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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

Riña de Gatos. Madrid 1936 (25 page)

Anthony ha escuchado con interés, pero su atención se ha desviado ante la mención de los amores frustrados de José Antonio con Paquita, pues de las insinuaciones del Director General se desprende que no es otra la protagonista de la historia. ¿Qué pudo haber salido mal en la relación entre ambos? El tema le preocupa, pero no es momento de perderse en conjeturas: su propia persona está en una situación comprometida y ha de poner todo su ingenio en juego para salir airoso sin revelar demasiado.

La habitación se ha ido cargando de humo. La tos obliga a Pilar a interrumpir la tarea. El teniente coronel se levanta y abre la ventana. Del oscuro patio interior entra una ráfaga de aire frío y el desolado tableteo de una máquina de escribir. Transcurrido un minuto, el teniente coronel da por renovada la atmósfera y vuelve a cerrar. Prosigue con su explicación el señor Mallol.

—Además de irresponsable y tonto, Primo de Rivera es un botarate y eso salta a la vista. Visitó a Mussolini y a Hitler para pedir su bendición y su ayuda; los dos lo recibieron con los brazos abiertos, pero de inmediato le tomaron la medida y se lo quitaron de en medio con buenas palabras. Mussolini le pasa una mensualidad con la que apenas se cubren los gastos de organización. Hitler, ni un céntimo. Con idénticos resultados ha ofrecido sus servicios a la extrema derecha y a la extrema izquierda. Los socialistas lo recibieron a tiro limpio; los anarquistas lo escucharon como quien escucha a un loco y cuando se aburrieron le dieron con la puerta en las narices. También Gil Robles le ha dado calabazas, y aunque muchos militares se sienten atraídos por el fascismo, ni en sueños se les ocurriría contar con la Falange en el supuesto de que decidieran dar un golpe de Estado, no necesitan la pobre ayuda de un grupo de niñatos inexpertos y no están dispuestos a que un tontaina les diga lo que han de hacer. Por si eso no bastara, recuerdan que José Antonio fue expulsado del Ejército por liarse a puñetazos con el general Queipo de Llano. No es así como uno se granjea las simpatías del alto mando. Por su parte, José Antonio desprecia a los generales: cree que en su momento no defendieron a su padre por cobardía o que le traicionaron, lisa y llanamente. La alta burguesía considera a Primo de Rivera uno de los suyos y lo mira con ternura, pero a la hora de la verdad, ni se compromete ni afloja la mosca. Al fin y al cabo, José Antonio ha prometido acabar con los privilegios de clase y nacionalizar la Banca. Así las cosas, a la Falange no le cabe más salida que echarse a la calle en solitario, a la conquista del poder y esperar a que el Ejército secunde la iniciativa. Por supuesto, si lo hiciera no conseguiría nada. Si los militares dan un golpe, lo darán cuando ellos lo decidan, no cuando les apetezca a los falangistas, y los falangistas, por su parte, no tienen efectivos: ni armas ni dinero para comprarlas.

El Director General de Seguridad guarda silencio con el propósito de que su interlocutor asimile la información y saque sus propias conclusiones antes de pasar de lo general a lo particular.

—Desde siempre, los falangistas han tratado desesperadamente de conseguir armas y este esfuerzo se ha intensificado a raíz de las pasadas elecciones. Además del sufragio de Mussolini, parte del dinero se lo proporcionan algunos ricachones insensatos. Naturalmente, las armas han de adquirirse en el extranjero y pagarse en divisas. Muchos tienen dinero depositado en el exterior, pero lo guardan celosamente. Si pasara algo, ese dinero les garantizaría una supervivencia desahogada. Otros, muy pocos, están dispuestos a cualquier sacrificio por la causa. De éstos, el más conspicuo es su amigo de usted, el duque de la Igualada.

La revelación deja estupefacto a Anthony, no tanto por lo que se refiere a la ideología del señor duque, como por el hecho de haberle sido ocultada de un modo deliberado. Este efecto no pasa inadvertido a los otros: el Director General y el teniente coronel intercambian miradas de inteligencia. Mientras el señor Mallol enciende otro cigarrillo con mucha prosopopeya, el teniente coronel le sustituye en las explicaciones.

—En su momento, el duque de la Igualada fue un acérrimo partidario de la Dictadura de Primo de Rivera, de quien era íntimo amigo, y a la caída de éste, trasladó su fidelidad al hijo del dictador. Siempre protegió y ayudó a José Antonio, financieramente y también con su influencia: en los años de ostracismo lo acogió como uno más de la familia. Luego se complicaron las cosas…

—Pero éste es otro asunto —interrumpe el señor Mallol—, lo importante ahora es lo otro. Según todos los indicios, el duque de la Igualada se dispone a sacar de España una fuerte suma de dinero con destino a la compra de armas. Su hijo mayor lleva un mes viajando por Francia y por Italia. El motivo declarado del viaje son unos supuestos estudios de arte; el verdadero objetivo, tomar contacto con grupos fascistas para organizar la compra y el envío de las armas tan pronto llegue el dinero. El duque no dispone de cuentas en bancos europeos y, según informes fidedignos, no ha realizado ventas ni ha movilizado capitales en España. Pero sin duda trama algo.

