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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

Riña de Gatos. Madrid 1936 (21 page)

—¿Y cuál es la teoría de usted? —preguntó la joven.

—Yo prefiero no pronunciarme. La idea de que una dama ilustre y casada pose desnuda resulta extraña, y más en la España de la Inquisición, pero no imposible. Siempre hay excepciones a la regla. La esposa de don Gaspar, doña Antonia de la Cerda, estaba emparentada con doña Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli, que pasa por haber sido amante de Felipe II. Ambas eran mujeres de gran belleza, carácter fuerte y temperamento atrevido. Aun así, no veo lógica en que un esposo compulsivamente infiel desee tener un retrato de su mujer desnuda, por más que sea Velázquez quien la pinte. Más sencillo habría sido hacerla retratar vestida. Sea como sea, nunca sabremos la verdad con absoluta certeza: la historia del arte está llena de sorpresas.

—No me cabe la menor duda —dijo Paquita.

—Percibo un deje de ironía en su voz —repuso el inglés—. Probablemente la estoy aburriendo con mis divagaciones. Pero le diré que se equivoca. Las teorías y los debates de los expertos pueden ser soporíferos; mis artículos ciertamente lo son, pero el Arte no lo es, porque los cuadros significan cosas, como los poemas o la música; cosas importantes. Bien sé que para muchos un cuadro antiguo sólo es una posesión valiosa o una pieza de colección o un pretexto para demostrar erudición y avanzar en el mundo académico, y no niego que estos factores existen y que también han de ser tomados en consideración. Pero una obra de arte es, por encima de todo, la expresión de algo a la vez sublime y profundamente enraizado en nuestras creencias y nuestros sentimientos. Prefiero la barbarie de un inquisidor dispuesto a quemar un cuadro por juzgarlo pecaminoso, a la indiferencia de quien sólo se preocupa de la datación, los antecedentes o la cotización de ese mismo cuadro. Para nosotros un pintor, un cliente y una modelo del siglo XVII son meros datos enciclopédicos. Pero en su momento fueron personas como usted y como yo, y volcaron su vida en un cuadro por razones y sentimientos muy hondos, a veces arrostrando riesgos y derrochando fortunas. Y nunca pensaron que todo aquello acabaría en la sala de un museo o en el rincón de un almacén.

—Vaya —dijo ella—, una vez más debo pedirle perdón. Está visto que mi relación con usted es una sucesión de agravios y disculpas.

—Dejará de serlo cuando deje de tomarme por el pito del sereno, si esta forma idiomática es correcta. Pero no es usted, sino yo, quien ha de disculparse. Suelo exaltarme hablando de este tema.

—Está bien, eso lo hace un poco más atractivo. Continúe con sus hipótesis.

—Se discute sobre la fecha en que Velázquez pintó
Venus y Cupido
. Todo indica que fue a finales de la década de 1640 puesto que en 1648 Velázquez se fue a Italia y no regresó hasta 1651 y para entonces el cuadro ya estaba en el palacio de don Gaspar. Pudo ser pintado en Italia, donde abundaban pinturas de desnudos que podían haber servido de inspiración a Velázquez, pero yo no lo creo. En Madrid había infinidad de desnudos de grandes maestros, como Tiziano o Rubens, incluso en las colecciones reales, y aunque no estaban expuestos al público, como conservador del patrimonio artístico de la corona, Velázquez estaba familiarizado con ellos. Estoy convencido de que la
Venus
fue pintada en Madrid, antes del viaje a Italia, probablemente a principios de 1648 y en la más estricta intimidad.

Como si esta frase hubiera accionado un resorte, el oficial de artillería se levantó bruscamente. El camarero corrió a ponerle el abrigo que colgaba de un perchero. El oficial dio una moneda al camarero y se dirigió a la puerta. Al pasar junto a la mesa, miró de soslayo al inglés y luego con más detenimiento a Paquita, que había bajado los párpados. Sin detener su camino, el oficial amagó una reverencia y salió a la calle. Anthony creyó advertir cierto malestar en su acompañante, pero no estimó prudente pedir explicaciones de lo sucedido.

