Riesgo calculado (41 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

—Mañana te llevaré a ver lo que hemos hecho —explicó—. Tor ya habrá vuelto. Lo esperábamos hoy, pero ha llamado a la oficina, la única centralita de teléfonos de la isla, creo, y ha dicho que se ha presentado una pequeña anomalía de la que tenía que ocuparse.

—¿En París? —pregunté.

Estaba indignada por haber viajado más de doce mil kilómetros a un chasquido de los dedos de Tor, justo como siempre había sospechado que él esperaba de mí, y que no se hubiera molestado en estar presente para recibirme. Pero Pearl malinterpretó el tono de mi voz.

—Estoy segura de que no le retiene nada grave —afirmó—. Es muy minucioso, como hemos tenido ocasión de comprobar trabajando con él todos estos meses. De hecho, tengo que agradecerte que me enviaras aquí con cargo al banco. Ha sido la mejor experiencia que he tenido, concentrada en unos pocos meses. Ha cambiado mi vida. Cuando vuelva, podré hacer lo que se me antoje. No hay mucha gente a la que se le presente esa oportunidad.

—Entonces, ¿piensas volver? —dije yo, con cierto sarcasmo—. ¡Creía que todo esto era tan idílico que os queríais quedar para siempre!

—No exactamente —replicó Pearl, intercambiando miradas maliciosas con Lelia—. Quizá tengamos que enfrentamos a la realidad un poco antes de lo que desearíamos.

Georgian me despertó al amanecer, su hora favorita, para que pudiera contemplar la salida del sol, la cual no se cuenta entre mis vistas preferidas. Me sacudió en el colchón de paja que me servía de cama en el suelo de la torre. Me metió por la cabeza un largo caftán de amplio vuelo y me arrastró escalera abajo antes de que hubiera abierto los ojos.

—Café —murmuré incoherentemente, buscando a tientas la barandilla.

—No lo necesitarás —me aseguró, arrastrándome hasta la deslumbrante luz del sol—. ¡Mira qué día tan magnífico! ¿No te hace latir el corazón más deprisa ver la naturaleza en todo su esplendor? ¿No te estremece el mero hecho de estar viva?

—Un café me haría feliz —conseguí balbucear—. Me duelen los ojos. No creo que las personas estemos hechas para ver toda esta magnificencia antes del desayuno.

—Vaya llevarte a un sitio y no te escabullirás —me informó en tono mandón—. Cuando Tor regrese del continente todos estaremos muy ocupados y puede que no consiga tenerte para mí sola en mucho tiempo.

Me cogió por el brazo y me condujo a un sendero que atravesaba la pendiente y luego bajaba hasta el mar. Al pie, un manantial de agua caliente brotaba de la roca para caer en un pequeño y oscuro estanque formado en la roca de lava, cual una piscina oval suspendida entre el cielo y el mar, que se desbordaba luego y vertía en cascada sus aguas al mar. Flores silvestres y plantas carnosas trepaban por los riscos en derredor, con sus colores brillantes y sus formas diversas que recordaban una jungla tropical, pese a tratarse de una roca seca en el Egeo.

Georgian, después de quitarse el caftán a rayas púrpura y amarillo, se había metido en el estanque negro. El agua se agitó espumosa a su alrededor y en sus cabellos plateados brillaron las gotas. Con el brillante mar zafiro y los acantilados turcos de intenso color púrpura a su espalda, en la distancia, parecía una sirena intentando atraer a los marineros hacia aquellas rocas.

Mientras estaba allí de pie, en el sendero, tuve una súbita y espantosa visión de la realidad. Vi el banco: los fluorescentes, el aire acondicionado, la humedad controlada, los pases de seguridad, las trampas y las paredes de cristal a prueba de balas, en resumen, las características de una prisión modelo. ¿Cómo podía haber pasado diez años de mi vida de ese modo, cuando también existía éste que tenía ante mí?

—Deja de soñar despierta, holgazana, y métete —me llamaba Georgian—. Este agua sale del volcán. Cuando llegamos aquí aún era invierno. Yo me bañé en el agua caliente y humeante mientras me caía la fría lluvia sobre la cabeza: ying-yang.

