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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

Riña de Gatos. Madrid 1936 (28 page)

Anthony no estimó oportuno revelar la presencia de una prostituta adolescente en el armario e invitó al recién llegado a exponer la razón de su visita. Guillermo del Valle permaneció un rato en silencio, como si en el último momento dudara de lo acertado de su decisión. Con un titubeo que ponía de manifiesto una timidez innata y la inseguridad propia de su edad, empezó disculpándose por el tono desabrido de sus encuentros anteriores. Siempre estaba tenso en casa de sus padres, empeñados en tratarle como si todavía fuera un niño. Por presiones familiares estudiaba Derecho, aunque sin gusto ni vocación; por temperamento, él era poeta, no a la manera de los románticos o los paisajistas, sino de la escuela de Marinetti. La poesía y la política activa ocupaban todos sus pensamientos. Quizá por esto no tenía novia. En la Universidad se había afiliado al S.E.U., atraído por los ideales falangistas primero y más tarde por la personalidad magnética de su líder. En la actualidad y en sus horas libres, trabajaba en el Centro, ayudando en las labores de organización y propaganda. Esta actividad burocrática, se apresuró a añadir, no excluía la intervención directa en actos públicos, a menudo violentos.

—En cuanto a lo que me trae aquí —prosiguió diciendo Guillermo del Valle—, trataré de exponerlo de la mejor manera posible. Todavía tengo las ideas un poco revueltas. Pero si me escuchas hasta el final, entenderás la causa de mi preocupación y también la de haberte elegido a ti para contártela.

Hizo una nueva pausa y se pasó la mano por la cara sin dejar de lanzar miradas hacia los reducidos límites de la habitación.

—Iré directamente al fondo de la cuestión. Algo raro está pasando en el seno de la Falange. Tengo la sospecha de que entre nosotros hay un traidor. No me refiero a un infiltrado de la policía. Con eso ya contamos: bien poco valdríamos si el ministerio de la Gobernación no se hubiera tomado la molestia de vigilarnos de cerca. Somos muchos y es imposible garantizar la lealtad de todos y cada uno de los nuestros. Como te digo, eso tiene poca importancia y yo no habría venido por una minucia semejante. Me refiero a otra clase de traición.

Una vez revelada la naturaleza del problema, Guillermo del Valle se tranquilizó y su soliloquio adquirió un tono más amistoso, casi confidencial. Aunque muy joven e inexperto, gozaba de una posición insólita para conocer a fondo los entresijos del partido en el que militaba, en la medida en que veía simultáneamente a José Antonio en su faceta de jefe enérgico, seguro de sí mismo, de sus ideas y de su estrategia, y también, en el reducido círculo familiar, en compañía de Paquita, al José Antonio humano, con sus indecisiones, sus contradicciones y sus momentos de fatiga y desaliento, unas debilidades que no podía mostrar ni siquiera ante sus amigos más íntimos. Esto le había permitido percatarse de la terrible soledad del Jefe.

Al escucharle, Anthony reconocía en aquel muchacho rico, consentido, de aspecto aniñado y aires desenfadados, la perspicacia y la inteligencia atormentada que había podido detectar en sus hermanas. Esta constatación puso en guardia al inglés: en los últimos días se había sentido varias veces como un juguete en manos de las dos mujeres y no estaba dispuesto a repetir la experiencia con aquel mocoso.

—Entiendo lo que me cuentas —dijo—, pero ¿qué tiene que ver la traición con todo esto?

El joven falangista se levantó de la silla y dio unos pasos agitados por la habitación procurando no acercarse demasiado a la ventana.

—¿No lo entiendes? —exclamó—. Alguien trata de eliminar a José Antonio para hacerse con las riendas de la revolución o quizá para sofocarla en la cuna.

—Esto es sólo una conjetura, Guillermo. ¿Hay algún hecho que la sustente?

