Riesgo calculado (3 page)

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Authors: Katherine Neville

Tags: #Intriga, Policíaco

Mientras las oscuras aguas del Rin se evaporaban en una fina neblina azul y el dorado sol se elevaba por encima de los dioses, que despertaban en Valhalla, mi mente discurría como una calculadora. Me obsesionaba aquella idea. Estaba segura de saber cómo robar una gran cantidad de dinero y quería ponerme a prueba de inmediato.

Aunque en
El oro del Rin
no hay intermedios, cuando se tiene asiento en un palco se puede entrar y salir a discreción, como la realeza. Sólo tenía que cruzar la calle para ir a mi despacho del centro de cálculo del banco. Así pues, me eché la capa empapada sobre el vestido empapado, bajé la escalinata de mármol y salí a la noche wagneriana.

Las calles estaban aún mojadas y relucientes y el macadán parecía regaliz. Los faros de los coches proyectaban su luz sobre la superficie del pavimento y, en medio de la niebla, me producían la extraña impresión de que éstos circulaban al revés bajo el agua.

Me sentí como si también yo me estuviera ahogando. Mi estado de ánimo había sufrido un buen remojón; me estaba hundiendo en el pozo negro de mi propia carrera, caía en él por tercera vez. Mi jefe era la oscura nube que agitaba las aguas.

A primera hora de esa misma noche, cuando me había dejado caer por mi despacho tras un largo día de reuniones agotadoras y dispuesta ya a ir a la Ópera, me había encontrado las luces apagadas, las cortinas corridas y a mi jefe sentado en la oscuridad tras mi mesa. Llevaba gafas de sol.

Mi jefe era uno de los vicepresidentes decanos del Banco del Mundo; no se puede llegar mucho más arriba. Se llamaba Kislick Willingly III y, a pesar de que mis subordinados habían ideado infinidad de nombres imaginativos para referirse a él a sus espaldas, la mayoría de la gente le llamaba Kiwi a la cara.

Kiwi procedía de la zona central de Estados Unidos, la parte que yo llamo el Interior, y había deseado ser ingeniero. Llevaba siempre una regla de cálculo colgada del cinturón y camisas de manga corta con un «protector de bolsillos» de plástico lleno de bolígrafos, entre los que figuraba un lápiz de delineante, por si se le pedía que dibujara algo, y una pluma estilográfica de oro, por si le pedían que firmara algo. También llevaba rotuladores de colores; así, cuando se le ocurría una idea de improviso, podía precipitarse al interior del primer despacho que tuviera a mano e ilustrar sus pensamientos sobre una pizarra Vileda.

Normalmente, Kiwi era un hombre alegre y entusiasta que había alcanzado una posición y un salario elevados a base de apuñalar por la espalda, alegre y entusiásticamente, a un gran número de sus colegas. En el mundo de la banca, a esta combinación de entusiasmo y traición se le da el nombre de «lumbrera política».

Kiwi había pertenecido al equipo de fútbol americano de su instituto y conservaba la capacidad de consumir grandes cantidades de cerveza. Su estómago se había dilatado en consonancia, por lo que a menudo le asomaban los faldones de la camisa fuera de los pantalones cuando corría por los pasillos dispuesto a firmar algo importante.

Su madre había insistido en que abandonara el fútbol americano, la cerveza y la fantasía de convertirse en ingeniero, para estudiar contabilidad, así que se convirtió en CPA (
Certified Public Accountant
). Pero ser contable le hizo desgraciado y, en mi opinión, provocó que surgiera su lado oscuro.

Su lado oscuro era algo digno de verse, porque realmente Kiwi descendía a las simas de la oscuridad cuando alguien desbarataba sus planes o él tenía la impresión de que no podía salirse con la suya. Empezaba por llevar gafas de sol con cristales negros en la oficina y con cristales de espejo en la calle. Corría las cortinas, apagaba todas las luces y dirigía las reuniones entre tinieblas. Las personas como yo pueden sentirse muy incómodas cuando las obligan a conversar con una voz sin cuerpo.

