Riesgo calculado (33 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

El código de acceso había sido aceptado por el sistema, por lo tanto Susan sabía que la transferencia era legal. Así pues, introdujo los datos para preparar los impresos de cobro y abono, los imprimió, puso el sello de conformidad, los unió con un clip y los metió en un sobre de seguridad para la recogida de las diez.

—La razón no es cosa mía —dijo en voz alta, y pasó a la siguiente transferencia que aparecía en la pantalla.

A las diez, la sala de transferencias estaba medio llena de operadores que habían llegado tarde. La repartidora de correo llegó con su carrito y se detuvo ante la puerta de doble batiente.

—¿Algo que recoger? —preguntó.

Susan cogió los sobres donde había metido las hojas de transferencia, los cerró y selló y se dirigió hacia la puerta.

—No hay gran cosa —se disculpó—. A la gente le cuesta ponerse en marcha después de las vacaciones de Navidad.

—Desde luego —convino la repartidora—. Tenemos que trabajar, pero a los supervisores se les han pegado las sábanas.

La chica firmó el recibo de los sobres, los arrojó al interior de su cesto y empujó el carrito en dirección a los ascensores.

En Movimiento de Efectivos, Johnny Hanks, el administrativo de débitos, abrió los sobres que contenían las transferencias de las diez. Le llevó menos de media hora introducir todos los débitos y abonos en su máquina de lectura y entradas. Llevaba unos auriculares conectados a su walkman Sony, sujeto a la cintura, y escuchaba a Guns 'N Roses, con lo cual sofocaba el ruido de la gran máquina y sus hileras de cajetines de recepción. Hanks sacó las hojas de transferencias del cajetín, le puso una etiqueta de control del total y ató el montón con una cinta de goma. Luego lo dejó caer en un carrito de recogida que tenía al lado.

Las chicas de la sala de transferencias debían de estar aún dormidas, pensó.

Deberían haber recogido más transferencias en el primer lote de ese día que ningún otro día del año, pero el total no llegaba siquiera a los tres millones de dólares, y muchas de las transferencias eran realmente pequeñas.

«¡Mierda! —se dijo, siguiendo el ritmo del heavy metal—. Nosotros tenemos que llegar al amanecer y sumergimos en este ruido infernal, mientras que las operadoras de las transferencias están sentadas ante silenciosos teclados, limándose las uñas y contándose chismes». En serio, le sentaba como un tiro en el estomago.

En las profundidades del edificio sin señas identificativas de la calle Market había una cámara acorazada a prueba de bombas e incendios, toda clase de medidas de seguridad y dieciséis hectáreas de extensión atiborradas, de pared a pared, de millones de dólares en reluciente
hardware
y equipamiento. El letrero de la puerta rezaba PROCESAMIENTO INTERNACIONAL. Era allí donde se llevaban a cabo todos los movimientos de efectivos del banco.

A las tres de la tarde de cada día, cuando las oficinas del banco cerraban, aquel lugar cobraba vida. Al llegar la media noche del 28 de diciembre, se había convertido en una casa de locos, en un tempestuoso mar subterráneo de cuerpos en movimiento y papeles volando, trabajando a contrarreloj para cumplir el plazo legal según el cual los bancos debían registrar todas las transacciones antes de poder abrir a las nueve de la mañana del día siguiente.

El departamento de Procesamiento Internacional no dejaba jamás de trabajar. No había error, avería, fuego, tormenta o terremoto al que se le permitiera interrumpir, o incluso retrasar, la producción. Había sistemas auxiliares, otros de seguridad, suministros eléctricos adicionales y, por si alguien olvidaba las prioridades en caso de emergencia, que tanto se habían ensayado, un gran cartel en la pared del fondo en el que se leía: ¡LOS PAPELES PRIMERO! Después de todo, el papel era dinero.

A las doce y diez de la noche llegó una cabecera de lote tras pasar por la enorme clasificadora y compaginadora, seguida por un ticket de débito y abono que registraba la transferencia recibida aquella mañana desde el Banco Comercial Nacional de Arabia Saudí. Aquella transferencia había sido revisada y aprobada en al menos cuatro sitios diferentes del banco antes de llegar allí.

Los tickets se introducían en una máquina lectora y la información de las transferencias se escribía en cinta magnética. Cuando la cinta estaba llena, un operador la sacaba de la unidad, le pegaba una etiqueta y la colocaba en un estante.

Unos minutos más tarde llegó el mensajero, la recogió y la metió en su carrito.

—¿Cuánto falta para esta tanda? —le preguntó al operador.

—Unas cuantas cintas más. Unos quince o veinte minutos —le contestó.

El mensajero, con su carrito lleno de cintas de transferencias por cable, cogió el ascensor hasta la planta inmediatamente superior, donde unos hombres apilaban contra la pared cajas llenas de cintas y disquetes. Junto a las puertas de acero del otro extremo, los transportistas cotejaban las cajas con los papeles de resguardo y luego sacaban las cajas en carretillas apiladas de cuatro en cuatro para cargadas en el camión.