—Precisamente —dijo Guillermo del Valle con gran excitación—; si tuviera alguna prueba, un simple dato, iría derecho al Jefe y se lo contaría, sin rodeos. Pero si llego con las manos vacías, con simples suposiciones, ¿cómo se lo tomará? Montará en cólera y hará que me den una dosis de ricino. Y, sin embargo, yo sé que la intuición no me engaña. Algo importante está sucediendo, algo de consecuencias tremendas para el movimiento y para España.

Anthony dejó un intervalo antes de responder para recalcar la diferencia de actitud.

—Éste es el problema endémico de los españoles —dijo al fin extendiendo los brazos como si quisiera abarcar a todo el censo nacional—. Tenéis intuición pero carecéis de metodología. Hasta Velázquez cojeaba de este pie. ¿Puedes creer que con toda su formación técnica y a pesar de haber estado varios años en Italia, nunca llegó a dominar las leyes elementales de la perspectiva? Tú mismo, como has dicho hace un momento, tienes una formación jurídica, pero en lugar de proceder como un jurista, atento a los hechos probados y a la veracidad de los testimonios, piensas y actúas como un poeta. Hoy está de moda decir que la poesía es una forma de conocimiento, pero no estoy de acuerdo, al menos en cuestiones de esta índole. Al contrario, yo creo que hemos de anteponer la lógica a todo si no queremos precipitarnos en el caos. Hemos de convivir en un mundo de intereses contrapuestos, y la convivencia se basa en el cumplimiento colectivo de unas normas explícitas e iguales para todos.

Hizo una pausa y añadió con sonrisa serena, para compensar el tono didáctico de sus palabras:

—Me temo que con estas ideas nunca podré formar en vuestras filas.

—No te pido tanto —respondió Guillermo del Valle—. Sólo he venido a pedirte una cosa concreta. ¿Por qué justamente a ti, me preguntarás? Muy sencillo: porque eres extranjero, recién llegado y de paso, y esto te exonera de cualquier relación con el motivo de mi inquietud. No tienes conexiones con la Falange ni con otros movimientos políticos. Al mismo tiempo, te considero inteligente, honrado y buena persona y, a mayor abundamiento, he creído percibir entre José Antonio y tú una corriente de simpatía y esa armonía indefinible que cimienta la amistad entre personas de ideas y temperamentos diferentes e incluso contrapuestos.

—Pues vayamos al grano. ¿Qué quieres que haga?

—Habla con él. Sin mencionarme a mí, claro. Ponle sobre aviso. El Jefe es muy perspicaz y entenderá en seguida la gravedad de la cuestión.

—O hará que me den ricino —dijo el inglés—. Tus intuiciones sobre mi relación con José Antonio son tan arbitrarias como tus intuiciones sobre todo lo demás. La situación política es extremadamente complicada; no tiene nada de particular que cunda la inquietud y la duda entre quienes han de decidir el futuro de España. Si en medio de tanta confusión se mete un extranjero a sembrar temores y sospechas, José Antonio no me hará caso o me tomará por loco. O por un agente provocador. Aun así —añadió al ver la decepción en el rostro aniñado de su interlocutor—, trataré de hablar con él si se presenta una ocasión propicia. Más no te puedo prometer.

Esta imprecisa declaración bastó para iluminar de nuevo las facciones del impulsivo falangista, que saltó de la silla y estrechó con fuerza la mano del inglés.

—¡Sabía que podía confiar en ti! —exclamó—. ¡Gracias! ¡En nombre de Falange Española y en mi propio nombre, gracias, camarada, y que Dios te guarde!

Anthony trató de atajar tanta efusión. Como no tenía intención de hacer nada de lo prometido y contaba con abandonar el país en breve, la sincera gratitud del muchacho pesaba en su conciencia. Guillermo del Valle comprendió la conveniencia de poner fin a la entrevista y, remedando la parquedad castrense adoptada por los falangistas, pero subordinada durante la entrevista a su temperamento poético, dijo:

—No te molesto más. Sólo un último ruego: no digas nada a mis padres de lo que te he contado. Adiós.

