Retratos y encuentros (34 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

El cementerio había sido fundado en los albores del siglo XX por un matrimonio amante de los animales que residía en Atlantic City y cuya costumbre de proveer de exequias y lápidas en el patio trasero a sus mascotas fallecidas había merecido la aprobación de los vecinos que poseían mascotas, seguida del deseo de dichos vecinos de compartir el espacio y los costos de su mantenimiento. Tras la muerte de la pareja original, el cementerio fue adquirido y ampliado por una mujer que frisaba los setenta y cinco cuando el guardián me la presentó; y de ella, sin tener que rogarle mucho, obtuve la cooperación que necesitaba para escribir el que esperaba que fuera a ser un largo y conmovedor artículo sobre el cementerio. La historia poseía los elementos que despertaban mi interés. Me unía con ella un vínculo personal. Su interés humano era de carácter perdurable. Y tenía lugar en un sitio recóndito que hasta entonces había eludido la atención de otros escritores o periodistas. Puesto que ya había cumplido mi obligación con el editor en relación con el refugio para animales de la isla (había escrito una breve nota sin firma anunciando la última campaña del director para recolectar fondos), estaba en libertad de presentar esta historia más interesante en un medio donde pudiera atraer más lectores; a saber, en el periódico Atlantic City Press. Un redactor de mesa del Press que me conocía por mis tareas deportivas me dio el nombre del editor de Área Suburbana, a quien debería enviarle el artículo; y a las dos semanas de haberlo puesto en el correo recibí su nota de aceptación, junto con un cheque por una suma lo bastante pasmosa para impresionar a mi padre por un tiempo: veinticinco dólares.

El artículo de dos mil palabras se imprimió con mi nombre en la parte de arriba de la sección de temas suburbanos, debajo de un titular a dos líneas y cuatro columnas acompañado de una imagen grande del campo tomada por un fotógrafo del diario. Aunque estaba a diez años del escueto estilo literario que aspiraría lograr en mi época de escritor para la revista Esquire, el texto del cementerio mostraba signos tempranos de mi todavía presente interés por suministrar a los lectores detalles precisos (El señor Hillelson le hizo a su perro Arno un funeral con diezportaféretros y un desfile de tres automóviles por las calles…), aunque también tenía su poquito de la sensiblería que me había transmitido la dueña del cementerio y a la que no me pude resistir (… mientras su perro bajaba a la fosa, el ciego anciano se levantó, exclamando: «¡Ay, Dios! ¡Primero te llevas mis ojos y ahora a mi perro!»).

La respuesta al artículo fue instantánea. Recibí numerosas llamadas telefónicas y cartas de felicitación de lectores de sitios tan lejanos como Trenton y Filadelfia, así como comentarios tanto del editor de
Área Suburbana
como del de mi isla, en los que sugerían que podía tener futuro en algún área del reporterismo o las letras. Ninguno de ellos había cursado estudios superiores, datos que yo les había sonsacado cuando empezó a ser claro que ése también sería mi destino. Pero en sus casos no había sido el «destino», según lo subrayaban: como tantos otros periodistas de su generación, habían rehuido la universidad por elección, en la creencia de que ésta imbuía cierto afeminamiento en una ruda profesión que en ese entonces estaba contagiada del espíritu farolero de la «Primera Plana», de reporteros que hablaban como detectives de la gran ciudad y que escribían a máquina, si acaso, con dos dedos.

No sé si me consolaba con aquellas imágenes en el balcón donde me agazapaba a escuchar mientras el director me describía como mal preparado para la universidad. Sólo me acuerdo, como dije anteriormente, de una vaga y persistente vergüenza por mi ínfimo prestigio académico, y la desilusión de que mis padres no cuestionaran el juicio que el director hacía de mí, cosa que me llevaba a preguntarme si a lo mejor no estarían sintiendo un alivio secreto: en cuanto al almacén, el asunto de la sucesión quedaba resuelto.

Cuando el director se hubo marchado y mis padres se pusieron a conversar en voz baja junto al mostrador, me dejé caer suavemente en la silla de mi padre y contemplé con desgana la ruta de repartos desplegada sobre el escritorio. Me quedé allí varios minutos, sin saber qué hacer, sin siquiera saber si mis padres sabían que estaba allá arriba; hasta que oí de pronto la voz de mi padre, que me llamaba del pie de la escalera.

—Tu director no es muy inteligente —dictaminó, sacándose un sobre del bolsillo del pecho y ordenándome que bajara a leerlo; y, esbozando una sonrisa, me dijo—: Vas a la universidad.