—En noviembre de 1648 —continuó diciendo—, Velázquez viaja por segunda vez a Italia por orden de Felipe IV con el propósito de adquirir obras de arte para incrementar las colecciones reales. Sin embargo, en esta ocasión el viaje dura más de lo previsto: dos años y ocho meses. El Rey se impacienta y reclama a su pintor favorito, pero Velázquez se hace el remolón. Durante esta larga estancia en Italia, pinta poco: en Roma retrata al Papa Inocencio X y a altas jerarquías de la curia vaticana, y para distraerse mientras convalece de unas fiebres, pinta dos paisajes diminutos y melancólicos de la Villa Medici. El resto del tiempo lo pasa dando vueltas por Italia, relacionándose con artistas, coleccionistas, diplomáticos y mecenas, comprando cuadros y esculturas y ocupándose de que los objetos lleguen a su destino. Su mujer y sus dos hijas se han quedado en Madrid. Cuando finalmente regresa a España, Velázquez es un hombre cansado y sin aliento. En los diez años que median entre la vuelta de Italia y la muerte, el 6 de agosto de 1660, sólo pinta retratos de la familia real, entre ellos,
Las Meninas
.

—Hombre, no está mal —dijo Paquita, que parecía haber olvidado el incidente del oficial de artillería.

—Sí, claro, es un cuadro extraordinario, y eso demuestra que Velázquez se encontraba en posesión de todas sus facultades, en plena capacidad creativa. Y si es así, ¿a qué tanto abandono?

—¿Cree que la Venus le trajo mal fario?

—Creo que después de pintar ese cuadro, o mientras lo pintaba, Velázquez atravesó por una tremenda crisis personal, de la que nunca logró reponerse, y que la causa real de la crisis está en el cuadro. Llevo años discutiendo este punto con un experto inglés, un viejo profesor de Cambridge, actualmente conservador en la National Gallery. Él sostiene… una tesis contraria a la mía. A él no le gustan las mujeres, y quizá por este motivo… En fin, dejemos eso. Ahora importan los problemas personales de Velázquez, no los míos.

—A lo mejor coinciden —dijo Paquita—, y si quiere me los puede contar. Es más fácil hablar de las propias preocupaciones que esperar a que venga Velázquez a pintarlas.

—No, no, de ningún modo. No podemos desviarnos de la cuestión. Mire, le diré lo que creo que sucedió: en 1648 don Gaspar Gómez de Haro encarga a Velázquez pintar desnuda a una mujer que represente a Venus. La propia u otra, eso no importa por el momento. Velázquez acepta el encargo y la pinta, pero no una vez, sino dos: una en forma de Venus ante el espejo, con las facciones cuidadosamente difuminadas para que nadie la pueda identificar, y una segunda vez, igualmente desnuda, con las facciones claramente definidas y sin recurrir al subterfugio de la mitología. Obviamente esta segunda pintura es para él. Nunca apareció en el inventario de los bienes de don Gaspar Gómez de Haro. Al pintar el segundo cuadro, Velázquez incurrió en varios peligros. Si hubiera trascendido su existencia, el escándalo habría sido mayúsculo, podría haber tomado cartas en el asunto la Inquisición y, en el mejor de los casos, Velázquez habría perdido el favor del Rey. Desde que llegó a Madrid y desplazó a los antiguos pintores de corte con su estilo innovador, no le faltan enemigos que maquinan su ruina. Y luego está el propio don Gaspar Gómez de Haro: si la relación del pintor con la modelo ha traspasado los límites de lo artesanal para entrar en el terreno amoroso o algo más grave, como hace suponer el cuadro, tanto si es el retrato de su legítima esposa como si es el de su amante, se impone una venganza sangrienta: estamos en la España del honor calderoniano y don Gaspar es poderoso. Sólo una pasión irrefrenable pudo llevar a un hombre de natural sereno, casi apático, como Velázquez, a cometer semejante locura.

En su excitación había ido levantando la voz e hizo una pausa para recobrar la compostura. Paquita le observaba con el ceño fruncido y una nube de tristeza en la mirada. Sin reparar en ello, Anthony se pasó la mano por la cara y siguió diciendo:

—Esto Velázquez lo sabía y, siendo inteligente y comprendiendo que su pasión era inviable, decidió poner tierra por medio. No le costó convencer a Felipe IV de que le enviase a Italia en comisión de servicios, y a Italia se fue, por orden del Rey, llevándose consigo el segundo retrato.

—Un pobre sustituto —dijo Paquita.

—Menos es nada. Además, para Velázquez la realidad y la pintura se confundían a menudo, aunque esto nos llevaría muy lejos. La cuestión es que al regreso, serenada la pasión tras una larga ausencia, dejó el cuadro comprometedor en Italia, probablemente en Roma. Andando el tiempo, alguien se hizo con él, lo trajo a España y ahora está ahí, a pocos metros de esta cafetería, esperando…

—A que Anthony Whitelands lo dé a conocer al mundo entero —interrumpió Paquita.

