—Hace ya una semana que estamos encallados aquí —dijo otro marino—. Nuestras mercancías se pudren en el puerto y en las bodegas de los barcos. Ayer se resquebrajaron dos malecones enteros y fueron arrastrados por el agua. El oleaje ha levantado muchos barcos y los ha estrellado contra el muelle. Quizá tenga que quedarse aquí una buena temporada antes de que tiempo le permita hacer la travesía con seguridad.
—Debo ir a Londres, tanto si es seguro como si no, y debo hacerlo esta noche —replicó—. ¿Quién es lo bastante hombre como para llevarme al otro lado del canal?
Los marineros rieron, se dieron palmadas en la espalda unos a otros y se pellizcaron los brazos mutuamente. Era una buena broma; nunca habían visto a nadie tan loco como aquel joven que tenían delante.
El marino de mayor edad estaba sentado junto al fuego. Tenía el rostro tan nudoso y moreno como una nuez. Los demás le habían hecho sitio respetuosamente. El joven dedujo que se trataba de un capitán de barco, dueño quizá del suyo propio.
—No conseguirá a ningún hombre en Ostende que le lleve al otro lado del canal esta noche, muchacho —dijo el viejo con gravedad—. El mar es la amante de los marinos, y hoy está más furioso que una mujer a la que han dejado plantada. ¡Con el humor que se gasta esta noche, no encontrará a un solo hombre en Ostende que se atreva a apoyar la cabeza en su pecho!
Los demás rieron al oírlo, y uno de ellos pasó una jarra de cerveza. Todos los hombres echaron un buen trago, como si quisieran borrar de su mente el pensamiento de salir al mar con un tiempo semejante. Pero, mientras reían y bebían, el capitán miró con sus ojos claros al extranjero y pensó que quizá podría enterarse de algo más.
—¿Qué negocios le llevan a Londres? —preguntó.
—Se trata de un asunto, de la mayor urgencia —respondió el joven, percibiendo que había encontrado un oído atento—. Tengo que cruzar el canal esta noche. No hará falta más que un hombre de garra, temple y arrojo para llevarme.
Tras estas palabras, miró de uno en uno a los hombres presentes hasta que sus ojos se detuvieron sobre el viejo capitán.
—Pero tenga en cuenta el peligro… —repuso éste.
—Debo cruzar el canal esta noche.
—Sería ir hacia una muerte segura. Un bote no puede salir del puerto con unas olas como éstas.
—Debo cruzar el canal esta noche —repitió, en un tono tan suave y firme que los marinos dejaron de reír y, uno tras otro, se volvieron para clavar su mirada borrosa en el extranjero cubierto de barro. Nadie había visto jamás a un hombre que anunciara con semejante calma su propia muerte.
—Mire —dijo por fin el capitán—, si tiene que hacerlo, debe de ser por algo que valore más que su vida, porque el mar se alzará y lo matará, tan seguro como que estoy aquí.
El joven se levantó; a la luz rojiza del fuego del hogar, sus cabellos se veían claros, su piel transparente y sus ojos, que no se apartaron de los del viejo ni un instante, tan descoloridos y fríos como el mar invernal.
—¡Ah, esto es de mal agüero! —murmuró el viejo, escupiendo en el suelo para ahuyentar el influjo maléfico.
La lluvia golpeó las ventanas y puertas cerradas. Un leño se partió en dos y uno de los trozos cayó fuera del hogar; unos cuantos hombres se pusieron en pie de un salto y miraron a su alrededor con nerviosismo, como si acabara de entrar un fantasma, pero nadie dijo nada.
El extranjero rompió el silencio. Habó con calma y en voz baja, pero todos los presentes oyeron con absoluta precisión lo que dijo.
—Estoy dispuesto a pagar cinco mil
livres
francesas en oro, ahora mismo, al hombre que me lleve al otro lado del canal esta noche.
La conmoción sacudió a todos los presentes; no había un solo barco amarrado en los malecones del exterior que costara esa suma, a menos que contuviera una valiosa carga. Con el dinero que el joven había mencionado se podían comprar dos barcos llenos.
Los marinos aplastaron el tabaco en las cazoletas de sus pipas y se quedaron mirando sus jarras de cerveza. El joven sabía que estaban pensando en sus familias, en el bienestar de que disfrutarían sus mujeres e hijos con esa cantidad de dinero, superior a la que cualquiera de ellos podría ganar en toda una vida. Le daban vueltas a la idea; él les dejó el tiempo suficiente para hacerlo. Sopesaban las probabilidades, repasaban la suerte que habían tenido en los últimos tiempos y calculaban el riesgo, se preguntaban si un hombre podría atravesar el canal esa noche y sobrevivir.
El capitán interrumpió las meditaciones en un tono un tanto elevado.
—Le diré una cosa: si un hombre sale al mar en una noche como ésta, será un suicidio. Sólo el diablo tentaría a un marino cristiano de esta manera, ¡y ningún cristiano vendería su alma al diablo por cinco mil
livres
!
