Riesgo calculado (34 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

—¿En serio? —dijo, acercando una silla.

—He recomendado a Pearl para el seminario Forex, el Consorcio de Tratantes de Divisas —le conté—. Se celebra en primavera y dura tres meses. Tendrá que darle una excedencia para ir y autorizar que le paguen los gastos.

—Una excedencia —dijo—. Eso significa que el banco tendría que darle un empleo cuando volviera, pero no necesariamente en mi departamento, ¿no es así?

—Cierto. El simposio empieza el próximo domingo en Nueva York.

Empujé los documentos hacia el lado opuesto de la mesa para que los firmara.

—Banks, pondré en marcha los trámites de inmediato —afirmó, garabateando su nombre en los impresos de aprobación. Y mis más rendidas gracias. Creo que Willingly se equivoca completamente en todo lo que dice de usted.

Aunque me moría de ganas de saber exactamente qué era, me mordí la lengua. Tenía peces más importantes que pescar y no se podía decir que Karp fuera el último del estanque.

—Quizá le sorprenda con otra noticia —dije—, si puede guardarme el secreto. Mi proyecto está a punto de concluir. Podré devolver a Tavish a su departamento dentro de unas pocas semanas.

U n poco más de jabón y caería de lleno en la bañera.

—Pero, eso es más de lo que yo esperaba… —balbuceó Karp.

—Se lo debo —le aseguré—. Después de todo, fue usted quien me proporcionó aquella información. Y con Kiwi tratando de robamos a Tavish a los dos…

—¿De qué está hablando? —preguntó Karp, al tiempo que su expresión se ensombrecía.

—Dios mío, estaba segura de que lo sabía. Kiwi invitó a Tavish a comer la semana pasada y le dijo que iría a trabajar para él, no para usted —le expliqué.

El rostro de Karp se tornó de un precioso color rojo.

—Así que Willingly está tratando de jugar a dos bandas —siseó.—No sé cómo agradecerle que me lo haya dicho.

Karp estaba a medio camino de la puerta cuando añadí:

—No dirá que no le advertí sobre Kiwi, Peter-Paul. Pero le sugiero que deje creer a todo el mundo que la idea de lo de Pearl ha sido suya. No nos gustaría que dijeran que hemos conspirado a espaldas de nadie, aunque a nosotros nos lo hayan hecho.

—Se habrá ido a finales de semana —me aseguró, ya en la puerta.

Por la expresión agitada de su rostro comprendí que la semilla de la duda que había plantado no necesitaría demasiada agua para convertirse en una saludable desconfianza hacia todos los que le rodeaban, en especial hacia Kiwi. Eso era, sin duda, lo que más me convenía.

Esa noche canté el grito de batalla de las Valquirias mientras bajaba en el ascensor hacia el parking, donde me esperaba Pearl.

—¿Qué demonios significa «hou-you-tou-hou»? —me preguntó cuando subía al coche—. Parece un encantamiento de vudú.

—Un mantra para darte buena suerte en tu viaje —le contesté—. Esta tarde he hecho un trato con tu jefe, Karp.

—¡Estás loca! —exclamó—. Con las dos caras que tiene ese desgraciado podría pasar por hermanos siameses. Debía de haberme figurado que se cocía algo; se ha pasado todo el día sonriéndome. Me encantaría borrarle esa sonrisa maliciosa tirándole un taco de calendario a la cara. ¿Qué tipo de trato has conseguido?

—Financiero —expliqué, mientras subíamos por la rampa—. Va a pagar las facturas de tu nuevo trabajo. Pero creo que le sorprenderá comprobar que hay alguien que tiene la lengua tan viperina como la suya.

—¿Le has mentido?

—Me temo que sí. Le he hablado de unos impresos de autorización para el Consorcio de Tratantes de Divisas. Estaba tan excitado por librarse de ti durante los próximos tres meses que hubiera firmado cualquier cosa. Lo que ha hecho en realidad es aprobar que el dinero del banco se utilice para enviar a unos traficantes de cocaína a Hong Kong, a pasar una temporada sin hacer nada concreto. Al menos eso es lo que dicen los documentos. Sólo por si sigue respirando encima de mí como hasta ahora.

Pearl se llevó la mano a la boca y rió cuando llegamos a la cuesta de la calle California y nos dirigimos a Russian Hill.

—Entonces, si no me vas a enviar al Forex durante tres meses, ¿de qué vamos a hablar durante la cena? —inquirió.

—Quería explicarte en qué consiste realmente tu nuevo trabajo —le dije, sonriendo para mis adentros al pensar en lo que Tor y yo habíamos ideado—. Creo que te gustará… alojarte con unos amigos míos en un ático de Park Avenue.

—¿De los de traje de franela gris? ¿O acaso has mejorado en estos últimos años?

—Nobleza europea, o su variante francesa. Podrás hablar tu lengua materna para satisfacer tu corazoncito mientras lo aprendes todo sobre el negocio familiar.

—¿Qué es…?

—Tengo entendido que acuden a gran número de subastas-le dije.