—Si esperáis un rato, muchachos —les gritó el mensajero desde lo alto de la rampa—, podréis llevaros la última tanda de débitos y abonos antes de iros.

Los transportistas asintieron y salieron a fumar un cigarrillo mientras esperaban.

A la una de la madrugada, lejos, al otro lado de la ciudad, el centro de cálculo del Banco del Mundo dio permiso de entrada al empleado del muelle que había descargado el camión. Este subió la carretilla cargada de cajas por la rampa. Un guarda de seguridad comprobó el ticket de entrega que había sobre la caja y le indicó al empleado del muelle que se dirigiera a la ventanilla. El hombre descargó la carretilla y esperó a que el archivador de cintas que había tras la ventanilla le hiciera el recibo.

—Vaya —dijo el archivador—, ya era hora. Hace horas que lo esperábamos. —Luego cogió un micrófono, que difundió su voz por la enorme sala de máquinas que había en el interior, y anunció—: Preparados para movimiento de efectivos. Treinta y siete ficheros. ¡Nos llevará toda la noche, chicos!

Los lamentos se dejaron oír por la sala de máquinas. Segundos más tarde sonó el teléfono en la ventanilla del archivador, justo cuando éste acababa de rellenar el recibo y se lo tendía al empleado del muelle. Era Martinelli, el supervisor del turno de noche.

—Dile a ese idiota del muelle que intente hacerles entender a sus transportistas que no deben pararse a tomar café cuando tienen trabajo para doce horas en el camión y nosotros solo disponemos de seis para realizarlo.

El chasquido del teléfono al ser colgado retumbó en el oído del archivador, que le sonrío irónicamente al empleado del muelle.

—Supongo que lo habrá oído tan bien
como yo
—le dijo. Luego colocó las cajas en la amplia carretilla plana y las introdujo en el centro de cálculo.

MARTES, 29 DE DICIEMBRE

A las nueve de la mañana, un joven programador de cabellos rubios y revueltos se sentó frente a una terminal del centro de cálculo. La planta estaba prácticamente desierta y las pocas personas que llegaban y se quitaban los abrigos no parecieron percatarse de su presencia cuando conectó la terminal y ejecutó el procedimiento de entrada en el sistema.

El joven sacó una lista arrugada del bolsillo y, tras comprobar los números, entro en el fichero de cuentas de clientes para revisar el saldo de algunas cuentas. La primera era una cuenta nueva abierta a nombre de Frederick Fillmore, que tenía un saldo de apertura de ochocientos dólares.

Tavish sonrió y revisó algunas cuentas más rápidamente. Los miles de cuentas hacia las que había desviado parte de las transferencias recibidas utilizando la «técnica del salami»
[8]
debían de alcanzar la suma, hasta ese momento al menos, de más de un millón de dólares..

Era la mañana del 30 de diciembre cuando Said al-Arabi abría la puerta de la sala del télex en el Banco Comercial Nacional de Arabia Saudí. Lo primero que hizo fue entrar en el sistema de la terminal para comprobar si había llegado algún mensaje por la noche.

Había un mensaje ya impreso; así que arrancó el papel de la impresora y lo leyó:

De: Banco del Mundo, San Francisco, California, USA

A: Sala de télex, Banco Comercial Nacional, Riad, Arabia Saudí

Mensaje: Ref: Su cable para transferir $USA de fecha 25-12-Xx. Depósito no realizado. Stop. Transmisión indescifrable. Stop. Por favor, retransmita. Stop. Repito. Depósito no realizado. Stop. Cable ilegible. Stop. Por favor, retransmita.

Fin.

Said al-Arabi suspiró.

El problema era que, en Arabia Saudí, las malditas líneas telefónicas no valían para nada. La mitad de las veces las líneas del desierto quedaban enterradas por tormentas de arena. ¿Cómo pretendían que el banco realizara negocios en todo el mundo si utilizaban unos condenados conductores de camellos para reparar las líneas?

Said al-Arabi se dirigió al archivo, abrió el cajón, que estaba cerrado con llave, y sacó la hoja correspondiente a la transferencia que había efectuado al Banco del Mundo cuatro días antes. Luego recordó que probablemente los bancos americanos estarían cerrados por las vacaciones de Navidad. Lo único que podía hacer era retransmitir el mensaje y esperar que no tuvieran que pagar intereses por retrasarse en el pago de la hipoteca.

Se sentó de nuevo para enviar el cable. Era improbable que el dinero se recibiera antes de otras cuarenta y ocho horas, pensó. Las nueve de la mañana en Arabia Saudí eran las siete de la tarde del día anterior en San Francisco. El Banco del Mundo había cerrado varias horas antes.

La subasta

¡El oro es algo maravilloso! Quien lo posee es dueño de todo lo que desea. Con oro se puede incluso hacer que las almas entren en el cielo.

CRISTÓBAL COLÓN

Cuando entré en la oficina el lunes por la mañana, Pearl estaba sentada sobre mi mesa con las piernas cruzadas, contemplando la bahía de un deslumbrante azul turquesa y el esbelto puente plateado que se extendía en la distancia.

