Felicité a Kiwi por su buena suerte, que se debía a una baza contra la que nada se podía oponer: ser un hombre.
—Teniendo en cuenta que Lawrence va a recomendar mi admisión —Kiwi hablaba con efusión excesiva y sin aliento, como una colegiala—, no es conveniente que le moleste. ¿No podrías echarle un hueso a Karp hasta que se le pase? Si quieres a ese Tavish, encuéntrale a Karp otro tipo que le sirva. Dejo el asunto en tus manos, Banks; eres un buen hombre…, quiero decir, una buena mujer. Le llamaré y le diré que hemos encontrado un candidato misterioso, alguien verdaderamente increíble. Delego en ti la tarea de buscarlo.
Abandoné el despacho de Kiwi aferrada a mis papeles para el viaje a Nueva York. Me sentía afortunada por haber salido tan bien parada. Después de todo, me quedaba por lo menos un día para mantener mi postura sobre Tavisch hasta que ideara un plan para quedármelo, y el viernes estaría ya en la Gran Manzana. Una vez que tuviera a Tor de mi parte, nada me detendría. Además, tener unos cuantos millones de dólares dando vueltas por ahí, aunque fuera por poco tiempo, aplacaría las quejas de cualquier empleado descontento.
Al menos eso era lo que yo pensaba entonces.
Había invitado a Tavish a cenar conmigo en mi propio club: Le Club, mi restaurante favorito de San Francisco. Quería que el círculo de calidad estuviera en funcionamiento antes de ir a Nueva York a finales de semana, y sabía exactamente lo que sus miembros tenían que hacer.
Quizá Tavish, un
teckie
honrado y franco, sintiera escrúpulos con respecto a algunas de las cosas que yo tenía en mente. Sin embargo, si no le daba algunas directrices, seguiría buscando bajo las piedras equivocadas cuando yo regresara. Yo sólo intentaba ayudar. Después de todo, iba a forzar los sistemas cuya dirección había estado a mi cargo durante los diez años anteriores.
Cuando paré el coche un poco antes de llegar al restaurante, vi a Tavish esperando bajo el toldo verde oscuro. Llevaba traje, corbata y zapatillas deportivas. SE había recortado los largos cabellos rubios, que le llegaban hasta los hombros, consiguiendo casi aparentar los veintidós años que en realidad tenía.
—¡Caramba! Espero que no te hayas comprado ese traje sólo para la cena de esta noche —le dije cuando me acerqué, después de haber aparcado—. ¿Dónde te has dejado la camiseta? Pensaba que era tu uniforme.
—La llevo debajo de la camisa, como Superman —me contestó—. Tengo la impresión de que me infunde una especie de energía interior.
Aunque Tavish pudiera parecer infantil e ingenuo, se había afilado sus dientes de
teckie
con algunos importantes cerebros de la matemática.
El mundo del procesamiento de datos presenta la peculiaridad de que muchos
teckies
, con independencia de su edad, ganan más dinero que los altos ejecutivos. Según las cifras mencionadas en la ficha de Tavish, éste había sobrepasado la cuantía de mi salario en el Banco del Mundo cuando apenas contaba dieciocho años. Sus credenciales eran tan impresionantes que me pregunté por qué seguiría en el banco, trabajando para un burro como Karp, cuando podía marcharse a Silicon Valley, a cincuenta kilómetros, en cuanto se lo propusiera. Quería saber qué era lo que motivaba a Tavish; por eso le había invitado a cenar. Y no esperé a terminar los cinco platos para ir al grano.
—Me gusta este sitio —dijo Tavish media hora más tarde, inspeccionando el cálido y acogedor salón donde nos hallábamos cómodamente sentados en sillas tapizadas de terciopelo verde oscuro. Los camareros nos servían platos espléndidamente presentados y rellenaban nuestras copas de champán en un silencio discreto—. Y me alegra tener la oportunidad de darle las gracias por arrancarme de las garras de Karp.
