales trotes investigativos, pasando día tras día con el sujeto de la crónica (tal cual pasaba el tiempo en la tienda de mis padres como observador y oyente juvenil) —a veces lo he llamado «el Arte de Pasar el Tiempo»—, y ello forma parte indispensable de lo que motiva mi trabajo, a la par con ese otro elemento que quizás ya he mencionado en exceso, ese don de mi madre: la curiosidad. Mi madre también sabía que había una diferencia entre la curiosidad y el fisgoneo, y esta distinción siempre me ha guiado en relación con mis entrevistados y cómo los presento en la página impresa. Nunca escribí sobre nadie por quien no sintiera un grado considerable de respeto, respeto que es manifiesto en los trabajos que me tomo en mi escritura y en tratar de entender y expresar sus puntos de vista y las fuerzas históricas y sociales que conformaron su carácter, o falta de carácter.

Siempre me ha resultado difícil escribir, y no invertiría el tiempo y el esfuerzo requeridos simplemente para ridiculizar a la gente; y digo esto después de haber escrito sobre gángsteres, pornógrafos y otros que se han ganado la reprobación y el desprecio de la sociedad. Pero en esas personas también había una cualidad redentora que me parecía interesante, una idea equivocada sobre ellos que quería enmendar o una vena oscura sobre la cual esperaba arrojar un poco de luz porque creía que podría alumbrar un área mayor habitada por una parte de todos nosotros. Norman Mailer y Truman Capote han logrado esto escribiendo acerca de asesinos, y otros escritores (Thomas Keneally y John Hersey) nos lo dejan ver a partir de las cámaras de gas de la Alemania nazi y de las emanaciones letales de Hiroshima.

El fisgoneo representa principalmente los intereses de los espíritus mezquinos, el talante de picaflor de los periodistas sensacionalistas y hasta de escritores y biógrafos establecidos que no desperdician ninguna oportunidad de empequeñecer a los grandes nombres, de hacer público el desliz verbal de un personaje, de armar un escándalo por cualquier retozo sexual suyo, así no tenga ninguna relevancia en la actividad política o de servicio público del personaje en cuestión.

He evitado escribir sobre las figuras políticas, dado que el interés que despiertan es siempre pasajero: son personas anticuadas, víctimas del proceso de reciclaje de la política, seres perdidos si dicen abiertamente lo que de veras piensan. La curiosidad me tienta, como dije, del lado de los personajes reservados, de los desconocidos para quienes suelo representar su primera experiencia en ser entrevistados. Podría escribir acerca de ellos hoy, mañana o el año que viene y no habría la menor diferencia en cuanto a su actualidad. Esas personas son intemporales. Podrán vivir mientras viva el lenguaje empleado para describir sus vidas, si ese lenguaje está dotado de cualidades perdurables.

Mi primer escrito para el Times, en el invierno de 1953, después de haberme graduado en junio en Alabama, trataba sobre un hombre anónimo que trabajaba en el corazón de la «Encrucijada del Mundo», en Times Square. En ese entonces yo hacía de mensajero, trabajo que había conseguido la tarde en que entré en el departamento de personal del periódico e impresioné a la directora (como me confesó más adelante) con mi veloz y correcta mecanografía y mi traje en espina de pez hecho a la medida. Unos meses después de haberme empleado, un día a la hora del almuerzo en que vagaba con pasos amodorrados por la zona de los teatros, me quedé mirando el letrero luminoso de cinco pies de ancho que giraba con movimiento rutilante alrededor del elevado edificio de tres lados que daba a la calle 42. En realidad no leía los titulares, sino que me preguntaba: ¿Cómo funciona ese letrero? ¿Cómo se forman las palabras con las luces? ¿Quién está detrás de todo esto?

Entré en el edificio y encontré una escalera. Subí al último piso y descubrí un espacio amplio y de techo alto, como la buhardilla de un artista; y allí, en una escalera de mano, había un hombre que introducía unas cuñas de madera en lo que se parecía a un pequeño órgano de iglesia. Cada una de las cuñas formaba una letra. En una mano el hombre sostenía una tablilla con los últimos boletines de titulares (los titulares cambiaban permanentemente) y en la otra sostenía las cuñas que insertaba en el órgano que creaba las letras del anuncio de tres lados de la pared exterior, el cual contenía quince mil bombillas de veinte vatios.