—Bueno, bueno, bueno —dijo maliciosamente cuando dejé caer mis cosas y me situé al otro lado de la mesa para repasar el correo—. Las diez y media es un poco tarde, incluso para ti, ¿no? No has estado en casa este fin de semana. Te he llamado.

—¿No es ese vestido un poco escotado, incluso para ti? —repliqué—. ¿O se trata de un nuevo enfoque para progresar en tu carrera?

—Si alguien ha iniciado un nuevo camino este fin de semana, al parecer has sido tú. —Pearl rió—. Las aventuras amorosas mejoran el cutis, corazón, ¡y tú tienes todo el aspecto de haber seguido un tratamiento de siete días en La Costa!

—Esta conversación me parece totalmente impropia del lugar en que nos hallamos —le dije, al tiempo que rasgaba un sobre.

—Seguro. ¿Qué lugar sería más apropiado? ¿Entre sábanas de raso, embadurnada de aceites corporales o sumergida en un baño caliente?

—He pasado el fin de semana en profunda meditación —le asegure.

—Desde luego, él está buenísimo —prosiguió Pearl—. ¡Y mientras, yo dándote consejos sobre cómo pasar el rato en Nueva York! Pero Tavish me ha dicho que realmente fuisteis al centro de cálculo la otra noche, cuando nos dejasteis. Los programas funcionaban perfectamente esta mañana. Supongo que estabais demasiado preocupados para llamarnos y decírnoslo.

—¿Te gustaría saber qué he estado haciendo en realidad este fin de semana? —le pregunté, acercándome a la puerta para cerrada—. Te interesa enterarte, ya que puede afectar a toda tu carrera.

—¿Qué carrera? —preguntó Pearl amargamente—. Después de tu pequeño
téte-a-tete
con Karp la semana pasada, mi carrera ha bajado a las penumbras del lavabo. Mi querido jefe parece creer que todo está decidido, que tú me encontrarás otro trabajo para que me pueda despedir sin previo aviso y que me iré tranquilamente del banco sin pestañear siquiera.

—Así es, lo he encontrado y te irás tranquilamente —contesté, sentándome al otro lado de la mesa donde ella se hallaba sentada—. No es una broma, Pearl. Además, todos nos iremos del banco antes o después. Sólo es cuestión de tiempo.

—Muy bien. «¿Hay vida después de la banca?» y todo eso —dijo ella—. Pero aún no estoy preparada para levar anclas. ¿Qué eres tú, mi asesor o algo parecido?

—He hecho un trato este fin de semana, con Tor, para ser exactos. Resulta que su parte de la apuesta es un poco más compleja de lo que yo había pensado.

—Seguro —dijo Pearl, sonriendo maliciosamente.

—Para decido en pocas palabras —la interrumpí—, él tiene el trabajo perfecto para ti, algo para lo que se requiere una persona de tus habilidades.

—Le enseñaré mis habilidades si él me enseña las suyas-replicó con una mueca. Cuando vio que yo no mordía, añadió.—: ¿A qué tipo de habilidades te refieres?

—A dos. La primera, el mercado de divisas. Sabes tanto de eso, creo, como cualquiera en el negocio.

—¿Y la segunda? —inquirió Pearl.

—Gastar dinero —respondí.

Era extraño. Hacía doce años que conocía a Tor, que lo conocía tan bien como se podía conocer a un hombre como él. Pero después de pasar un fin de semana juntos, me di cuenta de que en realidad no lo conocía en absoluto.

Al igual que yo, mantenía una parte de él en secreto, contenida, oculta a la curiosidad de los demás, exactamente como aquella oficina semejante a un útero que ocupaba doce años antes. ¿Qué ocultaba? Su pasión, lo había llamado él. Pero yo sabía realmente que no se refería únicamente a hacer el amor.

Algo había cambiado —no sólo entre nosotros, sino dentro de nosotros— en los tres días que Tor y yo pasamos en aquella isla. Era como si nos hubieran metido juntos en un ciclotrón para reordenar nuestras moléculas, de modo que cada uno de los dos contuviera una parte del ser del otro. No era preciso conocer a otra persona cuando ya se formaba parte de ella. Pero existía un insufrible deseo por la otra mitad. ¿No era así como definía Platón el amor? La añoranza que siente el alma por la parte que le falta, que perdió en algún lugar de las nubes primigenias del tiempo.

Ese sentimiento hacía muy difícil la vuelta al trabajo. Contemplaba la bahía, tratando de analizar aquellas extrañas emociones, cuando Peter-Paul Karp entró en mi despacho.

—¡Banks, está mirando por la ventana! ¿Le ha ocurrido algo? —preguntó sorprendido.

—A mí no. Pero ha ocurrido algo —contesté, recobrándome y poniéndome a ordenar mi mesa. Sólo me faltaba que el cerebro se me reblandeciera más que el de Karp—. ¿Recuerda aquel problema del que hablamos el otro día? —le pregunté—. Creo que tengo la solución.

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