—Me temo que aún no estás completamente fuera —repuse, regando mi
blanquette de veau
con un delicioso borgoña blanco—. Tu amigo Peter-Paul ha telefoneado a Kiwi poco después de que yo me hubiera quedado convencida de que te había contratado, y le ha dicho que no había trato. Al parecer piensa que tú estarás de acuerdo con él. Dice que le debes un favor.
—Le debo algo, de acuerdo —replicó Tavish torvamente—, pero no lo que él piensa. No es un secreto, al menos para usted. Trabajé con Karp antes, ¿sabe?, en Florida. Me contrató para desarrollar programas registrados que después comercializaría su firma. Yo iba a llevarme el cincuenta por ciento de los derechos, o al menos eso afirmó, y otra cosa que deseaba aún más.
—¿Y qué era?
—Me dijo que me avalaría para conseguir la tarjeta verde, un permiso de residencia permanente. Sin él, siendo extranjero, no puedo trabajar en este país, a menos que sea ilegalmente. Pero el negocio de Karp se fue al garete debiéndome medio millón en derechos de autor. Todos mis beneficios se los metió por la nariz, pero no podía denunciarlo porque era mi fiador oficial.
—¿Te refieres a cocaína? —pregunté, sorprendida.
—Tiene un vicio de cien mil dólares al año que no puede permitirse, a pesar de su desorbitado salario —me contó Tavish—, de modo que utiliza a sus subordinados y los sistemas informáticos del banco para producir programas en abundancia que luego vende en el mercado libre. Aunque no puedo probarlo, creo que todos sus subordinados hacen horas extras para él y las cobran con comisiones. A mí también me lo pidió, amenazándome con entregarme a Inmigración.
—Pero tú no estás aquí ilegalmente —repliqué—. Tienes un permiso temporal y estás intentando obtener la tarjeta verde. Lo he visto en tu ficha esta misma mañana.
—Él ya no puede ser mi fiador. Técnicamente su empresa ya no existe. En ese sentido, también mi trabajo en el banco es un fraude. Fue él quien les dio mis referencias, ¿comprende? Si me deportaran de vuelta al Reino Unido, tendría suerte si consiguiera un pequeño porcentaje de lo que gano aquí por mi cualificación técnica. No he asistido a un colegio prestigioso, ¿comprende?, sólo soy un chico de clase trabajadora.
—Supongo que te das cuenta de que esto me pone en un verdadero aprieto —mentí. ¡Qué asombroso milagro de buena suerte había resultado aquella cena!—. No puedo denunciar a Karp si no tengo pruebas de sus actividades ilegales; además, silo hiciese, ello significaría tu deportación o, como mínimo, tu ruina profesional por haber entrado en el banco de manera fraudulenta. Pero si dispusiera de un poco más de tiempo para encontrar a otra persona que trabajase para él, alguien a quien no pudiera rechazar, entonces, más adelante, idearía un modo de sacarte de este lío.
—No he pensado en otra cosa en todo el día. Estaba completamente seguro de que montaría el número —me confesó Tavish—, y por fin he encontrado a la persona perfecta, alguien que está deseoso de entrar en ese departamento para siempre.
—¿Conoces a alguien que quiere trabajar para Karp? —inquirí yo con perplejidad—. Sea quien sea, debe de tener un encefalograma plano.
—Es una mujer —me explicó—. Su nombre es Pearl Lorraine y se encarga de las divisas. Es especialista en econometría y mi cliente, puesto que creo el apoyo para sus sistemas. Es brillante y negra, Karp tendrá que buscar una buena razón para rechazarla.
—¿Pearl Lorraine? ¿La de la Martinica? Conoce el negocio de las divisas mucho mejor que Karp y también posee conocimientos de informática. Pero ¿qué piensa ella de la idea?
Por lo que yo sabía de Pearl Lorraine, no haría un movimiento semejante sin tener un buen motivo. En el banco tenía fama de ser una oportunista militante del medro.