—Espero que hicieras fotos —le dije, acercándome para meter el dedo del pie en el agua.

—No se puede fotografiar la magia, como aprendí hace tiempo-me contestó.—Ese es tu problema, quieres que todo sea blanco, sin defectos, perfecto, y que esté congelado en gelatina. Tor y yo estamos de acuerdo en que ha llegado el momento de tirar un poco de tu cadena.

—¿Ah, sí? —dije, despojándome de mi caftán y deslizándome hacia el interior del estanque burbujeante—. ¿Y qué es exactamente lo que habéis tramado?

—¿Por qué no se lo preguntas a él? Está bajando por la colina justo ahora.

Miré pendiente arriba y, efectivamente, ahí estaba Tor bajando con cuidado por el terreno desigual, como un pez fuera del agua, con su traje y sus elegantes zapatos italianos que resbalaban sobre el sendero rocoso.

—Me he encontrado con un par de ninfas acuáticas —nos dijo, contemplando el panorama.—¡No sabía que existiera este lugar! Lelia me esperaba al bajar del barco y me ha dicho que siguiera este sendero. Debo confesar que valía la pena el paseo. ¡Qué vista tan imponente!

Esta última frase iba dirigida a mí, no sólo al paisaje, y me sonrojé levemente. Tenía que admitir que estaba más guapo de lo que había querido recordar durante los meses anteriores pasados en soledad. Y ahora tenía la piel bronceada, y los cabellos cobrizos le caían hasta el cuello de su blanca camisa de seda. Mientras hablaba se aflojó la corbata.

—Me uniré a vosotras si me prometéis no mirar. Debo confesar que soy sumamente pudoroso cuando estoy rodeado de jóvenes atractivas…

Complacida con aquella descripción de sí misma, Georgian se volvió y se tapó los ojos con las manos, mientras Tor se desvestía y se unía a nosotras en el estanque. Me pregunté qué les habría contado Pearl a ella y a Lelia sobre el cambio en la relación entre Tor y yo. Parecía evidente que habían dedicado tiempo de sobra a conspirar a mis espaldas.

—Mira qué he encontrado por el camino —me decía Tor, moviéndose hacia mí por el agua caliente y humeante. En la mano sostenía una pequeña orquídea salvaje, que entrelazó en mi pelo.

—Maravilloso —dije—. Quizá pueda trasplantar unas cuantas en mi casa de San Francisco cuando vuelva.

Tor miró a Georgian con asombro fingido y alzó una ceja.

—Cree que va a volver —dijo—. ¿Por qué has dejado que siga creyendo en esas fantasías? ¿No sabe que ha sido secuestrada en la isla del Tesoro?

—Te toca a ti enfrentarte con su mente de banquera gris —replicó Georgian—. Y no miréis, voy a salir de esta bañera caliente.

Nos dimos la vuelta y, al poco, oímos a Georgian que nos gritaba desde lo alto de la colina. Nos volvimos y la vimos con la túnica púrpura y roja agitándose a su alrededor como una mariposa.

—¡No hagáis nada que yo no hiciera! —nos dijo con una mueca burlona, y desapareció al otro lado del borde del risco.

—¿Qué no haría Georgian? —preguntó Tor con una sonrisa.

—No se me ocurre nada —respondí.

—Entonces, tal vez deberíamos intentar una de las cosas que sí haría —sugirió—. Mmmm, supongo que podríamos quedamos flotando por aquí y hablando de sexo todo el día.

Reí, pero me costó mucho ocultar el enorme desasosiego que me había producido ver a Tor aparecer súbitamente en el sendero, después de haber permanecido sola aquellos meses. Mis emociones eran confusas, estaban enmarañadas como ovillos, y sabía por qué.

Durante doce años habíamos mantenido una relación mental tan potente que, tenía que concedérselo a Tor, a menudo parecía un cordón umbilical real. A continuación, dos meses de despiadada rivalidad y peligros, seguidos por un fin de semana de actividad sexual tan intensa, tan magnífica, que apenas podía soportar recordarlo incluso después del tiempo transcurrido.