DOMINGO, 10 DE ENERO

A la una de la tarde, una gran limusina negra salió del parking subterráneo de un edificio de apartamentos de la parte alta de Park Avenue.

En el asiento de atrás viajaban dos mujeres, tan exageradamente vestidas y enjoyadas que parecían prostitutas de lujo. Se dirigían a las galerías de subasta Westerby-Lawne, de Madison Avenue.

—Hábleme de su hija Georgian —le pidió Pearl a Lelia—. ¿Dónde está ahora?

—¡Ah, Chorchione! En Francia. Estamos haciendo planes para ir a Grecia a pasar la
printemps
, lo que aquí llaman primavera.

—¿Sabe?, puede hablar conmigo en francés si le resulta más fácil —dijo Pearl.


Non
, ahora me siento más cómoda hablando en
anglais
—replicó Lelia—. Es la mejor lengua que estoy hablando. Tengo lo que llaman aquí un inglés extremadamente fluido.

—Ya veo —dijo Pearl, que tenía problemas para entender a Lelia en cualquier idioma—. ¿Y qué está haciendo en Francia, aparte de los preparativos para el viaje?

—Visita los
banques
; el Banque Agricole, el Banque Nationale de Paris, el Crédit Lyonnais… Hace las pequeñas inversiones, ¿comprende?, para preparar nuestro viaje al extranjero.
Tout droit
! —Lelia palmeó la espalda del conductor—. Justo ahí delante, es allí.

—¿Ya hemos llegado? ¡Estoy tan entusiasmada con esto! —exclamó Pearl.


Moi aussi
. Hace mucho tiempo que voy a ir a las
galeries
de subasta.

El chófer detuvo el coche frente a las galerías y después ayudó a Lelia y a Pearl a salir de la limusina. Los viandantes volvían la cabeza para mirarlas; ambas llevaban manguitos y vestían abrigos rusos a juego, de recargados bordados y amplio vuelo, que Lelia había desempolvado para la ocasión.

—Ahora verás,
chérie
, cómo doblan los ricos
le genou
ante los
pauvres
—dijo Lelia, cuando traspasaron las enormes puertas de las galerías.

El portero se inclinó y las personas que había en el pasillo interrumpieron su conversación. Lelia se cogió del brazo de Pearl.

—Pero usted no es pobre, Lelia —señaló Pearl—. Tiene un magnífico apartamento, una limusina con chófer, muebles y joyas caras. Sus joyas son magníficas.


Loués
, alquilados,
chérie
. Y lo que se puede vender se ha vendido. Las joyas, todas de estrás. Sus hermanitos y hermanitas se fueron hace tiempo. Y el chófer viene a buscarme por doscientos francos la hora, ése es el límite de sus servicios. El dinero lo es todo, el dinero es poder, nadie te respeta si no tienes dinero. Ahora conoces mi gran secreto, que ni si quiera Chorchione sabe.

—Pero ¿cómo puede pujar en una subasta si no tiene dinero? —preguntó Pearl.

—Es magia —contestó Lelia con una sonrisa—. Compramos esta pieza de propiedad con dineros prestados y después todos nos hacemos ricos.

—¿Vamos a comprar una propiedad? ¿Un edificio de apartamentos, o un rancho, o algo así?

—Non
—dijo Lelia, llevándose un dedo a los labios—. Es una
belle íle
que nosotros compramos, y luego vamos a vivir allí, al
pays des merveilles
.

—¿Vamos a comprar una isla en el país de las maravillas? —preguntó Pearl, incrédula.


Oui
—replicó Lelia—. Te gusta el Egeo, supongo.

Lionel Bream no dio crédito a sus ojos cuando miró hacia el otro lado de la sala y vio a Lelia von Daimlisch sentada entre el público. Había visto el nombre de Daimlisch en la lista de asistentes, claro está, pero nunca hubiera imaginado que se tratara de Lelia. Hacía años que no sabía nada de ella.

Cuando Lionel era joven, Lelia le había ofrecido la oportunidad de ganarse la reputación de que disfrutaba en el negocio de las subastas, aunque eso nadie lo sabía. Se presentó ante él en privado, con su impresionante colección de joyas, y le preguntó cómo podría venderlas. No quería tratar con nadie, le dijo, que no fuera
«sympathique
».

Aunque él no llegó a enterarse de los motivos por los que Lelia se veía en tan apurada situación, incluso un ojo tan joven e inexperto como el suyo reconoció de inmediato el valor de las joyas. Algunas se enumeraban en los inventarios de los Romanoff y se creían perdidas para siempre tras la revolución. Pese a no saber gran cosa del pasado de Lelia, Lionel conocía sin duda el valor de las joyas que poseía. Y eso era todo lo que importaba.

Tardó años en sacar a subasta las joyas de un modo discreto. Lelia no quiso que se supiera que ella era la fuente de procedencia de tan increíble flujo de gemas. Por encima de todo, quería ocultárselo a su marido, que estaba muy enfermo. Sin duda necesitaba el dinero y no quería que su marido se enterase de dónde procedía; pero Lionel no había entrado en ese negocio para fisgonear en las vidas privadas de los demás, y menos cuando le ponían un regalo como aquél a los pies. Subastar el legado de los Daimlisch era más de lo que un subastador podía esperar en toda una vida de trabajo, y Lionel era aún joven, un novato en la empresa.

