Retratos y encuentros (31 page)

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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

Ya se escuchaba el ajetreo de la plaza: el tintineo de los carros tirados por caballos, los pregones de los vendedores de comida, las voces de los compradores que recorrían la calle empedrada frente al umbral de la tienda de Cristiani. Acababan de abrir las cortinas del negocio, y mi padre y otro aprendiz estaban apostados afuera con instrucciones de entrar a dar aviso en cuanto avistaran el coche del señor Castiglia.

Adentro los sastres formaban fila detrás de Cristiani, fatigados y hambrientos y nada cómodos en sus pantalones de difuntos con rodillas en punta de alas. Pero el miedo y la ansiedad por la próxima reacción del señor Castiglia frente a su traje de Pascua dominaban las demás emociones. Cristiani, por el contrario, se veía más tranquilo que de costumbre. Además de los recién adquiridos pantalones marrones, cuyos dobladillos le rozaban los zapatos protegidos con botines, llevaba un chaleco de solapas grises sobre una camisa a rayas con cuello blanco redondeado, adornada con una corbata color burdeos y un alfiler de perla. En la mano, en un gancho de madera, sostenía el terno gris en espina de pez del señor Castiglia, prendas que, instantes atrás, había cepillado suavemente y planchado por última vez. El traje aún estaba tibio.

A las cuatro y veinte minutos mi padre entró corriendo por la puerta y, con voz chillona que no disimulaba el pánico, anunció:
«Sta arrivando!»
. Un coche negro tirado por dos caballos paró con mucho ruido delante de la tienda. Después de que el cochero, armado de escopeta, se apeara de un salto a abrir la portezuela, la morena y robusta figura de Vincenzo Castiglia bajó los dos peldaños hasta la acera, seguida de la de un tipo delgado, con un sombrero de ala ancha, capa larga y botas con tachones.

El señor Castiglia se quitó el sombrero Fedora gris y se limpió con un pañuelo el polvo de la carretera. Entró a la tienda, donde Cristiani se adelantó solícito a saludarlo y, levantando el gancho con el traje nuevo, proclamó:

—¡Su espléndido traje de Pascua está esperándolo!

Tras saludar de mano, el señor Castiglia examinó el traje sin decir palabra. Después de rechazar cortésmente la oferta de Cristiani de una copita de whisky o vino, mandó a su guardaespaldas que le ayudara a quitarse la chaqueta para probarse sin más dilaciones su atuendo de Resurrección.

Cristiani y los otros sastres aguardaban callados allí cerca, viendo cómo la funda del arma atada al pecho del señor Castiglia bailaba con sus movimientos al extender los brazos y recibir sobre los hombros el chaleco de solapas grises, seguido de la chaqueta de hombros anchos. Tomó aire después de abotonarse el chaleco y la chaqueta, y se dirigió hacia el espejo de tres cuerpos que había al lado del probador. Se recreó con su reflejo desde todos los ángulos y al fin miró a su guardaespaldas, el cual le hizo un gesto de aprobación. El señor Castiglia comentó, con voz de mando: «Perfetto!».

—Mille grazie —le respondió Cristiani, haciendo una leve inclinación mientras sacaba con cuidado los pantalones del gancho y se los pasaba al señor Castiglia.

Excusándose, el señor Castiglia entró al probador. Cerró la puerta. Algunos sastres empezaron a pasearse de un lado a otro por la tienda, pero Cristiani se quedó cerca, silbando entre dientes. El guardaespaldas, todavía con el sombrero y la capa puestos, se había acomodado en una silla, con las piernas cruzadas, a fumarse un puro delgadito. Los aprendices se apiñaban en el cuarto de atrás, donde nadie los viera, a excepción de mi azorado padre, que seguía en la tienda, atareándose en arreglar una y otra vez pilas de géneros sobre el mostrador, mas sin quitar el ojo del probador.

Nadie musitó palabra durante más de un minuto. Sólo se oían los ruidos que producía el señor Castiglia mientras se cambiaba de pantalones. Primero se escucharon los golpes de los zapatos al pegar en el suelo. Luego, el leve crujido sibilante de las perneras que se estiran. En cuestión de segundos, un sonoro topetazo contra el tabique de madera cuando aparentemente el señor Castiglia se paró en una pierna y perdió el equilibrio. Después de un suspiro, una tosecilla y el chirrido del cuero del calzado…, más silencio. Pero por fin, súbitamente, una voz bronca bramó del otro lado de la puerta:

—¡Maestro! —y más alto aún—: ¡MAESTRO!

Se abrió de golpe el cerrojo, dejando ver el ceño fruncido y la figura encorvada del señor Castiglia, que señalaba con los dedos sus rodillas dobladas y el diseño de alas de los pantalones. Con un andar de pato se le acercó a Cristiani y soltó un berrido: «Maestro, che avete fatto qui?»: ¿qué ha hecho aquí?

El guardaespaldas pegó un salto, mirando con enfado a Cristiani. Mi padre cerró los ojos. Los sastres retrocedieron. Pero Francesco Cristiani seguía erguido e inmóvil, sin siquiera perder la compostura cuando la mano del guardaespaldas se movió debajo de la capa.

