Riesgo calculado

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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

 

Verity Banks no sólo es la única mujer que pertenece a la élite mundial de los banqueros, sino que ha logrado que su mundo sea un refugio seguro donde todo esté previsto. La aparición de Zoltan Tor, genio de las finanzas y la informática, dará al traste con su estabilidad. Y cuando se dé cuenta de que su vida está en peligro, ya será demasiado tarde para echarse atrás.

Katherine Neville

Riesgo calculado

ePUB v1.0

Pachi69
10.06.12

Título original:
A calculated risk

Katherin Neville, 1992.

Traducción: Gemma Moral Bartolomé.

Editor original: Pachi69 (v1.0)

ePub base v2.0

Primera parte

FRANKFURT, ALEMANIA,

JUNIO DE 1815

En una destartalada oficina que daba a la Judengasse se hallaba sentado, solo, un joven pálido que contemplaba la salida del sol. Había permanecido despierto durante toda la noche y frente a él se apilaban varias tazas con un poso de amargo café turco. En la chimenea ya no quedaba más que un montón de cenizas frías, pero volver a encender el fuego le pareció un gasto injustificado. Era un hombre ahorrativo.

El cuarto presentaba un aspecto desolador; apenas contenía unas cuantas sillas y un escritorio astillado. En una de las paredes había una pequeña chimenea; en la opuesta, una sucia ventana que daba a la calle y, junto a ella, una estructura de madera que cubría la pared casi por completo. Parecía una librería, pero estaba dividida en pequeños cubículos, cada uno de los cuales se hallaba provisto de un batiente de paja entretejida semejante a una puerta. Todas estas puertas estaban abiertas.

Los únicos objetos de valor que había en la estancia eran la silla de cuero marroquí, de un color amarillo verdoso, en la que estaba sentado el hombre, y el reloj de bolsillo de oro que yacía abierto ante él sobre el escritorio. Ambos objetos mostraban las huellas del uso prolongado. Constituían, junto con la casa de Judengasse, el legado de su padre, y los conservaría para siempre.

La Judengasse era la calle en la que se les permitía a los judíos vivir y ganarse el sustento como Dios les diera a entender. Para muchos eso significaba tener que cambiar y prestar dinero. A esa hora de la mañana la calle todavía esta silenciosa, ya que aún no habían aparecido los vendedores ambulantes. Poco faltaba para que los prestamistas sacaran sus mesas a la calle y colgasen en las puertas de sus casas los carteles de colores brillantes que anunciaban su negocio. En breve, la calle se llenaría de colorido y del clamor de los hombres que comerciaban con el oro.

El joven seguía sentado en silencio. Al despuntar el sol, se inclinó hacia delante para encender un delgado cigarrillo turco en la llama de la vela de sebo. Una pequeña paloma gris se posó en el antepecho exterior de la ventana abierta. El pájaro meneó la cabeza de un lado a otro para ajustar su visión a la tenue luz. El hombre permaneció inmóvil, pero en sus ojos azules había un extraño brillo, como si un negro carbón hubiera despertado a la vida. Era una mirada aterradora, que muchos tenían motivos para desear olvidar.

El pájaro se detuvo allí sólo un momento; luego voló hasta uno de los cubículos de la gran estructura situada junto a la ventana y entró dando saltos. El batiente de paja se cerró tras él.

El hombre terminó de fumarse el cigarrillo y sorbió los restos del último café. A continuación, cogió el reloj de oro. Eran las cinco y diecisiete minutos. Entonces cruzó la estancia y abrió la puerta de la jaula. Con gran cautela, introdujo la mano en su interior y acarició suavemente al pájaro hasta que éste se calmó. Luego, cerrando la mano sobre la criatura, la sacó de la jaula.

Alrededor de una pata llevaba una pequeña tira de papel aceitado, que el hombre le quitó cuidadosamente. En el papel había una sola palabra impresa: Gante.

Gante se encontraba a una semana de largas horas a caballo desde Frankfurt, y la extensión de tierra que separaba ambas ciudades estaba ocupada por restos de ejércitos que se buscaban unos a otros a través de los bosques de las Ardenas. Sin embargo, cinco días después de su partida, el pálido joven, extenuado y cubierto de salpicaduras de barro, ató su caballo a un pulido aro de latón ante una casa de Gante.

Al ver que no había luces en la casa, entró con su propia llave para no molestar a los sirvientes. Una anciana apareció en el rellano, en ropa de cama y con una vela en la mano. El joven se dirigió a ella en alemán.

—Dile a Fritz que lleve mi caballo al establo. Después quiero verlo en el estudio.

La luz de la luna se filtraba a través de las amplias ventanas del estudio, divididas con maineles. Sobre el aparador de caoba brillaban, tenuemente, unas botellas de cristal tallado llenas de licor. Largos jarrones con ramos de malvarrosas y gladiolos recién cortados adornaban las mesas de marquetería, enceradas a mano, que había dispersas por la habitación. Junto a la puerta destacaba un enorme reloj de péndulo, de madera tallada, y cerca de la chimenea de mármol se apiñaban unos sofás tapizados de terciopelo. Aquella estancia, tan diferente de la que había dejado en Frankfurt pocos días antes, permanecía siempre inmaculadamente limpia ante la eventualidad de la llegada de su propietario.

El hombre se acercó a los ventanales, desde donde se disfrutaba de una perfecta vista de la casa situada frente a la suya; tan sólo las separaba un pequeño cenado de emparrado. Tanto el gabinete como el salón de la casa vecina daban al estudio en el que él se hallaba, de modo que podía observar claramente toda actividad que allí se desarrollase. Precisamente ésa era la razón por la que, tres meses antes, había comprado aquella casa completamente amueblada.