Cuando Kiwi se hallaba sumido en tales estados de ánimo, se deslizaba en los despachos de otros, apagaba las luces y se quedaba sentado en silencio, en lo que él llamaba un «estado de incógnito». Así lo había encontrado en mi despacho esa noche antes de ir a la Ópera.

—No enciendas la luz, Banks —musitó en la oscuridad—. Nadie sabe que estoy aquí; voy de incógnito.

—De acuerdo —dije yo, y, dado que su voz procedía de la silla de detrás de mi escritorio, tanteé por la habitación buscando dónde sentarme—. ¿Qué ocurre, Kiwi?

—Eso tendrás que decírmelo tú —replicó él, malhumorado. Sostenía en alto algo, grande y rectangular, que apenas distinguí en la penumbra, y le dio unos golpes con el dedo—. Según creo, esta propuesta es cosa tuya, ¿no?

Kiwi sabía ser desagradable cuando le parecía que un empleado había traspasado sus límites, en especial si eso significaba que el empleado podía acaparar una parte de luz de los focos que él reservaba para sí mismo. Efectivamente, esa misma mañana yo había enviado una propuesta a la dirección, en la que sugería que se reforzara la seguridad de todos los sistemas informáticos que manejaban dinero, y solicitaba los fondos para llevarlo a cabo.

No se lo había consultado a Kiwi porque sabía que él rechazaría cualquier idea que no fuera suya. Y la idea de la seguridad no iluminaría jamás su limitada imaginación; ya que ésta carecía de la brillantez y el encanto necesarios para permitirle avanzar en su carrera; sólo le servía para hacer buenos negocios. De modo que había pasado por encima de Kiwi al enviar la propuesta sin decírselo, y ya se había enterado. Pero yo sabía algo que él no sabía, así que sonreí en la oscuridad, porque cualquier día, pronto, dejaría de estar bajo su yugo.

Exceptuando las formalidades de una comprobación de mi historial y de una oferta escrita, técnicamente me habían aceptado como directora de investigaciones de seguridad del Banco de Reserva Federal, el proveedor de seguros de toda institución financiera con licencia federal de Estados Unidos. En unas pocas semanas asumiría esa responsabilidad y, gracias a ese trabajo, conseguiría tener más influencia en la industria financiera que ningún otro banquero del sexo femenino de Estados Unidos, y quizá del mundo. Naturalmente, la primera tarea que emprendería una vez que ocupara dicho puesto sería asegurarme de que los mayores bancos, como el Banco del Mundo, tuvieran las seguridad adecuada para proteger los depósitos de sus inversores.

La propuesta que había enviado aquella mañana era sólo una forma de poner la pelota en juego. Una vez que estuviera en la Fed, era muy poco probable que Kiwi pudiera rechazar mis sugerencias, como había estado haciendo con toda mejora que había propuesto en el pasado.

—La propuesta es mía, señor —admití, sin dejar de sonreír en la oscuridad—. Sé que la seguridad es un tema que le afecta profundamente.

«Y también la aerofagia»., pensé.

—Muy cierto. —En las tinieblas, su voz sonaba en un tono que no me preocupaba—. Lo que explica mi sorpresa al enterarme de que habías presentado una propuesta sin consultarla conmigo. Yo podría haberte ayudado; después de todo, el trabajo del director es engrasar las ruedas de su personal.

Traducido, quería decir que yo debía trabajar para él, y no al revés, y que conocía a personas más importantes en el banco que yo, cuyas ruedas podía engrasar. «Pero no por mucho tiempo», trataba de recordarme a mí misma mientras él seguía con su discurso rimbombante. Estaba tan abstraída, disfrutando de ese pensamiento, que casi no me di cuenta cuando el martillo cayó.