Y luego, nada. Ni una llamada de teléfono, ni una carta, ni una alegre postal: «Me lo paso en grande en Bora-Bora. Ojalá estuvieras aquí». Me había abandonado a una intriga ideada por mí y se había marchado para seguir viviendo su propia aventura como si yo nunca hubiese existido. Después, de repente, mediante una llamada a una tercera persona, esperaba que fuera corriendo a arrojarme en sus brazos. Estaba aún más enfadada conmigo misma que con él por haber hecho lo que me pedía.

—Siento no haber estado aquí cuando llegaste —me dijo, como si me hubiera leído el pensamiento—. No había lugar donde deseara estar más, pero ocurrió algo imprevisto…

Se acerco a mi, moviéndose a través de las negras aguas, puso las manos sobre mi cara y se inclinó para besarme, pasándome los dedos mojados por los cabellos y dejando que se deslizaran por mi espalda.

—Tu piel es como la seda, no puedo soportar no tocarte —me susurró—. Eres como una anguila dorada y ondulante…

—¿Una anguila? —Reí—. Eso no suena muy seductor.

—Te sorprendería descubrir el efecto que esa idea produce en mí —me dijo con una sonrisa.

—Ya veo el efecto que produce en ti —le aseguré—. Pero estabas a punto de hablarme de algo imprevisto en París.

—Es el agua caliente —dijo, cerrando los ojos—. Todas mis ideas han volado. Mi mente está perdiendo las fuerzas.

—Sí, ya veo hacia dónde las dirige —contesté—. ¿No deberíamos salir de aquí y buscar un lugar con musgo para tumbamos? ¿O es demasiado pragmático?

—¿No has hecho nunca el amor en un estanque? —preguntó con los labios en mi cuello, antes de deslizarse hacia abajo.

—No, ni tengo intención de hacerlo —le aseguré, sintiéndome flaquear a pesar de todos mis esfuerzos—. Creo que sería difícil, complicado e incómodo. Podría ahogarme intentando averiguar cómo hacerlo.

—No te ahogarás, querida mía —afirmó. Sus manos y su lengua recorrieron mi cuerpo hasta que me estremecí y aferré sus cabellos con las manos mojadas—. Créeme —murmuró—, estás hecha para esto.

Con la camisa aún por abrochar, las perneras de los pantalones arremangadas, la chaqueta al hombro y la corbata y los calcetines en los bolsillos, Tor se volvió hacia mí y me sonrió.

Nos dirigíamos al castillo.

—Mojada, despeinada y descalza. ¿Quién hubiera dicho que la vicepresidenta de un banco tendría un aspecto tan encantador?

—¿No querrás decir como si la hubieran violado?
[9]

Le devolví la sonrisa. Nunca me había sentido más relajada, reconfortada y pacífica en mi vida.

Cuando llegamos al castillo vimos a Georgian, Lelia y Pearl, las tres por debajo de nosotros, sobre el parapeto. Llevaban traje de baño, tomaban el sol y bebían chartreuse. Se incorporaron cuando descendimos por el sendero.

—Todos mis pequeños
poulets
han venido, hora para el
déjeneur
—anunció Lelia.

Acto seguido sacó una gran fuente de largas y crujientes barras de pan, rellenas de atún, olivas y rodajas de cebolla, pimiento morrón y guindilla. Nos servimos nosotros mismos de aquella comida improvisada y regada con jarras de cerveza helada.

—El pan es casero; lo ha hecho Lelia en un horno de piedra —me contó Pearl. Lo hemos construido con una vieja cocina de leña que había abajo. Por mí puede cocinar cada día, pero apuesto a que durante esta pequeña excursión he engordado por lo menos cuatro kilos.

—No hablamos de eso, ahora estamos hablando de
affaires
—intervino Lelia, volviéndose hacia Tor—. ¿Qué pasa con esos hombres que están deseando comprar nuestro negocio?