—Dice que Karp es una especie de nazi, entre otras cosas. Al parecer, Karp llama negritas de la jungla a sus subordinadas y alardea de que contrata exclusivamente a secretarias negras porque tienen unos culos estupendos.
—¡Dios mío! —exclamé—. Si eso es cierto, ¿qué te hace pensar que ella querría trabajar para un tipo así?
—Muy sencillo —contestó Tavish con una sonrisa socarrona—: sabe de divisas más que él y aspira a ocupar su puesto. Y, si quieres hacer una carrera completa, tienes que darle a la bola cuando te la lanzan.
Estuve de acuerdo con Tavish en que, dadas nuestras apuradas circunstancias, Peral era la solución perfecta. Cuando llegaron el queso y la fruta decidí que era el momento indicado para pasar al verdadero tema de la cena.
—Me voy a Nueva York a finales de semana —le dije a Tavish—. El círculo de calidad estará en marcha para entonces. Seréis seis, y hay unas cuantas cosas que me gustaría discutir antes de irme.
Tavish me miró con seriedad por encima del tenedor y asintió, esperando que continuara.
—En primer lugar, quiero que entréis en el fichero de clientes y sus correspondientes datos sobre cuentas bancarias, y luego en el sistema de transferencia electrónica de fondos.
—¿En las transferencias telefónicas? ¿En su propio sistema? —se sorprendió Tavish—. Ese debe de ser el sistema más complejo de todo el banco; habrá que entrar al menos desde dos lugares diferentes…
—Necesitáis las claves de verificación, para acceder a las transferencias telefónicas en sí —admití—, y también los números de cuentas de los clientes y sus contraseñas secretas para sacar dinero de cuentas concretas.
—¿Quiere decir que hemos de robar una clave de verificación durante un día, sólo para demostrar que puede hacerse?
—Los bancos no pueden cambiar sus claves todos los días —expliqué—. Debe de existir un programa en el sistema que descifre todas las claves y que, de alguna manera, determine su validez aunque cambien sin previo aviso.
—Asombroso —dijo Tavish—, e increíble. Si existiera un programa de «decodificación» de ese tipo, cualquiera podría sacar dinero de la cuenta que más le gustara y transferirlo a cualquier otra, suponiendo que dispusiera de los número de cuenta.
Sonreí, cogí una servilleta de papel y dibujé sobre ella un esquema rudimentario:
—Cada agencia del banco tiene una ficha como ésta. El número de la parte superior es el número de localización, que nos dice qué agencia realiza la transferencia. En la primera columna figura un código especial para indicar el mes en curso, la segunda columna muestra el día y la tercera, la cantidad en dólares de la transferencia. Estos cuatro números, el de localización, el código del mes, la fecha del día y la cantidad en dólares, ¡son la clave de comprobación! Todas las claves cambian cuando cambian el día y la cantidad de dinero. ¡Eso es todo!
—Bromea —dijo Tavish—. Yo trabajo en sistemas de divisas y no sé nada de las operaciones de las agencias del banco; pero, si es tan sencillo, ¡cualquiera podría introducirse en el sistema y robar fondos!
—Quizá lo haya hecho ya —comenté, tomando un sorbo de champán—. Eso es lo que se supone que tenéis que averiguar. Aunque, lógicamente, tal vez resulte más difícil de lo que creo. Yo no he visto los sistemas que decodifican estas claves.
—¿Pero qué complejidad podría tener con una
input
así? —preguntó Tavish, blandiendo la servilleta en su excitación—. Después de todo, sólo son programas, ¿no es cierto? Pero, si tiene razón y realmente funciona así, ¡la seguridad debe de ser un horror inimaginable!
—¿Te arrepientes de haberte apuntado a este proyecto? —inquirí.