El pálido joven depositó su vaso de coñac sobre la repisa de la chimenea y se acercó a la gran mesa de roble que había en el centro de la estancia, donde todos pudieran verle con claridad.
—Entonces, ¿qué les parecen diez mil? —dijo tranquilamente.
Sin esperar respuesta, arrojó una bolsa sobre la mesa y ésta se abrió. Los marinos contemplaron en silencio las monedas que se esparcieron por la mesa y cayeron tintineantes al suelo.
En la ciudad Londres empezaba a formarse una ligera niebla.
Cuando se abrieron las puertas de la Bolsa y entraron sus miembros, dispuestos a ocupar sus lugares respectivos para emprender la jornada diaria, un joven pálido de fríos ojos azules se hallaba entre ellos. El joven en cuestión se quitó la capa y se la entregó, junto con el bastón de pomo de oro, al portero. A continuación les estrechó la mano a algunos de sus colegas y ocupó su sitio.
El mercado de valores se mostraba errático, pues los títulos británicos de deuda pública consolidada (bonos de guerra) se estaban ofreciendo a precios muy reducidos. Las noticias que llegaban de la guerra eran malas. Se rumoreaba que Blücher había sido derribado del caballo (los franceses habían derrotado a su ejército en Ligny) y que Arthur Wellesley, duque de Wellington, se encontraba atrapado por culpa de unas desafortunadas lluvias en Quatre-Bras y era incapaz de sacar su artillería pesada del barro.
Las cosas parecían ponerse mal para los aliados, pues, si los británicos bajo el mando de Wellesley caían con tanta rapidez como los prusianos, Napoleón, apenas transcurridos tres cortos meses desde su huida de Elba, volvería a atrincherarse firmemente en Europa. Y, en tal caso, los bonos británicos que se habían emitido para financiar una costosa guerra, no valdrían ni el papel en el que estaban impresos.
Pero uno de los hombres que se hallaban en la sala tenía noticias frescas. El joven pálido permaneció tranquilamente en su puesto y compró todos los bonos que se pusieron a su alcance. Si había cometido un error de apreciación, él y su familia se arruinarían; sin embargo, su juicio se basaba en información, y la información era poder.
Estando en Gante había visto llegar al mensajero procedente del campo de batalla de Waterloo, el cual se había arrodillado ante un hombre alto y corpulento como si fuera un soberano reinante. Ese simple gesto significaba que el resultado de la batalla se había decantado del lado británico, y no del francés, como todo el mundo suponía, ya que el hombre alto de Gante era Louis Stanislaus Xavier, conde de Provenza, conocido en toda Europa como Luis XVIII, rey de Francia, y depuesto por el usurpador Napoleón Bonaparte cien días antes.
No obstante, esa información sólo significaba poder si se utilizaba con rapidez y eficacia. Desafiando la ruina y el miedo a la muerte en el canal, el joven había logrado llegar a la Bolsa de Londres unas horas antes que la noticia de la derrota de los franceses en Waterloo; y, transcurridas varias horas de actividad, había comprado tantos bonos devaluados que había atraído la atención general.
—¡Oye!, ¿qué trama hoy el judío, comprando todos esos bonos de guerra? —le comentó un agente a otro—. ¿Acaso no se ha enterado de la derrota de Blücher en Ligny? ¿Crees que piensa que se puede ganar una guerra con la mitad de un ejército?
—Quizás harías mejor en pujar como él —replicó su compañero fríamente—. Según mi experiencia, suele tener razón.
Cuando por fin llegaron las nuevas de Waterloo a Londres, pronto se extendió la noticia de que el joven había acaparado el mercado de bonos de guerra a menos de un diez por ciento de su valor real.
Una mañana, el hombre que había puesto en duda su juicio encontró a su joven colega entrando solo en la Bolsa.
—Oye, Rothschild —le dijo, palmeándole cordialmente la espalda—, estuviste muy acertado en el asunto de los bonos. ¡Dicen que obtuviste un beneficio de más de un millón de libras en menos de un día!
—¿Eso dicen? —replicó el aludido.
—La gente afirma que vosotros, los judíos, en cuestión de dinero olfateáis las oportunidades mejor que nadie, ¡y que por eso tenéis la nariz tan larga! —El hombre, cuya bulbosa y roja nariz era, con mucho, más larga que la de su compañero, se echó a reír—. Pero lo que quiero saber, de primera mano, como se suele decir, es esto: ¿fue realmente intuición judía? ¿O sabías antes que todo Londres que Wellington había ganado la batalla?
—Lo sabía —le respondió Rothschild con una sonrisa glacial.
—¡Lo sabías! Pero ¿cómo demonios…? ¿Acaso te lo dijo un pajarito?
—Exactamente —contestó Rothschild.
¡Oro del Rin! ¡El más precioso oro!
¡Oh, si tu purísima magia se despertara de nuevo entre las olas!
¡Lo que tiene valor mora tan sólo en las aguas!