—Banks, no soy el único que opina que tu peor enemigo eres tú misma. El jefe de marketing también ha leído tu propuesta. ¿Cómo se supone que va a «hacer publicidad» del hecho de que el banco necesita mejorar su seguridad? ¿Qué opinarían nuestros clientes si les dijéramos eso? ¡Sacarían todo su dinero y se irían a otro banco! No podemos despilfarrar fondos en nuevos sistemas como éste, en cosas que no atraerán a un nuevo y más amplio sector de clientes. Esta falta de consideración por la parte que la banca tiene de negocio me ha obligado a explicarles a los responsables del Fed que no eres la candidata adecuada…

—¿Perdón? —salté, alarmada. Se me estaba formando un nudo frío, helado en el estómago. Esperaba no haberlo oído bien.

—Me han llamado esta tarde —decía Kiwi, mientras yo me agarraba a los brazos de mi silla giratoria—. No tenía la menor idea de que estuvieras pensando en un trabajo como ése, Banks. Vosotros, los currantes, deberíais tener a vuestro jefe mejor informado. Pero, claro está, después del fiasco de esta propuesta, he tenido que decirles la verdad: que aún no estás a punto…

A punto… ¿A punto? ¿Qué era yo? ¿Una maldita tetera lanzando pitidos? ¿Quién era él para decidir si yo estaba a punto y para qué? La conmoción me dejó paralizada, apenas podía respirar, y mucho menos hablar.

—Eres un técnico brillante, Banks —proseguía, en su tono de «déjame que te eche sal a esas heridas»—. Con el asesoramiento adecuado y un poco de paciencia, aprenderás a ser un director medio decente; pero, mientras te empeñes en defender sofismas en vez de preocuparte por nuestras necesidades básicas como negocio, me temo que no podré darte el respaldo que deseas.

Le oí hacer trizas mi propuesta, lenta y deliberadamente, en la penumbra. La ira me había dejado sin habla. Noté que me temblaban las manos y di gracias porque él no pudiera verlas. Había estado trabajando diez años para alcanzar ese objetivo y él lo había machacado con una simple charla telefónica. Conté hasta diez y me levanté para marcharme. Nunca había necesitado tanto una bocanada de aire fresco. Tuve el pensamiento fugaz de aporrearle la cabeza con la placa de bronce de mi mesa de despacho, que me quedaba a mano, pero no estaba segura de darle en la oscuridad que lo envolvía todo; podía fallar, y ya había tenido bastantes decepciones en un solo día.

Cuando estaba llegando a la puerta, Kiwi añadió:

—Banks, esta vez te he sacado del apuro y le he asegurado a todo el mundo que no volverás a perder la cabeza ni a presentar propuestas estúpidas. Además, nuestra seguridad no necesita ser mejorada; nuestro banco es tan hermético al agua como cualquier otro del mercado.

«También lo era el Titanic», pensé yo cuando salí en dirección a los lavabos para ejecutivos con la intención de cambiarme para ir a la Ópera. Una vez allí, saqué de un tirón las perlas de mi maletín y me las colgué del cuello sin dejar de mirarme la cara; tensa y pálida, en el espejo.

Cuando regresé una hora más tarde, empujé las puertas de cristal del centro de cálculo del banco y avancé con paso airado por el vestíbulo de granito pulido; estaba aún más furiosa que antes. Los guardias charlaban de pie tras el macizo panel desde donde se controlaban las alarmas y cámaras electrónicas de todo el edificio. Supongo que me tomaron por una borracha vagabunda y cubierta de barro que se les había colado, porque uno de ellos se volvió hacia mí sobresaltado.

—Ah, no pasa nada —dijo el otro, tocándole el brazo—. Es la señorita Banks. Vive aquí, ¿no es cierto, señora?

Estuve de acuerdo en que realmente vivía en un maldito centro de cálculo.