—En su lecho de muerte le preguntaron a Lord Maynard Keynes si se arrepentía de algo en su vida —replicó Tavish—. Su última frase fue: «¡Desearía haber bebido más champán!».
Brindamos por eso.
Había olvidado mencionarle a Tavish que conocía a Pearl Lorraine desde hacía años. En realidad, la conocía tan bien que fue ella quien me llevó al aeropuerto en su Lotus de dos asientos color verde esmeralda aquel viernes después de mi noche en la Ópera.
Todo en Pearl lanzaba destellos esmeralda, desde sus improbables ojos verdes en un rostro negrísimo, pasando por los pantalones de ante color esmeralda, ceñidos como una segunda piel, hasta el dije de esmeralda auténtico que colgaba entre el escote más que generoso de su suéter.
Pearl era una tía marchosa, pero demasiado rápida al volante para mi gusto. De camino al aeropuerto me pregunté si estaría intentando romper la barrera del sonido cuando, tras ver pasar volando el borrón de un eucalipto, Peral metió una marcha cuya existencia yo desconocía y tomó la rampa de la autopista sin peaje sobre dos ruedas.
—Caramba, de haber sabido que podíamos llegar antes que el avión te hubiera pedido que me llevaras a Nueva York —comenté, aferrándome a la portezuela con las uñas.
—Encanto, no te compres un coche rápido si no sabes conducirlo —me contestó; luego tocó la bocina y le arrancó la pintura a un taxi que renqueaba a ciento treinta—. Además, he salido pronto del trabajo para que podamos disponer de tiempo, sentarnos a tomar algo y darle al palique. Últimamente te has vuelto una ermitaña y apenas te veo.
—Creo que tendremos tiempo de sobra —le aseguré—. Acabamos de traspasar la línea horaria internacional. Al parecer, en la Martinico no hay educación correctiva para conductores.
—Cuando al mundo empiecen a gustarle los listillos, encanto, llegarás a la cima —me informó alegremente, al tiempo que nos deteníamos ante la puerta con un chirrido de frenos. Pearl saltó del coche cuando el polvo aún no se había vuelto a posar, le tiró las llaves y un billete de diez dólares al asombrado portero y le ofreció una de sus deslumbrantes sonrisas—. Nosotras cogeremos las maletas —dijo, mientras me hacía entrar apresuradamente.
—¿Tienen un mozo para aparcar? —inquirí.
—A caballo regalado no le mires el diente —me contestó Pearl, conduciéndome hacia el bar, una pesadilla de curiosidades polinesias con aspecto de haber sido diseñado por un equipo de arquitectos mormones de Guam.
Pearl había pedido dos Bloody Mary y estaba ya mascando su trozo de apio cuando volvía de facturar mis maletas.
—Gracias por conseguirme el trabajo con el imbécil de Karp —murmuró entre dientes—. Cuando quieras que te devuelva el favor…
—Espera a llevar unas cuantas semanas allí. Para entonces, a lo mejor has cambiado de opinión. —Tomé dubitativa un sorbo del aguado jugo de tomate y añadí—: Tavish me dijo que querías trabajar allí para quitarle el puesto a Karp, aunque no consigo imaginar por qué. He oído decir que es un racista. ¿No será una especie de
vendetta
? No me parece tu estilo…
—¿Para demandarle por discriminación racial, quieres decir? —Pearl rió y agitó la mano en el aire para que la camarera nos trajera otra ronda—. Por supuesto que no. Odio ese tipo de cosas en las que hay abogados metidos por medio. Siempre he pensado que debe de existir alguna razón para que en francés la misma palabra sirva para «abogado” y para “aguacate». No, Karp me importa un rábano. Es el poder, las riendas, encanto, ése es el nombre del juego. Tengo un máster en economía, lo cual significa que puedo aumentar los ceros de mi salario. Karp gana el doble que yo, pero todo lo que sabe producir son problemas. Cuando termine con él, le pondré el culo en una catapulta y lo arrojaré al espacio exterior.