Riesgo calculado (38 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Por supuesto que yo no deseaba que los auditores se pusieran a inspeccionar el sistema justo en ese momento, pero puesto que al parecer ya sabían que habíamos forzado los sistemas de seguridad (¡esperaba que no supieran el motivo!), sin duda debían de estar esperando ver mi informe; ésa era la razón que había dado Lawrence para poner punto final al proyecto. Por otro lado, trabajar «con» ellos me serviría a un tiempo para estar al corriente de sus actividades y para escapar de las garras de Kiwi.

Sin embargo, la reacción de Lawrence no formaba parte de mis expectativas y me dejó estupefacta. Yo había supuesto que, o bien me enviaría de vuelta al departamento de Kiwi, o bien aceptaría mi sugerencia. En cambio, se quedó sentado con mi informe entre las manos sin decir una palabra. Y luego, después de un rato más que largo, ¡sonrió!

—¿Los auditores? —dijo, alzando una ceja como si la idea le pareciera una novedad—. No veo qué necesidad hay de mezclarlos en esto.

Respuesta errónea, amigo mío, que te costará la reina y la torre.

La respuesta correcta, como director de la división más amplia del banco, era que debía informar de inmediato a los auditores. Era él quien debería subrayar que nuestros trapos estaban más que sucios, no yo. Era él quien debería insistir en que no teníamos nada que ocultar, no yo. Era él quien debería coger el teléfono en ese mismo momento y contárselo todo a los chicos de azul, no yo.

Al no hacer nada de todo eso, me estaba diciendo que, con toda probabilidad, sí teníamos algo que ocultar. Me pregunté qué demonios podría ser.

Lawrence se levantó sonriente y tendió la mano para estrechar la mía, al tiempo que deslizaba subrepticiamente mi informe en un cajón. No tenía ni idea de qué estaba pasando, pero me levanté también.

—No me gusta depender de los auditores para resolver nuestros problemas, Banks —me explicó—. Al menos hasta que tengamos una solución que proponer. Te diré lo que haremos. Tómate cierto tiempo, un mes quizás, y dales un buen repaso a nuestros sistemas de seguridad. Sin compasión, si lo deseas. ¿Quién sabe? Tal vez sea necesario empezar desde cero y diseñar un sistema de seguridad totalmente nuevo, aunque eso signifique un gasto suplementario. Y si necesitas personal para que te ayude, házmelo saber.

—De acuerdo —le contesté, absolutamente desorientada—. Redactaré un programa y se lo presentaré mañana.

—No hay prisa —me aseguró, acompañándome hasta la puerta—. Queremos hacer las cosas bien.

Recorrí el pasillo de paredes de cristal completamente perpleja. Aquel hombre que apenas dos semanas antes me había ordenado que pusiera punto final a mi proyecto y me desprendiera del personal, y que hacía dos minutos me había dicho que estaba harto de propuestas y estudios, de repente había parado los relojes, había detenido el tiempo y me había asegurado que el dinero no suponía ningún problema. La cabeza me daba vueltas cuando llegué a mi despacho.

—¿Sigue trabajando aquí? —me preguntó Pavel—. Parece haber salido intacta. ¿Se ha contado los dedos de las manos y de los pies?

—Los tengo todos, pero desde luego falta algo. Puedes sacar las cosas de las cajas mientras yo intento descubrir qué es. Al parecer vamos a quedarnos durante un tiempo.

Entré en mi despacho, cerré la puerta y contemplé la capa de niebla que cubría la bahía. Un yate de recreo emergió entre la niebla. Lo miré pasar por debajo del puente de la bahía. Me recordó al que Tor y yo utilizamos para ir a la isla. Aquello parecía haber ocurrido un centenar de años antes. ¿Dónde estaba Tor y por qué no había llamado? Necesitaba hablar con alguien que fuera un maestro en el análisis de los seres humanos y sus motivaciones, cosa que desde luego yo no era.

Comprendí, allí sentada, sola en medio de la niebla, que Lawrence no tenía interés alguno en la seguridad del banco y que aún le interesaba menos lo que los auditores pensaran del asunto. Aquello no tenía nada que ver ni con la seguridad ni con los auditores. Tenía que ver con el propio Lawrence.

Estuve revisando las cuentas de Lawrence durante semanas, prácticamente hasta fines de febrero, pero no conseguí encontrar nada turbio. Me volvía loca. Parecía todo tan limpio como una patena. ¿Por qué un tipo como Lawrence, al que le llenaban el calcetín con medio millón en acciones preferentes cada Navidad, iba a cargarse a su gallina de los huevos de oro?

Quizá no había hecho nada aún, quiza se trataba de algo que pensaba hacer. Pero ¿cómo podía descubrir sus planes?

Pensé en enviar a Pavel a su despacho para que le echara un vistazo a su calendario, pero recordé que Lawrence lo tenía todo en la cabeza y no apuntaba nada.