—¿Qué ha hecho? —volvió a decir el señor Castiglia, todavía encogido de rodillas, como si tuviera trabadas las articulaciones.

Cristiani lo miró en silencio por unos instantes; hasta que al fin, en el tono autoritario del maestro que reconviene a un alumno, le contestó:

—¡Ay, cuánto me decepciona! Qué triste y ofendido estoy por su incapacidad de apreciar el honor que trataba de otorgarle porque creía que lo merecía… pero, triste es saberlo, yo me equivocaba… —y antes de que el atónito Vincenzo Castiglia pudiera abrir la boca, Cristiani prosiguió—: Exige usted saber qué les he hecho yo a sus pantalones; sin darse cuenta de que lo que hice fue introducirlo a usted en el mundo moderno, donde pensaba que debía estar. Cuando usted entró por vez primera el mes pasado a esta tienda para tomarse las medidas, parecía muy diferente a las gentes atrasadas de esta región. Tan sofisticado. Tan individualista. Usted ha viajado a América, según cuenta, y ha visto el Nuevo Mundo, y yo supuse que estaba al corriente del espíritu de libertad contemporáneo… pero lo juzgué mal, muy mal… Los trajes nuevos, ¡ay!, no rehacen al hombre que va por dentro…

Arrebatado por la grandilocuencia, Cristiani se volvió hacia su sastre más antiguo, el que se hallaba más cerca, y de manera irreflexiva le recitó un viejo proverbio del sur de Italia, aunque se arrepintió de haberlo dicho en cuanto las palabras salieron de su boca.


Lavar la testa al'asino è acqua persa
—canturreó Cristiani: lavarle la cabeza al asno es desperdiciar el agua.

Un silencio pasmado se extendió por la tienda. Mi padre se acurrucó detrás del mostrador. Los sastres de Cristiani, horrorizados con su provocación, temblaban boquiabiertos al ver que el rostro del señor Castiglia se ponía rojo y que sus ojos se estrechaban; y nadie se habría sorprendido si el siguiente ruido hubiera sido el estallido de un arma. De hecho, el propio Cristiani bajó la cabeza y pareció resignarse a su suerte… pero, cosa extraña, habiendo llegado ya al punto de no retorno, Cristiani repitió temerariamente sus palabras: «Lavarla testa…».

El señor Castiglia no respondía. Farfullaba, se mordía los labios, pero no decía una palabra. Tal vez, no habiendo sido tratado con semejante atrevimiento por nadie nunca antes, y mucho menos por un sastre diminuto, el señor Castiglia estaba demasiado atónito para actuar. Hasta el guardaespaldas parecía paralizado, con la mano metida todavía en la capa. Pasados otros segundos de silencio, los ojos del rostro cabizbajo de Cristiani se alzaron de manera indecisa… y vieron al señor Castiglia ahí de pie, con los hombros caídos, un poquito abatida la cabeza y los ojos vidriosos y compungidos.

Entonces el señor Castiglia miró a Cristiani, con una mueca de dolor. Finalmente, habló:

—Mi difunta madre recitaba ese dicho cuando la hacía enfadar —le confió por lo bajo el señor Castiglia; luego, tras una pausa, añadió—: Murió cuando yo era un niño…

—Oh, cuánto lo siento —dijo Cristiani, mientras la tensión disminuía en el lugar—. Eso sí, espero que acepte mi palabra de que tratamos en efecto de hacerle un bello traje de Pascua. Sólo que yo estaba muy desilusionado de que sus pantalones, confeccionados a la última moda, no le hubieran gustado.

Mirándose nuevamente las rodillas, el señor Castiglia preguntó:

—¿Esto es la última moda?

—Sí, efectivamente —le aseguró Cristiani.

—¿Dónde?

—En las grandes capitales del mundo.

—Pero ¿no aquí?

—Todavía no —le dijo Cristiani—. Usted es el primero entre los caballeros de la región.

—¿Y por qué la última moda en esta región tiene que empezar conmigo? —preguntó el señor Castiglia, con voz que ahora sonaba vacilante.

—Oh, no, en realidad no ha empezado con usted —lo rectificó prontamente Cristiani—. Los sastres ya adoptamos esa moda —dijo, alzándose una pernera por la rodilla—: Véalo usted mismo.

El señor Castiglia bajó la vista y examinó las rodillas de Cristiani; y al darse la vuelta para inspeccionar todo el recinto, vio cómo los otros sastres, uno tras otro, levantaban una pierna y, con una inclinación, señalaban las ya familiares alas del ínfimo pajarito.

—Ya lo veo —dijo el señor Castiglia—. Y veo también que le debo presentar mis disculpas, maestro —prosiguió—. A veces un hombre tarda en apreciar lo que está de moda.