Eso era lo malo de mí, pensé mientras caminaba con ruido de chapoteo por el vestíbulo, en dirección a los ascensores: que tenía la vida social de una calculadora. Me había pasado cada hora de los últimos diez años, a excepción de las dedicadas al sueño, comiendo, bebiendo, respirando y sudando altas finanzas, y apartando de mi vida todo cuanto pudiera interferir en mi obsesión y mis objetivos.

Llevaba la banca en la sangre. Después de todo, era el negocio de la familia. Cuando mis padres murieron, mi abuelo, Bibi, educó a su nieta con el propósito de que se convirtiera en la primera mujer vicepresidente ejecutivo de una institución financiera importante. En lugar de eso, era probable que en el corto espacio de unas horas, durante un entreacto de
El oro del Rin
decidido por mí misma, me convirtiera en la primera ejecutiva que cometía un robo en un banco de categoría internacional.

Claro que, en realidad, mi intención no era «robar» dinero, pensaba cuando se cerraron las puertas del ascensor y subí hasta el decimotercer piso. Y no sólo porque el enriquecimiento súbito de los banqueros resultara sospechoso; a causa de mi elevada posición, por ejemplo, mis cuentas sufrían una auditoria trimestralmente. También porque, como mi vida giraba en torno al dinero éste no significaba demasiado para mí. Precisamente por el hecho de manejar grandes sumas de dinero cada día, había desarrollado un sentido esotérico sobre su naturaleza transitoria.

Quizá le parezca extraño a alguien ajeno al mundo de la banca, pero la mayoría de la gente comete dos errores fundamentales respecto a la naturaleza del dinero y al bienestar que éste proporciona. El primero es suponer que el dinero posee determinado valor intrínseco o, al menos, establecido. No lo posee. El segundo es creer que se puede proteger físicamente metiéndolo en la cámara acorazada de un banco o en algún lugar seguro. No se puede.

Para comprender por qué no, uno tiene que aceptar que el dinero es un simple símbolo. Cuanto más dinero se mueve y cuanta más velocidad se imprime al movimiento, más simbólico se vuelve; lo difícil es entonces controlar su valor absoluto, o incluso aproximado. Cuando se mueven sumas de dinero de cierta envergadura de un lugar a otro, y se hace con la suficiente rapidez, prácticamente desaparecen.

Lo mismo ocurre con respecto al robo; sólo cambian los métodos, no los conceptos ni los motivos. Los seres humanos han robado desde mucho antes de que se inventara el dinero; pero, cuanto más «manejable» es una fortuna, más fácil resulta robarla. Cuando el trueque se efectuaba por medio de vacas, los ladrones tenían un verdadero problema. Sin embargo, con la aparición de los ordenadores el dinero en efectivo se ha vuelto tan manejable que apenas existe, si no es como un leve parpadeo electrónico. Creo que esta época de alta tecnología en la banca es una especie de amanecer del simbolismo fiduciario, es decir, de la era en la que el dinero no será más que puntos diminutos de luz emitidos por satélites espaciales.

Yo debía saber cómo funcionaba; era jefe de un departamento del banco llamado Transferencia Electrónica de Fondos o TEF. Nuestro trabajo consistía en mover dinero, y en todos los bancos del mundo había un departamento como el mío con un télex o un teléfono. Yo sabía lo que hacían todos esos departamentos y cómo lo hacían. En aquel momento pensé que tales conocimientos podrían serme útiles.

Naturalmente, no se puede hacer pasar el dinero real a través de una línea telefónica. Las transferencias por cable que utilizábamos eran tan sólo comunicados en los que un banco autoriza a otro a sacar dinero de la «cuenta corresponsal» del primero; es como extender un cheque. Casi todos los bancos tienen ese tipo de cuentas en otras entidades financieras con las que suelen hacer negocios; si no es así, deben realizar las transferencias a través de un tercer banco en el que ambos tengan cuenta.

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