Sin embargo, existía un archivo de correspondencia que no se guardaba en ningún archivador, y yo tenía la llave. Era el fichero de mensajes que utilizaban todos los empleados del banco para enviar memorándums electrónicos a través de los ordenadores. Si Lawrence estaba tan nervioso como su comportamiento había sugerido, debía de tratarse de algo que pensaba hacer muy pronto. Tuve que leerme doscientos aburridos memorándums antes de encontrarlo.

Consistía tan sólo en media página dirigida al Comité de Dirección y titulada: «Protección de Fondos Invertibles».

El tema era el aparcamiento, pero de un tipo que no tenía nada que ver con los automóviles. Estaba relacionado con el dinero y era ilegal. No obstante, casi todos los bancos lo hacían y lo camuflaban bajo otro nombre hasta que se descubría.

Al final de cada jornada bancaria trasladaban los beneficios obtenidos fuera de Estados Unidos, a un paraíso fiscal, como las Bahamas, haciendo que las agencias de allí «compraran» esos beneficios. De ese modo se sacaban de los libros antes de pagar impuestos. ¿Era una mera coincidencia que ese memorándum tratara exactamente sobre el mismo tipo de plan de inversiones que mi mentor, el doctor Zoltar Tor, estaba poniendo en marcha?

Me encontraba a punto de ahondar en el tema cuando se presentó en mi despacho inopinadamente Lee Jay Strauss, el director de auditorias internas.

Lee Jay Strauss era algo más que el director de auditorias. Su trabajo principal consistía en resolver las discrepancias inusuales en nuestros depósitos de la Reserva Federal. De las «habituales» se ocupaba el departamento de cuentas. La presencia de Lee en mi despacho implicaba que se sospechaba algo.

—Verity, ¿puedo llamarla Verity? —preguntó, mirándome con sus ojos tristes bajo los párpados caídos tras las gafas de concha. Contesté que sí—. Esto es sólo una visita informal, oficiosa —me aseguró—. Al parecer, el mes pasado se produjo una pequeña variación transitoria en nuestra posición de reserva. Estoy seguro de que hay una explicación. Probablemente una interferencia en el sistema.

Se rió de su propio ingenio.

—Me temo que no sé mucho sobre la Reserva Federal —repliqué—. No sé siquiera cuánto se les manda cada mes.

—En realidad se hace cada día —me dijo, consultando sus notas como si se trataran de una chuleta donde hubiera esbozado nuestra conversación.

—Así que nos esquilman cada día, ¿eh?

—No deberíamos tomárnoslo a broma —replicó Lee, muy serio—. Después de todo, la Reserva Federal nos proporciona muchos servicios y ofrece unas garantías de protección que, de otro modo, los bancos tendrían que agenciarse por su cuenta. ¡Recuerde lo difícil que era el negocio de la banca antes de que se estableciera ese sistema!

—Me temo que eso fue antes de que yo naciera —dije—. Pero, según tengo entendido, era bastante duro. Bien, ¿y qué puedo hacer por usted?

—Probablemente muy poco. Es sólo que hemos echado en falta parte de nuestra reserva para finales de enero y no estamos seguros de adónde ha ido a parar.

—Bueno, yo no lo tengo —afirmé, mirándome la manga y echándome a reír.

—No, estoy seguro de que no. La cuestión es que sabemos adónde ha ido, pero no podemos explicarlo. Al parecer ha acabado directamente en nuestro banco, aquí, en San Francisco.

—Entonces, ¿cuál es el problema? ¿No pueden devolverlo a su sitio?

—No es tan sencillo —contestó, aunque no era necesario que me lo explicara, puesto que era yo la causante de todo—. Mire, al parecer el dinero que deberíamos haber enviado a la Reserva Federal se ha vendido a otros bancos; cosa que solemos hacer cuando necesitamos disminuir nuestra reserva y otro banco necesita aumentar la suya. Sin embargo, en este caso no se trata de lo mismo, de modo que no está claro por qué el dinero se ha movido de esa manera.

Lee me tendió un papel donde constaban múltiples transacciones que se habían recibido en diversos bancos —Chase Manhattan, Banque Agricole, Crédit Suisse, First of Tulsa— y algunas en cuentas del mercado monetario al azar. Levanté la vista del papel y sonreí.

—Ésa es tan sólo una transacción con el depósito del Fed —me explicó—. Me ha llevado una semana seguirle la pista por todo el mundo, y al terminar volvía a estar en el Fed. Creemos que hay muchas más discrepancias de este tipo, y al parecer las provoca uno de nuestros sistemas.

—¿Cuál? —pregunté, como si no lo supiera.

—La interface con el sistema de la red federal, una parte de la red de transferencias.

—Comprendo. Desgraciadamente, ya no estoy a cargo de esos sistemas, Lee —dije—. Hace meses que dejé ese departamento.

—Sí, ya lo sabemos —replicó. Desvió la mirada hacia las manos que reposaban sobre su regazo y prosiguió—: Pero tenemos entendido que usted está llevando a cabo un estudio sobre la seguridad de los sistemas principales. Pensé…, pensamos que quizás hubiera descubierto algo que nos fuese de utilidad.

Habría apostado a que se había alterado el tema de mi estudio en el departamento de revisión de cuentas, por no mencionar el hecho de que se había suprimido el informe.