Por último, tras estrecharle la mano a Cristiani y saldar la cuenta (pero sin cara de querer quedarse un momento más en ese sitio donde había puesto de manifiesto su inseguridad), el señor Castiglia llamó a su obediente y mudo guardaespaldas y le entregó el traje viejo. Luciendo el traje nuevo y habiéndose ladeado el sombrero, el señor Castiglia enfiló hacia su carruaje, a través de la puerta que mi padre había abierto de par en par.

Orígenes de un escritor de no ficción

Vengo de una isla y una familia que reforzaron mi identidad de estadounidense marginal, de extraño, de forastero en mi país natal. Pero aunque eso bien puede haber dificultado mi incorporación en la cultura establecida, también me guió por esa senda tan descarriada como interesante que les es familiar a tantas personas inquisitivas que terminan siendo escritores.

Soy de ascendencia italiana. Soy hijo de un sastre severo pero caballeroso de Calabria y de una madre italoamericana amable y emprendedora que dirigía con éxito el negocio familiar de prendas de vestir. Fui educado por monjas y sacerdotes católicos irlandeses en una pobre escuela parroquial de la isla de mayorías protestantes de Ocean City, frente a las costas del sur de Nueva Jersey, donde nací en 1932.

Esta comunidad azotada por los vientos y la arena había sido fundada en 1879 a guisa de retiro religioso por un grupo de pastores metodistas deseosos de asegurar la presencia de Dios en la playa, de proteger el verano de la corruptora exposición de la carne y de eliminar las tentaciones del alcohol y demás espíritus malignos que ellos veían revolotear a su alrededor con igual libertad a la de los mosquitos de marismas de la vecindad. Aunque estos sobrios pastores no coronaron todos sus virtuosos anhelos, sí consiguieron infundir en la isla un sentido Victoriano del recato y la hipocresía que ha subsistido hasta el día de hoy.

La venta de licor aún se prohíbe. La mayoría de los negocios cierran el domingo. Las agujas de las iglesias descuellan en el límpido cielo azul. En el centro de la población hay unas casas blancas recargadas de ornamentación, con amplios pórticos y torrecillas y cresterías que conservan el aspecto de la Norteamérica del siglo XIX. En mi juventud, una joven voluptuosa que se paseara por la playa en un bikini delgado podía producir miradas de moderada reprobación por parte de las dignas señoras del lugar, aunque no de los hombres maduros que ocultaban su interés detrás de unas gafas de sol.

En este entorno, donde la sensualidad y el pecado guardan siempre un delicado equilibrio, yo cultivaba una curiosidad desenfrenada que coexistía con mi sexualidad adormecida por las monjas. A menudo salía después de la cena a recoger almejas con mis amigos de la infancia, pero a veces me dirigía solo hacia las escolleras de la playa, a cuyo abrigo las más enardecidas parejas juveniles de la isla se besuqueaban todas las noches. Más adelante, sin embargo, me atuve a las normas de cama de mi escuela parroquial: dormía boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho y cada mano descansando en el hombro opuesto, postura supuestamente pía que hacía imposible la masturbación. Al amanecer ayudaba a misa en mi calidad de acólito de un padre que olía a whisky, y después de la escuela servía de recadero en la tienda de ropa de la familia, que atendía a decorosas mujeres de generosas figuras y fortunas. Eran las esposas de los pastores, las esposas de los banqueros, las jugadoras de bridge, las correveidiles. Eran las damas enguantadas de blanco que en verano evitaban la playa y el paseo marítimo para derrochar en cambio considerables cantidades de tiempo y de dinero en sitios como la tienda de mis padres, donde, bajo el rumor apagado de los ventiladores y la atención solícita de mi madre en los vestidores, se probaban las prendas de vestir al tiempo que aireaban sus vidas privadas y los sucesos y desventuras de sus amistades y vecinos.

La tienda era como un programa de entrevistas que se desarrollaba en torno a la afable actitud y las oportunas preguntas de mi madre; y siendo yo un niño no mucho más alto que los mostradores detrás de los cuales solía detenerme a escuchar a escondidas, aprendí muchas cosas que me serían útiles años después, cuando empecé a entrevistar a personas para mis artículos y libros.

Aprendí a escuchar con paciencia y cuidado y a no interrumpir nunca, ni siquiera cuando las personas parecían encontrarse en grandes apuros para darse a entender, ya que en esos momentos de titubeos y vaguedad (enseñanza que obtuve de las habilidades para prestar oído de mi paciente madre) la gente suele ser muy reveladora: lo que vacilan en contar puede ser muy diciente. Sus pausas, sus evasivas, sus cambios de tema repentinos son probables indicadores de lo que los avergüenza, o los molesta, o de lo que consideran demasiado íntimo o imprudente como para dejárselo saber a otra persona en ese determinado momento. No obstante, también oí a muchas personas hablar francamente con mi madre sobre lo que antes habían evitado, reacción que a mi juicio tenía menos que ver con la naturaleza inquisitiva de mi madre o las preguntas que les formulaba con prudencia, que con la forma gradual en que la iban aceptando como un sujeto leal en el que podían confiar. Las mejores dientas de mi madre eran mujeres que no necesitaban tanto trajes nuevos como satisfacer la necesidad de comunicarse.

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