El sobre contenía una carta de admisión de la Universidad de Alabama. Me enteré después que hacía un mes mi padre había discutido mis tropiezos con un compañero de los rotarios a quien le hacía trajes, un doctor nacido en Alabama que practicaba la medicina en la isla desde mediados de los años veinte. Era además nuestro médico de cabecera y, para suerte mía, un influyente ex alumno de la Universidad de Alabama. Aparte de esto, su cuñada era mi profesora de mecanografía, cuya limitada pero elogiosa opinión sobre mis aptitudes representaba el voto de confianza más rotundo a que podía aspirar entre el profesorado local; y tal parecía que ella, junto con el doctor, habían escrito de manera tan positiva y convincente sobre mí al decano de Alabama, alegando que tenía un potencial de crecimiento mayor de lo que dejaban ver mis calificaciones del colegio, que fui admitido al curso de novatos de la institución.

A mi favor quizás jugaba también el interés que por esos días muchos planteles sureños tenían de traer a sus campus, blancos como azucenas y de cepa muy nativa, un poco de diversidad de fuera del estado, que abarcara a estudiantes de origen eslovaco, griego, italiano, judío, musulmán o cualquier otro, excepto negro. Mucho antes de que los términos «acción afirmativa» y «cuotas» para minorías se empezaran a usar, sentimientos de esa índole existían de modo no oficial en lugares como Alabama respecto a la descendencia de personas que el Klan definiría como ligeramente blancas; y creo que yo me beneficié de esa lenta tendencia hacia la tolerancia. Cuando leí la carta de mi padre, sin embargo, me di cuenta de que ignoraba dónde estaba Alabama; y cuando la encontré en un mapa, sentí alguna desazón por matricularme en una institución tan lejos del hogar. Pero en el puente del día del Trabajo, mientras muchos de mis compañeros bachilleres se disponían a dejar la isla con destino a un campus dentro del mismo estado o en los vecinos de Nueva York y Pensilvania, yo me alegraba de que fuera a estar tan lejos de ellos, en donde nadie me conocía. Nadie sabría quién era yo, quién había sido. Podía dar por quemadas mis calificaciones de secundaria. Podía empezar de nuevo, tener otra oportunidad. Mientras mis padres y mi hermana menor me acompañaban, en una tarde suave de principios de septiembre de 1949, más allá de las columnas de piedra de la estación de ferrocarril de Filadelfia, donde en breve subiría a uno de los vagones recubiertos de chapa a lo largo de los cuales había un letrero aerodinámico que decía: The Southerner, me imaginaba estar sintiendo lo que mi padre había sentido veinticinco años atrás cuando se marchó de Europa, a los diecisiete años, con rumbo a América. Yo era un inmigrante que empezaba una nueva vida en una nueva tierra.

El tren atravesó en la noche, traqueteando lentamente, el valle de Shenandoah en Virginia, las Carolinas, Tennessee, hasta la punta noroeste de Georgia. El coche estaba lleno de atractivos, amistosos y pulcros jóvenes de ambos sexos que conversaban cordialmente y no paraban de reír, y que viajaban con sus chaquetas de paño escocés y abrigos de lana de camello doblados de cualquier modo en los portaequipajes de encima, al lado de sus maletas cubiertas de pegatinas que rezaban: «Duke», «Sweet Briar», «Georgia Tech», «LSU», «Tulane», pero no, me alegró constatarlo, «Alabama». Aún seguía yo un rumbo singular.

No me quedé en el vagón cafetería, en cuyo suelo jugaba a los dados un grupo de jóvenes bulliciosos de unos veinticinco años, estudiantes del programa educativo para ex combatientes. Me enteré de esto cuando oí rezongar a dos botones negros por el alboroto; pero como ni el uno ni el otro hicieron nada para detenerlo, éste siguió durante las dieciocho horas que estuve a bordo. Pasé la mayor parte de ese tiempo mirando por la ventanilla el borroso paisaje nocturno, tratando de memorizar algunos de los extraños y mal iluminados nombres de estación de los pequeños pueblos por donde pasábamos; y como no podía dormir, leí algunos capítulos de Los jóvenes leones de Irwin Shaw (creo que haberme dejado ver dos veces con novelas de Irwin Shaw y John O’Hara en la clase de Inglés avanzado no me congració con la seguidora de Virginia Woolf que dictaba el curso), y también en el tren estudié el listado de títulos de la Universidad de Alabama, que había llegado la víspera de mi partida. Tenía pensado graduarme en periodismo. Aunque aún no estaba seguro de que ésa sería mi profesión, creía que matricularme en periodismo sería lo menos duro para mí en el sentido académico. Quería acaparar todas las oportunidades de seguir en la universidad y proteger mi dispensa de estudiante de las garras de la junta de reclutamiento.