—Me temo que no está en mi mano proporcionar esa información, Lee —le dije—. ¿Tiene idea de la suma de la que estamos hablando?

—Durante la última semana de enero tan sólo, unos sesenta millones hasta ahora. Desde luego no es más que un grano de arena comparado con nuestro saldo de reserva, pero podría ser mayor. Esas cuentas corrientes a través de las cuales se ha movido el dinero son objeto de miles de transacciones cada día, y tenemos que comprobado todo manualmente.

—¡Guau, no tenía ni idea! El departamento de auditoria no tiene apoyo informático —dije. Mejor que mejor—. Les compadezco de verdad. Se me ocurre una cosa. Aunque no me está permitido compartir mis descubrimientos todavía, nadie ha dicho que no pudiera echar un vistazo personalmente, en privado, y teniendo en cuenta su problema en concreto. Después de todo, podría ser la red federal la que sufriera alguna anomalía, en lugar de nuestra interface. En tal caso nosotros no tendríamos nada que ver.

—¡Vaya, eso sería fantástico! —me aseguró Lee—. Nos ahorraría un montón de tiempo si supiéramos cómo se ha esparcido el dinero de esa manera.

Se levantó y me tendió la mano.

—Ah, Lee —le llamé, cuando llegó a la puerta—. ¿Ha hablado ya de este problema con Kislick Willingly?

—Todavía no —contestó en tono precavido—. Usted es la primera persona a la que he acudido.

—Perfecto. Ahora son sus sistemas, así que debería estar informado; pero quizá sea mejor no alarmar a nadie por el momento, hasta que haya descubierto dónde está el problema.

La diminuta semilla de duda sembrada sobre Kiwi se propagaría sin remedio, como el fuego, por las ágiles neuronas del departamento de auditoria. Los auditores eran desconfiados por naturaleza, de lo contrario no serían auditores.

Tenía muchas cosas que decirle a Lee Jay Strauss cuando estuviera preparada, pero los auditores siempre trabajan mejor cuando le das tiempo a su desconfianza natural en la humanidad para extenderse por sí sola, como los hongos, en la oscuridad.

Mercado de divisas

Diez centavos para el banco, un centavo para gastar.

JOHN D. ROCKEFELLER

MIÉRCOLES, 3 DE MARZO

Pearl se dirigía a su paseo matinal por el puerto de Omphalos. Al otro lado del mar se veía la soleada línea costera de Turquía. Le alegró que la isla que habían comprado fuera más bonita de lo que sugería la fotografía del catálogo. El mar relucía en tonos turquesa bajo el sol y abajo, en el muelle, unos jóvenes griegos de aspecto saludable limpiaban sus redes sobre grandes soportes de madera.

Hasta seis semanas antes, cuando había llegado a la isla en compañía de Lelia, Pearl no se había involucrado realmente en aquel delito, excepto para dar apoyo moral y advertir a sus amigos de los peligros inminentes. Pero ahora que se había dejado arrastrar hasta la isla, ahora que se había convertido en cómplice, veía las cosas de modo diferente. ¡Y lo que veía, para su asombro, era que la mayor parte del supuesto delito no era ni siquiera ilegal!

De acuerdo, iba contra la ley falsificar valores. ¡Pero no habían convertido en dinero en efectivo ni las falsificaciones ni los auténticos valores! En esencia, utilizarlos como valores pignoraticios no era diferente de usar el título de propiedad de tu coche para avalar un crédito, ¡sabiendo que la noche antes lo has despeñado por un barranco! No por ello dejas de tener un documento legal que dice que posees un coche. Y si acabas pagando el préstamo con intereses, nadie se entera y todos se benefician.

De modo que habían comprado una roca que ningún país había reclamado en cincuenta años, la habían declarado estado soberano (a pesar de que, según se había informado Tor, ¡no había tribunal internacional al que dirigirse para pedir la soberanía de un pedazo de tierra no reclamada!) y la habían convertido en un refugio fiscal internacional.

La propia Pearl se había encargado de la econometría y la puesta en marcha sin ayuda, exigiendo que todo negocio realizado en la isla, si querían que ella le pusiera el sello de «libre de impuestos», debía realizarse con la «moneda local», y que ella decidiría la cotización de esa moneda con respecto a las otras, añadiendo un margen de beneficios al mercado. Era como el cambio de divisas al por menor, o sea, cuando uno cambia dinero en el aeropuerto y le hacen pagar una comisión que está incluida en el tipo de cambio, y eso Pearl lo hacía cada día en el banco. Después, con los beneficios obtenidos con la comisión, «tomaba posiciones» diariamente en el mercado de divisas mundial para aumentar sus ganancias, es decir, cambiar divisas al por mayor: la otra cara de la misma moneda. Pero nada de todo ello era ilegal, excepto las falsificaciones iniciales de los valores. Aun así, mientras todo el mundo siguiera creyendo que aquellos valores falsos que había en la cámara acorazada eran auténticos, ¡sus propietarios legítimos seguirían obteniendo beneficios por su uso!

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