En cuanto se hubo ido, Anthony corrió al armario. Sofocada por la falta de oxígeno, la Toñina yacía exánime entre la ropa. La tomó en brazos, la tendió en la cama, abrió de par en par la ventana y le propinó violentos cachetes hasta que un imperceptible jadeo le indicó que la pobre criatura seguía perteneciendo al mundo de los vivos. Aliviado por la comprobación, la cubrió con una manta para protegerla del frío de la noche, se puso el abrigo y se sentó a esperar en la silla en que el fogoso falangista había tratado de implicarle en una intriga más, real o imaginaria, pero también vital para el futuro de la nación. Anthony había ido a Madrid a tasar un cuadro y sin saber cómo se había convertido en el punto de colisión de todas las fuerzas de la Historia de España. Sobre esta posición tan poco envidiable meditaba el inglés cuando la Toñina abrió los ojos, miró a su alrededor tratando de recordar dónde estaba y cómo había ido a parar allí. Finalmente esbozó una sonrisa de disculpa y murmuró:

—Perdona. Me he dormido sin darme cuenta. ¿Qué hora es?

—Las nueve y media.

—Tan tarde… Y a lo mejor ni siquiera has cenado.

Quiso levantarse, pero Anthony la retuvo en la cama, instándola a descansar. Luego cerró la ventana, acercó la silla a la mesa y consumió el resto de los alimentos y buena parte del vino que había comprado aquella misma tarde. Al acabar, la Toñina se había vuelto a dormir. Anthony abrió su cuaderno y se dispuso a redactar las notas que tenía pendientes, pero no llegó a escribir una palabra. El cansancio producido por los acontecimientos de los últimos días se abatió sobre él, guardó la pluma, cerró el cuaderno, se desvistió, apagó la luz y se metió en la cama, desplazando con suavidad a su ocupante. Mañana me desharé de ella como sea, pensó. Pero de momento, en su atribulada situación, la tibia compañía de aquella criatura dormida a su lado le brindaba una sensación de protección tan falsa como reconfortante.

Capítulo 26

La intensa luz que se filtraba por los postigos advirtió a un soñoliento Anthony Whitelands de lo avanzado de la hora. El reloj señalaba las nueve y media y a su lado la Toñina dormía con infantil abandono. Mientras trataba de ordenar mentalmente los acontecimientos de la víspera y de hacer balance de la situación, Anthony se levantó, se aseó, se vistió y salió sigilosamente de la habitación. En la recepción pidió permiso para utilizar el teléfono y marcó el número del duque de la Igualada. Respondió el mayordomo y le informó de que su excelencia no podía ponerse al aparato. Se trataba de un asunto urgente, insistió el inglés, ¿cuándo podría hablar con el señor duque? Ah, el mayordomo no estaba capacitado para responder a la pregunta; su excelencia no había informado al servicio de sus planes. Lo único que el mayordomo podía sugerir era que el señor siguiera llamando a cortos intervalos. Tal vez tuviese suerte.

Anthony regresó contrariado a la habitación y encontró a la Toñina vestida y a punto de salir. Con mucha diligencia había hecho la cama y adecentado un poco el resto. Por los postigos abiertos entraba el sol a raudales.

—Estaré fuera unas horas, si no te importa —dijo la muchacha—. He de ocuparme de mi hijo. Pero puedo volver antes, si tú quieres.

Anthony contestó secamente que hiciera lo que quisiera, con tal de que le dejara en paz, y la Toñina se fue cabizbaja y apresurada. Una vez a solas, Anthony empezó a dar vueltas como una fiera enjaulada. Dos veces se sentó ante el cuaderno de notas y otras tantas se levantó sin haber escrito una palabra. Un nuevo intento de comunicarse con el señor duque chocó con la parca negativa del mayordomo. Anthony se devanaba los sesos tratando de comprender la causa de aquel súbito cambio de actitud por parte del duque. Tal vez sabía que la policía conocía sus planes y prefería esperar un momento más propicio para llevarlos a término, pero, de ser así, ¿por qué no se lo había dicho, en vez de mantenerlo al margen? Si abrigaba algún recelo acerca de su lealtad, era preciso disiparlo cuanto antes.