¿Comprar su negocio? ¡De modo que así era como pensaban ganar! Podrían cancelar los préstamos y obtener un beneficio neto; luego devolverían los bonos robados sin que nadie se enterara qué se había hecho con ellos. En realidad, no habían robado nada; sólo habían pedido prestado dinero a los bancos y lo habían devuelto. Nadie tenía por qué enterarse nunca de que la garantía utilizada había sido tomada «en préstamo» durante tres meses del Depository Trust. Los beneficios que hubieran obtenido en el ínterin equivalían a obtener un préstamo sin necesidad de garantía.

—¿Quiénes son los compradores? —quise saber, cuando comprendí de qué se trataba.

—Candidatos misteriosos —susurró Georgian—. Nadie, salvo Thor, sabe quiénes son ni de dónde proceden. Francamente, me da miedo. Después de todo, hay montones de indeseables por ahí a los que les gustaría apoderarse de un negocio como el nuestro. ¡Quizás incluso les estorbemos!

—¿Puedo unirme a la charla? —preguntó Tor irritado—. Después de todo, yo he dirigido el negocio y los resultados no son ningún misterio para mí. —Georgian se sentó, escarmentada, y él prosiguió:— He estado en contacto con un grupo internacional de hombres de negocios desde hace bastante tiempo —nos informó.

—¿Cuánto tiempo? —inquirí.

—Desde que asistí a aquella reunión en el SEC, cuando los banqueros se negaron a hacer inventario de sus propias acciones. Fue entonces cuando ideé este plan…

—Pero eso fue antes de que compraras la isla, y de que tuvieras los bonos —señalé—. Fue antes de que conocieras a Lelia, a Georgian y a Pearl… ¡Fue antes de que hiciéramos una apuesta! —exclamé.

—Efectivamente —replicó, con su deslumbrante sonrisa—. Pero me gusta pensar con visión de futuro, querida, y sabía que tú aparecerías.

Estaba tan furiosa que apretaba los puños con fuerza. Aquel canalla había ganado haciendo trampas. Lo había planeado todo y había encontrado los compradores para la venta antes incluso de que hubiéramos cargado la pistola para dar la salida. Si creía que iba a someterme a su esclavitud durante un año después de eso, ¡tendría que pensar en otra cosa!

—¿Quiénes son esos tipos y cómo los has encontrado? —preguntó Pearl, interrumpiendo mis pensamientos.

—Todos tienen conexiones importantes, valores en bienes raíces y mucha influencia a nivel financiero. Pero eso no es todo lo que tienen en común —agregó—. Encontré sus nombres en el mismo lugar donde True encontró los de vuestra lista. ¡Me los dio Charles Babbage!

—¡Dios mío! —exclamó Pearl.

Volví la cabeza para mirar a Tor fijamente cuando también yo lo comprendí.

—Ya sé lo que tienen esos nombres en común. No es sólo su rango social. Si no me equivoco, ¡la mayoría son miembros del Vagabond Club!

—Has dado en el clavo —dijo Tor con una sonrisa—. Imaginaba que lo comprenderías.

—¿Eso significa que Lawrence también está metido en esto? —pregunte.

—Me temo que sí —respondió Tor—. Y ése es el problema con el que me he encontrado en París. Veréis, después de cuatro meses de negociación, esos encantadores caballeros se niegan a pagar.

¡Así que de eso trataba el memorándum sobre el aparcamiento de dinero! Aquel bastardo de Lawrence estaba obligando al banco a aparcar dinero, ilegalmente, en un refugio fiscal que pensaba comprar él mismo. ¡Utilizar el poder que le proporcionaba su posición para obtener beneficios personales era exactamente lo mismo que utilizar información confidencial para negociar con acciones! Todo aquello tenía una amarga ironía. Yo había escogido las cuentas de los tipos más despreciables que conocía como una especie de broma privada, con objeto de depositar allí el dinero que conseguía ilegalmente, ¡y ahora me enteraba de que ellos mismos habían planeado algo aún más infame! ¡Qué línea tan delgada separa unos negocios de otros!

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