—Y en ese preciso instante aparece usted, el hombre más inocente del mundo —dice con sorna el teniente coronel—. Visita al duque, sale de cuchipanda con José Antonio y se camela a la hija, pero no sabe nada de lo que le estamos contando.

—Sabemos que se puso en contacto con usted un marchante de Londres llamado Pedro Teacher —dice el Director General—. ¿Fue a verle en nombre del duque de la Igualada?

—¿Quién les ha dicho lo de Pedro Teacher? —pregunta Anthony—. Son asuntos privados, propios de mi oficio.

Esta vez responde desde su rincón el capitán Coscolluela.

—Desde hace unos años Pedro Teacher sirve de enlace entre grupos fascistas españoles e ingleses. ¿No lo sabía?

—¿Cómo lo iba a saber? Él no me dijo nada. Pedro Teacher es un hombre conocido en el mundillo del arte en Gran Bretaña, y yo no me meto en política. No tenían ningún motivo para sospechar que detrás de su visita se ocultaba una intriga internacional.

—Entonces, no niega que se entrevistó con Pedro Teacher en Londres hace siete días —pregunta el teniente coronel, y Pilar aguza el oído y endereza la espalda para no perder ni una sílaba de la respuesta.

—Ustedes lo saben tan bien como yo. No perdamos más tiempo, señores. Pedro Teacher vino a verme en nombre de una familia española para proponerme la tasación de la colección de cuadros de dicha familia. Ni Pedro Teacher ni posteriormente los interesados me ocultaron el posible objeto de la tasación: ante la inestabilidad reinante en España, estaban considerando la posible liquidación de una parte de sus bienes con miras a trasladar su residencia al extranjero. Esta intención, por supuesto, no era, ni es, de mi incumbencia. A mí se me pidió una tasación; tasar cuadros es parte de mi profesión.

—Reconoce haber aceptado el encargo —dice el teniente coronel.

—Sí, claro. Soy especialista en pintura española y me tentó la posibilidad de enriquecer mis conocimientos con una colección que supuse de interés. Además, no tenía compromisos de otra índole en Inglaterra y acogí con agrado un pretexto para volver a Madrid.

—Eso fue hace siete días, como usted mismo ha dicho. ¿No es mucho tiempo para hacer una tasación?

—En absoluto. Un cuadro no se puede tasar a la ligera. Hay muchos factores a tener en cuenta, unos artísticos y otros de naturaleza material. Químicos, por ejemplo. O documentales. Además, cada cuadro lleva consigo una pequeña historia y todo contribuye a determinar su autenticidad y, en definitiva, su valor. No se trata únicamente de decir si un cuadro es auténtico o falso. Aparte de las falsificaciones fraudulentas hay alteraciones debidas a restauraciones poco cuidadosas, atribuciones erróneas, copias hechas por el propio pintor, cuadros de taller, etcétera, etcétera. La colección del señor duque es numerosa y las obras pertenecen a distintas épocas. A decir verdad, para llevar a cabo una evaluación rigurosa y exhaustiva se necesitarían meses, quizás un año entero. Yo espero hacerla en menos tiempo, pero no en un abrir y cerrar de ojos.

Esta ponderada exposición es recibida con muestras de deferencia e inmediatamente arrinconada por sus interrogadores, demasiado hábiles para dejarse conducir a un terreno ajeno a su competencia y al asunto que llevan entre manos.

—¿En cuánto valora usted, grosso modo, la colección de pintura del duque? —pregunta el Director General.

—Es imposible de determinar —responde el inglés—. Como es obvio, su valor económico depende de muchos imponderables. De todos modos, no se confundan: la valoración económica no entra en mis atribuciones ni, en el caso presente, se me pidió tal cosa. Como experto, yo me limito a autenticar la autoría de una obra, o, si es anónima, a atribuirla a un pintor o a una escuela, a una época o a un lugar de origen. Esto, naturalmente, tiene consecuencias económicas, pero sólo a posteriori.

—¿Aconsejó usted al duque la venta de alguna obra? En Europa. Usted está en contacto con galeristas ingleses y también de otros países.

—Ya les he dicho que no soy marchante de cuadros. En el curso de nuestras conversaciones, ha salido el tema de una posible venta, no lo niego. En estas ocasiones yo me he pronunciado en contra de la operación. El señor duque corroborará lo que les acabo de decir.

—Señor Whitelands —insiste el Director General—, ¿no nos está ocultando algo que deberíamos saber a la luz de lo que le hemos estado diciendo? ¿Posee usted indicios de que el duque se propone efectuar una venta de cierta cuantía en el extranjero? La pregunta no puede ser más clara. Le ruego la responda con la misma claridad. ¿Sí o no?

Anthony ha tomado la decisión con anterioridad y no vacila en responder:

—No.