¡Despreciables y ruines quienes se encumbran por encima de ellas!
«El lamento de las doncellas del Rin».
El Oro del Rin, Acto I
RICHARD WAGNER
SAN FRANCISCO
Se han compuesto más piezas musicales sobre el dinero que sobre el amor y, a menudo, con un final más feliz y una melodía más pegadiza. La pobreza puede mover a algunos a cantar blues, pero la riqueza y la codicia parecen exigir una música a mayor escala: la ópera.
Bien sabía yo a qué alturas elevaba el tema del dinero las almas de los hombres. Era banquero. Aunque, para ser exactos con el género, debería decir «banquera»: un cerebro en ordenadores y la ejecutiva más cotizada del todopoderoso Banco del Mundo.
Si no hubiera ganado tanto dinero, no podría haberme permitido tener un asiento en un palco de la Ópera de San Francisco, y si no hubiera estado sentada en ese palco de la Ópera aquella aburrida noche de noviembre, nunca se me habría ocurrido la idea. La idea consistía en cómo hacer más dinero.
La ópera es el último refugio del capitalismo salvaje. Nadie que esté lo bastante loco como para pagar por ir a la ópera, dejaría de asistir por nada del mundo. ES la única forma de entretenimiento en la que se gasta mucho dinero por el mero placer de ver cómo se gasta mucho dinero en muy poco entretenimiento.
Era un mes antes de Navidad, durante la época de las grandes lluvias; las lluvias se habían llevado incluso la niebla, sustituyéndola por montañas de lodo que cubrían carreteras y puentes. Sólo los locos se aventuraban a salir con un tiempo semejante. Naturalmente, la ópera estaba atestada de gente cuando llegué.
Llevaba el terciopelo y las perlas literalmente chorreando. No había encontrado aparcamiento cerca de la Ópera, así que había tenido que chapotear por todos los charcos como un guerrillero que se entrena para el combate. Llegaba tarde y echaba chispas, pero ninguna de las dos cosas se debía al mal tiempo.
Acababa de tener una riña con mi jefe. Como de costumbre había malogrado mis planes, pero en aquella ocasión no lo iba a olvidar. Aún trataba de digerir la rabia que sentía cuando subí corriendo la escalera de mármol. Sonaba el tercer timbrazo cuando un acomodador de guantes blancos abrió la puerta de mi palco.
Aunque hacía ya tres temporadas que ocupaba el mismo asiento, llegaba y me iba con tal celeridad que sólo tenía tiempo de intercambiar mudos asentimientos con las personas que compartían el palco. Eran del tipo que grita
bravi
en lugar de
bravo
. Se aprendían de memoria todos los libretos y siempre llevaban consigo su propio cubo para enfriar el champán. Ojalá hubiera dispuesto del tiempo suficiente para comprometerme de ese modo con alguna otra cosa que no fuera la maldita banca.
Estoy segura de que les parecía curioso que llegara tarde tan a menudo y siempre sola. Pero tan pronto como había empezado a trabajar en el banco, diez años antes, me había dado cuenta de que ni la vida social ni las aventuras amorosas se llevaban bien con la olla a presión que era el mundo de las altas finanzas. Una banquera tenía que concentrarse en el balance anual.
Me abrí paso hasta el primer asiento justo cuando se apagaban las luces y me dejé caer en la silla tapizada. En la oscuridad, alguien tuvo la amabilidad de pasarme una copa de champán. Bebí a sorbos el espumoso mientras me subía el escote del vestido que, empapado como estaba, empezaba a deslizarse en el momento en que se alzó el telón.
La ópera de aquella noche era la menos indicada para mi estado de ánimo:
El oro del Rin
, una de mis favoritas y la primera de las impresionantes y recargadas obras que forman
El anillo de nibelungo
, de Wagner. Da comienzo con el robo del precioso oro de las profundidades del Rin, pero la obra completa, que consta de cuatro óperas, desarrolla la eterna historia de la corrupción entre los dioses, cuya codicia los induce a sacrificar su propia inmortalidad a cambio de una selecta propiedad llamada Valhalla. Al final de
El anillo
, los dioses son destruidos y el magnífico Valhalla desaparece en un estallido de llamas.
Más allá de las relucientes candilejas vi las oscuras profundidades acules del Rin. El enano Alberico acababa de robar el oro y las estúpidas doncellas del Rin chapoteaban tras él, tratando de recuperarlo. Paseé la vista por el público: apariciones fantasmales cubiertas de joyas, raso y terciopelo parecían flotar por las cavernosas bóvedas del tesoro, en lo más profundo del lecho del río. Comprendí que, en realidad, la Ópera de San Francisco tenía un gran parecido con la inmensa bóveda de un banco, y fue entonces precisamente cuando se me ocurrió la idea: ¡yo sabía robar tan bien como el desgraciado enano! Al fin y al cabo, era banquera. Además, después de los acontecimientos del día, estaba plenamente justificado que lo hiciera.