El joven se volvió y se sirvió un coñac de una de las botellas del aparador. Estaba cansado, pero todavía no podía irse a dormir. Al cabo de casi media hora, se abrieron las puertas del estudio y entró un hombre corpulento y toscamente vestido.

—Señor —dijo con un fuerte acento alemán, permaneciendo en espera de una respuesta.

—Fritz, estoy muy cansado. —Su voz era casi un susurro—. Quiero asegurarme de que, si llega algún mensajero a esa casa, lo sabré de inmediato. ¿Está claro?

—No tema, señor, me quedaré aquí y vigilaré. Le despertaré si veo cualquier movimiento.

—No debe haber fallos —insistió el joven—. Es de la mayor importancia.

Fritz se quedó junto a los ventanales toda la noche, pero la otra mansión permaneció silenciosa bajo la luz de la luna. Por la mañana, el señor de la casa se levantó, se bañó y se vistió, tras lo cual bajó para reemplazar a Fritz en su puerto.

Aquella vigilia se prolongó durante tres días. Llegaron las lluvias y convirtieron el paisaje en charcos de barro que hacían intransitables las carreteras. Al final del tercer día, alrededor de la hora de la cena, apenas la anciana acababa de servirle al joven una bandeja con comida cuando Fritz entró.

—Disculpe, señor, pero se acerca un hombre solo por la carretera del este, la que viene de Bruselas.

El joven asintió, dejó la servilleta sobre la bandeja y, con un gesto de la mano, despidió a los dos criados. Acto seguido, apagó la vela, caminó hasta la ventana y se ocultó tras los adamascados cortinajes.

En la casa vecina se había producido una gran conmoción. Varios hombres recorrían apresuradamente habitación tras habitación, encendiendo candelabros colgantes y de pared con largas velas. Muy pronto brilló la luz en todas las estancias, y el observador pudo escudriñar los detalles interiores que había más allá de la oscuridad: cristal reluciente que pendía de los altos techos y goteaba como diamantes de las hornacinas en forma de concha practicadas en las paredes; muebles y cortinajes de lujosas telas bordadas en rojo y oro; paredes cubiertas de espejos y mesas chapadas en oro.

El pálido joven se puso tenso cuando vio que un único jinete aparecía por la carretera del este, entre la neblina del cálido y húmedo crepúsculo, y se acercaba a la casa de enfrente. Las puertas se abrieron y se la dejó entrar de inmediato, a pesar de su capa y sus botas enlodadas. El jinete, embarazado, aguardó en el centro de la habitación, con la mirada clavada en el suelo y sin parar de parle vueltas al sombrero que sujetaba entre sus manos.

Finalmente, las puertas interiores se abrieron, dando paso a un hombre alto y corpulento rodeado de hombres y mujeres, que retrocedieron al ver la jinete sucio y cubierto de barro. El hombre alto se detuvo, expectante, y el mensajero se inclinó.

El observador de la ventana contuvo el aliento. Vio al mensajero dar dos rápidos pasos hacia el hombre alto y arrodillarse como si rindiera homenaje a un monarca reinante. El hombre alto permaneció de pie en el centro de la estancia, con la cabeza inclinada, mientras todos los presentes se acercaban a él y se arrodillaban del mismo modo.

El pálido joven cerró los ojos y estuvo varios minutos sin ver otra cosa que sus propios sueños. Luego dio media vuelta y saló precipitadamente de la habitación.

Fritz, que le esperaba fuera, sentado en una gran silla del vestíbulo, se cuadró de inmediato.

—Mi caballo —ordenó su señor en tono suave, antes de volverse para subir la escalinata y recoger sus pertenencias.

Ya no regresaría a Gante, su misión allí había concluido.

No sabía cuántos días y noches llevaba cabalgando a través del país, azotado por la lluvia. El terreno parecía un pantano, y tras aquella cortina de agua no podía distinguir dónde acababa el cielo y dónde empezaba la tierra. Su caballo tropezó en más de una ocasión, succionado por el fango deslizante que parecía no tener fondo. Aunque le dolía el cuerpo de pura extenuación, siguió cabalgando; no podía detenerse. Se dirigía hacia Ostende, en busca del mar.

Era la noche del segundo día cuando, al enjugarse los goterones de lluvia que le inundaban los ojos, distinguió las luces de Ostende, vacilantes en medio de los malecones y grandes olas blancas que se estrellaban contra el muelle. Al parecer, todos los habitantes de la ciudad se habían refugiado en sus casas y habían cerrados las puertas para protegerse de las inclemencias del tiempo.

En el muelle encontró una posada donde parecía probable que hubiera marinos. El posadero salió amablemente a recibirlo y llevó el caballo al cobertizo. El joven entró en la osada, empapado y cansado, y pidió un coñac, que apuró rápidamente sentado junto al fuego.

Los marineros bebían whisky fuerte y mascullaban reniegos contra el mal tiempo, ya que les hacía perder trabajo y dinero. La atmósfera estaba cargada del olor dulzón de su tabaco. Unos cuantos interrumpieron su ociosa charla, súbitamente interesados en el recién llegado, que había roto la monotonía de su largo confinamiento.

—¿De dónde viene con este tiempo endiablado, amigo? —inquirió uno de ellos.

—Vengo de Gante y me dirijo a Londres —respondió el joven.

Utilizó la palabra Londres en francés porque observó que, a pesar de que hablaban flamenco, la mayoría eran franceses, y deseaba granjearse su simpatía. En el alma de todo buen francés, el interés pecuniario se mezclaba con el romanticismo, mientras que el corazón flamenco estaba hecho de puro pragmatismo.

El hombre levantó tres dedos en posición horizontal para indicarle al camarero que quería otro coñac y que debía ponerle esa cantidad.

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