Poco después de la muerte de su marido, Lelia desapareció del mapa. Quizá también fuera debido a razones monetarias. Lionel había oído pronunciar su nombre de vez en cuando, pero no volvió a visitarla. Le parecía de mal gusto recordarle su antigua relación profesional y la situación que, en apariencia, la había llevado a vender las joyas.

Al reconocerla entonces entre el público, su mente retrocedió rápidamente hasta la época en que la había conocido.

Era una gran belleza, y él, apenas un jovencito en realidad, se había enamorado de ella. Lelia poseía un aire trágico, aun que en él latía el humor. Recordaba el modo en que brillaban sus
ojos
al mirarlo, como si sólo ellos compartieran un secreto, a la vez mágico y especial. Tenía todo lo que los jóvenes como él, en aquellos días románticos, creían que las mujeres debían tener:
tristesse
, un aire trágico y una gran belleza.

Lionel observó que Lelia le devolvía la mirada. En sus ojos vio el mismo brillo secreto y supo que también ella lo recordaba, aunque él había envejecido más en el ínterin y sus escasos cabellos se habían vuelto grises. De repente, al mirar desde la plataforma de subastas, se sintió invadido por una sensación perteneciente a su propio pasado. Ansió estar sentado en la Habitación Ciruela del exótico apartamento, tomando té y escuchando a Lelia interpretar a Scriabin en el viejo Basendorfer, como hizo en una ocasión. Los ojos de Lionel se nublaron al recordarlo y, siguiendo un impulso sin precedentes, bajó de la plataforma de subasta y caminó hacia ella.

—Lelia —dijo en voz baja, tomando sus manos.

La mano derecha de Lelia lucía una copia de estrás del rubí Falconer, rodeado por zafiros negros y diamantes. El original se lo había vendido él a William Randolph Hearst en 1949.

—No puedo creer que haya vuelto por fin —le dijo—. ¡Cómo la hemos echado de menos!

—Ah,
mon cher Lionel
—replicó ella, pronunciando su nombre en francés—. También yo estoy muy, muy contenta. He venido para verte hacer la bonita subasta, cosa que no he visto nunca.

Era cierto, pensó Lionel. Nunca asistió a una sola subasta en la que se vendieran sus joyas. Se limitó a pedir que depositaran los cheques en su cuenta para no enterarse del dinero por el que había cambiado cada uno de los «hermanitos y hermanitas».

—Pero ¿qué hace aquí, querida? —le preguntó él en un Susurro—. Ya sabe que la subasta de hoy es muy extraña.

La gente había vuelto la cabeza con la intención de echar un vistazo a la mujer que había conseguido que el famoso Lionel Bream retrasara el
inicio
de la subasta para saludada personalmente. Aunque Lionel estaba seguro de que nadie en la sala reconocería o recordaría a Lelia, les vio mirar ávidamente la imitación de las esmeraldas Fabergé que llevaba al cuello, copias de las que él le había vendido al rey Faruk en 1947.

—Deseo que haga la
connaissance
de mi queridísima
amie, mademoiselle
Lorraine —dijo Lelia, mientras Lionel besaba formalmente la mano extendida de Pearl.

—Es un honor —dijo él—, y a
mademoiselle
Lorraine le corresponde el honor de tener como amiga a una de las grandes damas de nuestro siglo. Espero que estime en lo que vale esta amistad, como debemos hacer todos los que la hemos conocido.

Pearl asintió sonriendo; sabía que algo estaba pasando en la sala por el modo en que la gente los miraba, pero no sabía que exactamente.

Justo entonces, Lelia se levantó y rodeó a Lionel con los brazos, dándole un fuerte abrazo. De la fila de atrás se elevó un murmullo. Pearl no estaba segura, pero creyó ver que Lelia susurraba algo al oído del subastador.

—Ya sabe que haría cualquier cosa por usted —dijo Lionel—. Espero que no vuelva a dejamos, ahora que se encuentra de nuevo entre nosotros.

Tras darle un leve apretón en la mano, Lionel volvió a la plataforma y abrió la subasta. De vez en cuando, miraba a Lelia y sonreía, como si aún compartieran un gran secreto del que el resto del mundo estaba excluido.

La subasta se prolongó durante casi cinco horas. A medida que la tarde iba transcurriendo, el público iba menguando. Lelia permanecía sentada, tan erguida e inmóvil como un icono.

A Pearl le sorprendió que una mujer de su edad poseyera tanto vigor. Ella misma estaba soñolienta a causa del calor de la sala y el sonsonete del subastador. Pero, de repente, notó que algo en la sala había cambiado y también ella se puso alerta.

Cuando Pearl se volvió hacia Lelia, algo en la apariencia de ésta se había alterado, ¿o acaso sólo lo parecía? La mirada de Lelia estaba fija en el subastador.

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