A la rotunda manifestación sigue un silencio sosegado. Nadie da muestras de perplejidad ni de impaciencia, como si esperaran esta respuesta y no otra. Don Alonso Mallol se levanta, da un breve paseo por el reducido espacio, luego se dirige a la oronda taquimeca.

—Puede irse a casa, Pilar, y gracias por su disponibilidad.

—Siempre a sus órdenes, don Alonso —responde ella mientras cierra el cuaderno, lo guarda en el bolso, saca del bolso un plumier, guarda el lapicero—. Mañana por la mañana entregaré el documento.

—No se moleste. No hay prisa —dice con suavidad el señor Mallol.

Con una ligera reverencia Pilar saluda a todos, incluido Anthony, y sale. El señor Mallol se encara con el inglés.

—También le agradezco a usted su colaboración, señor Whitelands —le estrecha la mano mientras habla con el teniente coronel Marranón—. Gumersindo, dejo el asunto en sus manos.

—Descuide usted, don Alonso.

Viendo que todos se levantan, Anthony hace lo mismo y va hacia el perchero.

—¿Me puedo ir ya? —pregunta, antes de ponerse el gabán.

—No. Usted está detenido por asistencia a un acto público no autorizado. Será conducido a los calabozos de la Dirección y en su momento se decidirá si pasa a disposición judicial o si, en su condición de extranjero, es deportado. El capitán Coscolluela le acompañará. No creo necesaria la presencia de agentes. Ya nos ocuparemos mañana de la ficha antropométrica. A estas horas ya no debe quedar nadie para hacerle las fotos.

—¡Cómo! ¿Me van a encerrar? —exclama Anthony—. ¡Pero si ni siquiera he cenado!

—Nosotros tampoco, señor Vitelas —le responde el teniente coronel.

Capítulo 24

Al despertar distinguió una tenue claridad en el angosto ventanuco del calabozo y calculó que serían las seis de la mañana. Como le había sido imposible ver la esfera del reloj en toda la noche, no pudo calcular cuánto tiempo había dormido. Probablemente muy poco. Desde el momento de su encierro y tras oír el siniestro ruido metálico de las puertas al cerrarse al paso del capitán Coscolluela, Anthony Whitelands había pasado por una etapa de desconcierto, otra de pánico y, al final, por una larga etapa de reflexión. Por descontado, su situación no era halagüeña: la ley amparaba a quienes le habían detenido y su propia falta de colaboración ciertamente no les predispondría a renunciar a ninguna de las ventajas de la legalidad. Visto desde este ángulo, el futuro inmediato era sombrío. Pero más le atormentaba la duda de si su conducta había sido acertada, tanto desde el punto de vista práctico como ético.

Después de mucho ponderar el pro y el contra de su decisión de mentir abiertamente, acabó decidiendo que había obrado bien o, al menos, que no había obrado mal. En primer lugar, el asunto en el que se veía implicado sólo le concernía de un modo indirecto: él no tenía ningún motivo para inclinarse por uno u otro bando en el complejo juego de fuerzas enfrentadas en España: ni era su país ni poseía más conocimientos que los suministrados por las partes de un modo fragmentario y a todas luces tendencioso. Por principio, estaba a favor de quienes representaban el mantenimiento de la legitimidad política y el orden establecido, pero los argumentos esgrimidos por los falangistas no le parecían carentes de fundamento. Poco le atraía la aspereza de los funcionarios gubernamentales, respaldados por la fuerza del Estado; en cambio los falangistas, con su ligereza y su osadía juvenil, irradiaban el romanticismo de los perdedores. Por no hablar, claro está, de Paquita: ¿Le perdonaría ella que traicionara a José Antonio y a su propia familia y antepusiera su salvación a la lealtad?

Y, por último, si contaba la verdad, ¿qué sucedería con el cuadro? Probablemente el Gobierno encontraría algún subterfugio legal para incautarse de él y colgarlo en el Museo del Prado. Sería un acontecimiento de trascendencia mundial del que Anthony se vería excluido. De todos los malos augurios, éste era el peor.

Pero todos estos razonamientos no conducían a nada. Al negar la evidencia ante el Director General de Seguridad, había buscado únicamente ganar tiempo para reflexionar, y ahora la reflexión, lejos de aportarle una posible solución, confirmaba sus temores. No le dejarían salir de allí si, a cambio de su libertad, no ofrecía una revelación sustanciosa. Pero ¿qué les podía revelar? Una mentira sería descubierta de inmediato y empeoraría las cosas: sus contrincantes no eran necios. Por otra parte, tampoco le serviría de mucho decir la verdad. No estaba en condiciones de negociar. Poco beneficio le reportaría a él malograr los planes del señor duque, fueran éstos cuales fueran; a lo sumo, una discreta expulsión del país en lugar de un proceso judicial y una larga temporada en la cárcel. La perspectiva de ingresar en una institución penitenciaria española le producía un terror justificado: aun cuando sobreviviera a la prueba, su vida personal y profesional quedaría deshecha sin remedio.

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