Con estas ideas rondándole por la cabeza, seguir encerrado se le hizo insoportable. Después de una noche de sueño reparador y con el sol alto en un cielo azul y transparente, los temores de la víspera se le antojaban pueriles. Sin restar veracidad a las palabras de lord Bumblebee, le parecía inverosímil que un agente del servicio secreto soviético se ocupara de alguien tan insignificante como él desde el punto de vista político. Y aun cuando se cruzasen sus caminos, nada podía ocurrir en pleno día y en medio del gentío de una calle céntrica. De las provisiones compradas la tarde anterior ya no quedaba nada. Por si los problemas a que había de enfrentarse fueran pocos, ahora tenía una boca más que alimentar.

Al pisar la acera se alegró de haber tomado aquella decisión y tuvo la sensación de dejar las preocupaciones en los sombríos recovecos del vestíbulo del hotel. Sólo al desembocar en la plaza de Santa Ana percibió el cambio atmosférico ocurrido en las últimas horas. En aquella parte de Madrid, carente de árboles y plantas, la llegada de la primavera se manifestaba en el aire y los colores, como si se tratara de un cambio anímico. Nada malo podía pasarle bajo aquel cielo resplandeciente que arropaba a la ciudad y a quienes discurrían por ella.

Después de desayunarse un café y un bollo y, llevado por la efervescencia primaveral, echó a andar y una vez más se encontró, casi sin proponérselo, delante del Museo del Prado. Si había de abandonar pronto Madrid, no quería hacerlo sin despedirse de sus queridos cuadros. Mientras subía la empinada escalera le asaltó una idea descorazonadora: tal vez aquélla fuera la última oportunidad de contemplar unas obras de arte en cuya compañía había pasado momentos de éxtasis. Si la locura que fermentaba en todos los sectores de la sociedad española degeneraba en el enfrentamiento armado que vaticinaban todos, ¿quién podía asegurar que los innumerables tesoros artísticos repartidos por todo el país no sucumbirían a la vorágine?

Agobiado por este sombrío pensamiento recorría las salas del museo sin advenir que un individuo enfundado en un macfarlán y tocado con un sombrerito tirolés le seguía a distancia, ocultándose en un recodo o tras una columna si el objeto de su persecución se detenía ante alguna de las pinturas expuestas. Era una precaución justificada, porque a aquella hora no había ningún otro visitante en todo el museo, pero también era una precaución innecesaria, porque Anthony no prestaba atención ni siquiera a las obras sobre las que posaba la mirada. Sólo al avistar el primer cuadro de Velázquez dejó de lado sus reflexiones y concentró toda su atención en los cuadros. Esta vez le atrajeron con fuerza irresistible dos personajes singulares.

Diego de Acedo, apodado
El Primo
, y Francisco Lezcano habrían gozado en este mundo de un rango igual o inferior al de los perros si Velázquez no los hubiera hecho entrar en la inmortalidad por la puerta grande. Acedo y Lezcano eran dos enanos adscritos al nutrido elenco de bufones de la corte de Felipe IV. Los cuadros en que aparecen son grandes, de un metro de alto por ochenta y cinco centímetros de ancho. Los retratos de las infantas Margarita y María Teresa miden lo mismo. Y también es idéntica la mirada del pintor sobre sus modelos, sean infantas o enanos: humana, sin halago ni compasión. Velázquez no es Dios y no se siente llamado a juzgar un mundo que ya ha encontrado hecho y sin remedio; su misión se ciñe a reproducirlo tal cual es, y a eso se aplica.

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