Cuando el tren llegó a una población del oeste de Alabama llamada Tuscaloosa, donde fui el único pasajero en apearse, entregué las dos maletas de cuero agrietado que mi padre me había prestado a un negro que llevaba sombrero de copa y conducía una camioneta en la que rápidamente me llevó al que podía haber sido un escenario de Lo que el viento se llevó. Edificios señoriales de antes de la Guerra Civil se erguían dondequiera que miraba por las ventanillas de la camioneta, estructuras que formaban parte del sector más antiguo de la Universidad de Alabama. Algunos habían sido restaurados después de que las tropas de la Unión los hubieran asaltado e incendiado durante aquel conflicto. Ahora todos servían como aulas o como unidades residenciales o sociales para estudiantes, profesores y ex alumnos.

Mi dormitorio quedaba media milla más allá, construido en unas tierras bajas cerca de un pantano, lugar destinado a la expansión edificadora de posguerra que obedecía al crecimiento estudiantil ocasionado por el programa para ex combatientes. Mis aposentos eran pequeños, húmedos, y, como descubriría en breve, estaban penetrados por los olores selváticos que traía el viento desde una fábrica de papel situada fuera de los predios de la institución, en un desvío de la carretera principal. El dormitorio también se veía invadido todas las noches por los alumnos ex reclutas que regresaban de las cervecerías que prosperaban por fuera de los límites del condado «seco» que rodeaba el campus: juerguistas cantarines ansiosos de barajar los naipes y echar los dados con el mismo vigor que les había visto exhibir a los otros veteranos del vagón cafetería.

Pero en vez de molestarme con el alboroto de todas las noches (si bien contribuía poco a él, incluso después de que empecé a hacer amigos en las semanas siguientes), yo tenía más inclinación por aquellos hombres mayores que por mis contemporáneos. Acomodado en mi papel de observador y oyente, me gustaba ver jugar al blackjack y al gin rummy a los ex combatientes y oír sus historias de guerra, su idioma de cuartel, sus chistes verdes. Trasnochados y sin abrir casi nunca un libro, se levantaban todos los días para asistir a clase, o faltar a clase, sin asomo de temor por ir a suspender una materia…, actitud que los exponía a alguna que otra sorpresa. No todos los sobrevivientes de la guerra sobrevivían al primer año en la universidad.

Yo no seguía su ejemplo, claro, al faltarme en esos días confianza para mostrar despreocupación por nada. Pero la cercanía a esos hombres me hacía aflojar un poco, me salvaba de tener que compararme exclusiva y tal vez desfavorablemente con los de mi edad, y parecía producir un efecto positivo en mi salud y mis estudios. Mi acné desapareció casi del todo a los seis meses de haber llegado, cura, que podía atribuir a la atmósfera festiva del dormitorio y tal vez incluso al benéfico aunque apestoso olor que provenía de la planta de papel. Aprobé todas las materias del primer semestre, y a finales del curso tuve mi primera cita para tomar café, luego una para el cine y luego el primer beso francés con una rubia de segundo año venida de Birmingham. Estudiaba periodismo pero le esperaba un futuro en la publicidad.

Como estudiante de periodismo estaba con el promedio de la clase, incluso en los dos últimos años, en los que colaboré con el semanario de la universidad y trabajé como corresponsal en el campus para el Birmingham Post-Herald, de la cadena Scripps-Howard. Los profesores tendían a preferir el estilo reporteril del conservador pero muy fidedigno Kansas City Star, donde algunos de ellos habían trabajado como editores o redactores. Tenían pareceres muy definidos sobre lo que constituía una «noticia» y cómo presentar la información noticiosa. Las «cinco Ws»: who, what, when, where, why [quién, qué, cuándo, dónde, por qué] eran las preguntas que para ellos debían responderse de manera sucinta e impersonal en los primeros párrafos de un artículo. Como yo a veces me resistía a esa fórmula y trataba en cambio de comunicar la noticia a través de la experiencia personal del individuo más afectado por ella (influenciado sin duda más por los escritores de ficción que más me gustaba leer que por los adeptos a la no ficción «objetiva»), nunca fui el preferido del profesorado.

No debe inferirse, sin embargo, que hubiera animadversión entre nosotros o que yo fuera un estudiante rebelde. Ellos eran el reflejo de una época que antecedió al surgimiento de la televisión como fuerza dominante en el reportaje de noticias frescas. Yo reflejaba mi peculiar indecisión sobre quién y qué era importante. Al leer periódicos viejos y otras publicaciones anticuadas en la biblioteca de la facultad y en otras partes, como hacía a veces en los ratos de ocio, me parecía que en su mayoría las noticias impresas en las primeras planas eran histórica y socialmente menos reveladoras de su época que lo que aparecía en los anuncios publicitarios y los clasificados regados por las páginas del medio y del final. Los anuncios ofrecían bocetos detallados y fotografías que mostraban las modas imperantes en ese entonces, los modelos de carrocerías de los coches, dónde había apartamentos para alquilar y a qué precio, qué trabajos vacantes había para los empleados de oficina y los obreros; mientras que las primeras páginas se ocupaban principalmente de las palabras y hechos de personajes aparentemente importantes que ya habían dejado de serlo.

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