Estuve viéndolo durante un rato, y cuando se detuvo lo llamé, diciéndole que yo era mensajero en el Times, que quedaba a media manzana de allí y además era propietario de este edificio más pequeño del letrero. El hombre me saludó y, sacando un descanso para tomar café, bajó de la escalera y estuvo conversando conmigo. Me dijo que se llamaba James Torpey, añadiendo que había estado de pie en esa escalera armando titulares para el Times desde 1928. Su primer titular tuvo lugar en la noche de los comicios presidenciales y decía: «¡Hoover derrota a Smith!». Durante veinticinco años este señor Torpey había estado en esa escalera, y a pesar de mi limitada experiencia en el periodismo neoyorquino, yo sabía que ahí había material para una historia. Después de tomar algunos apuntes sobre el señor Torpey en el papel doblado que siempre llevaba en el bolsillo, regresé a la oficina principal, escribí a máquina un corto memorando sobre el tipo y lo puse en el buzón del editor de Noticias Locales. No me pagaban por escribir, únicamente por hacer recados y otras modestas tareas; pero a los pocos días el editor me mandó decir que recibiría con gusto unos cuantos párrafos míos sobre la vida en las alturas del hombre de las bombillas: y aquello se publicó (sin mi nombre) el segundo día de noviembre de 1953.

Ese artículo —junto con la pieza que apareció con mi nombre en la sección de Viajes de la edición dominical del Times, tres meses después, sobre la popularidad de las sillas ambulantes de tres ruedas que transportaban a la gente en el paseo marítimo de Atlantic City— atrajo la atención de los editores. Siguieron otros escritos, incluyendo un artículo en la revista del domingo que el Times publicó en 1955, cuando yo estaba con licencia en el ejército. La crónica trataba sobre una mujer con edad suficiente para ser una de las más venerables dientas de mi madre: una actriz de la pantalla muda llamada Nita Naldi, que antaño fuera protagonista principal en Hollywood al lado de Valentino. Pero en 1954, varias décadas después de la salida de Nita Naldi de la industria del cine, se dio a conocer que un nuevo musical llamado La vampi, y protagonizado por Carol Channing, se estrenaría en Broadway dentro de poco tiempo.

Había leído este dato en la columna de teatro de un tabloide una mañana en el metro camino del trabajo, meses antes de salir para el ejército. En la columna se decía que Nita Naldi vivía recluida en un pequeño hotel de Broadway cuyo nombre no se mencionaba. En ese entonces Nueva York tenía unos 300 hoteles en el área de Broadway. Pasé horas enteras buscando en las páginas amarillas en la sala de redacción del Times, cuando no estaba ocupado en otra cosa. Apuntaba los teléfonos de los hoteles, y más tarde empecé a hacer llamadas desde uno de los teléfonos de la parte de atrás que los mensajeros podíamos usar, lejos del alcance de la vista de los oficinistas de Noticias Locales, amigos de hacer valer su autoridad sobre los mensajeros.

Telefoneé a unos ochenta hoteles en un período de cuatro días, pidiendo cada vez que me conectaran con la suite de la señorita Naldi, hablando siempre con un tono seguro que esperaba diera la impresión de que sabía que ella estaba alojada allí. Pero ningún hotelero había oído hablar jamás de ella. Hasta que llamé al hotel Wentworth y, para sorpresa mía, oí que un hombre me respondía con voz áspera: «Ajá, aquí está, ¿quién pregunta por ella?». Corrí en persona al hotel Wentworth.

A mi juicio, el teléfono es inferior únicamente a la grabadora en su capacidad de socavar una entrevista. En años de mayor madurez, en especial cuando hago giras publicitarias para algún libro mío, yo mismo he sido entrevistado por jóvenes periodistas que traen grabadoras; y mientras me acomodo a responder sus preguntas, los veo ahí, escuchando a medias, tranquilos porque saben que las rueditas de plástico están girando. Pero lo que obtienen de mí (y supongo que de sus otros interlocutores) no es la perla que resulta de la indagación profunda, el análisis perspicaz y mucho trajinar, sino más bien un primer boceto de lo que se me viene en mente, un diálogo a la ligera que muy a menudo reduce los encuentros a una suerte de charlas radiofónicas en letras de molde. En vez de lamentar esta moda, la mayoría de los directores la aprueba tácitamente, puesto que la entrevista grabada que se transcribe fielmente protege al periódico de entrevistados que pudieran alegar haber sido citados de mala fe; acusaciones que en estos tiempos de litigios irreflexivos y costos legales exagerados inquietan e incluso atemorizan a los editores más valerosos e independientes. Otra razón para que los directores acepten la grabadora es porque les permite obtener artículos publicables del montón de escritores independientes y superficiales, con tarifas de pago por debajo de las que esperan y merecen escritores con mayor entrega y ponderación. Con una o dos entrevistas y algunas horas de grabación, un periodista relativamente bisoño puede producir un artículo de 3.000 palabras que se apoye ampliamente en citas textuales y (dependiendo en gran parte del valor promocional del tema en el quiosco de revistas) recibir honorarios de escritor que van de unos 500 dólares a un poco más de 2.000; pago justo, teniendo en cuenta el tiempo y las habilidades invertidas, pero menos de lo que yo recibía por artículos de longitud y actualidad equivalentes cuando empecé a escribir para las mismas publicaciones nacionales, tales como la revista dominical del Times y Esquire, allá por los años cincuenta y sesenta.

El teléfono es otro instrumento inadecuado para las entrevistas, ya que, entre otras cosas, te impide aprender montones de cosas con sólo observar el rostro y la actitud de una persona, por no hablar del ambiente que la rodea. Creo también que la gente deja ver más de ella si estás presente en forma física; y que mientras más sincero sea tu interés, más probabilidades tendrás de obtener la colaboración de la persona.

El teléfono interno del hotel Wentworth, que sabía que tenía que usar para anunciarle mi llegada a Nita Naldi, no presentaba los mismos inconvenientes que podría tener un teléfono corriente: después de todo, yo estaría llamándola desde su propio edificio; ya estaría ahí, sería una presencia insoslayable.

—Hola, señorita Naldi —dije de entrada, habiéndole pedido a la operadora que me comunicara de una vez sin haberme presentado antes a nadie de la recepción, urbanidad que (recelando del carácter venal de esas personas) podría haber rebotado en contra mía—, soy un joven empleado del Times y estoy abajo en el vestíbulo del hotel y quisiera reunirme con usted durante unos minutos para charlar sobre un artículo para la revista dominical del diario.

—¿Dice que está abajo? —preguntó ella, con un deje de inquietud teatral—. ¿Cómo supo dónde vivía yo?

—Pues llamando a todos los hoteles de Broadway que pude.

—Debe de haberse gastado un dineral, jovencito —dijo ella, con voz más tranquila—. De todos modos no tengo mucho tiempo.

—¿Podría subir a presentarme, señorita Naldi?

Al cabo de una pausa, respondió:

—Bueno, dame quince minutos y sube. Habitación 513. ¡Ay, el cuarto está hecho un desastre!

Subí al quinto piso y no olvidaré nunca ese lugar. Ella ocupaba, con sus cuatro pericos, una pequeña suite, decorada como un plato cinematográfico de principios de siglo. Iba vestida de una manera que sin duda habría atraído al propio Rodolfo Valentino, acaso únicamente a él. Tenía las cejas oscuras y arqueadas, aretes largos y una bata larga, amén de un pelo negro azabache que estoy seguro se teñía todos los días. Sus ademanes eran exagerados, como tenían que serlo en los tiempos de la pantalla muda; y resultó ser muy entretenida. Tomé mis notas, regresé a mi apartamento después de la jornada laboral y me puse a escribir el relato, que quizás me llevó tres o cuatro días, y hasta más, acabar. Se lo entregué al editor de Dominicales, encargado de los temas de farándula, y le pedí la bondad de leerlo.

Me llamó a la semana para decirme que le gustaría sacar el artículo. Su respuesta señaló uno de los días más felices de mi juventud. La revista lo iba a publicar sin duda, me reiteró, añadiendo que no sabía cuándo exactamente. La plancha con los tipos esperó durante algunos meses. Pero al fin salió, el 16 de octubre de 1955, cuando yo prestaba servicio con el cuerpo de tanques en Fort Knox, Kentucky. Mis padres me enviaron un telegrama. Yo les correspondí llamándolos desde una cabina telefónica, a cobro revertido, y mi madre me leyó por el teléfono el artículo publicado. Comenzaba así:

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