Esta vez el tono de voz de la joven consiguió poner en guardia al inglés.

—Naturalmente —dijo—, falta precisar algunos detalles. ¿Está enojada?

—Sí, pero no con usted. Todos los hombres que se cruzan en mi camino son unos visionarios y ya estoy harta. Pero ahora dejemos eso. Lo importante no soy yo, sino Velázquez.

Se le quebró la voz y con un movimiento rápido de la cabeza, como si algo hubiera llamado su atención, desvió la cara. Desconcertado ante aquel cambio súbito, Anthony no supo cómo reaccionar. Al cabo de unos segundos ella volvió de nuevo la cara a su interlocutor y con los ojos empañados pero con voz serena le dijo:

—Ayer, ante el Santo Cristo de Medinaceli, le pedí que no autenticara ese cuadro. Entonces creí que a cambio le ofrecía algo valioso. Ahora veo que para usted valgo menos que el cuadro o lo que el cuadro significa. Nada le apartará de su camino y no se lo reprocho. No me humilla haber sido derrotada por una mujer que murió hace tres siglos y de la que sólo conocemos la cara y buena parte de su anatomía, pero se me hace extraño, compréndalo.

—No me resulta fácil comprenderla si usted no me explica la razón de su conducta —dijo el inglés.

—Déjeme su pañuelo.

Anthony le dio el pañuelo, ella hizo ademán de enjugar unas lágrimas imperceptibles y se lo devolvió.

—Hace un rato —dijo él viendo que ella no estaba dispuesta a añadir nada más a lo dicho— usted misma me decía que le contara mis preocupaciones. Lo haré brevemente. Desde hace unos años mi vida parece haberse detenido. Estoy estancado, en lo profesional y en lo personal, y la situación no lleva trazas de variar. He visto demasiados casos similares para hacerme ilusiones: estudios brillantes, grandes perspectivas, unos años de esplendor y luego nada: marasmo, reiteración y mediocridad. Yo repito el esquema: he dejado atrás la juventud y voy andando hacia atrás, como los cangrejos. Y de repente, del modo más inesperado, se me presenta una oportunidad única, en mi vida y en el mundo del arte en general. La aventura comporta riesgo, bordea la ilegalidad y, por si eso fuera poco, poderosos factores emocionales interfieren en el proceso. Pero si a pesar de todo saliera bien, si por una maldita vez este asunto saliera bien, yo conseguiría algo más que saciar mi ridícula vanidad académica. Obtendría prestigio. Y dinero, sí, dinero para comprar mi independencia y mi dignidad. Por fin podría dejar de mendigar… ¿Sabe usted lo que significa eso, señorita Paquita?

—Todas las mujeres lo sabemos, señor Whitelands —repuso ella—. Pero no tema: no voy a insistir, soy demasiado orgullosa. Por supuesto, entiendo sus razones, como usted entendería las mías si se las expusiera. Pero no puedo. Todavía no. Sin embargo, le daré alguna pista. El resto lo habrá de decir usted, y ahí veremos si es tan perspicaz para desentrañar el presente como lo es para los entresijos del siglo XVII.

En el transcurso de la conversación habían ido abandonando la cafetería los parroquianos con quienes inicialmente la habían compartido y empezaba a llenar el local una nueva y ruidosa clientela. Anthony llamó al camarero, pagó y salieron. Se había calmado el viento y el sol, alto en el cielo despejado, infundía una tibieza precursora de la primavera. En las ramas de los árboles se apuntaban los primeros brotes. Anduvieron sin mediar palabra hasta la puerta lateral del jardín del palacete y allí se detuvieron mientras ella buscaba las llaves.

—Antes —dijo Paquita con la puerta ya entornada— le dije que le pediría un favor. No lo habrá olvidado.

—No. Usted dirá.

—Esta tarde, a las siete, José Antonio Primo de Rivera da un mitin en el cine Europa. Quiero ir y que usted me acompañe. Recójame a las seis en la esquina de Serrano y Hermosilla. Allí tomaremos un taxi. ¿Puedo contar con usted?

—Será un placer.

—Ya se verá. Pero estoy segura de que la experiencia le será instructiva. A las seis. Puntual como un inglés.

Capítulo 21

Todos los pesares que los reveses de la Historia, el desgobierno de la nación y las discordias de los hombres habían acumulado sobre la España de 1936 quedaban momentáneamente suspendidos a la hora del aperitivo por acuerdo unánime de las partes implicadas. Desbordaban de clientes postineros las elegantes cafeterías del barrio de Salamanca igual que los grasientos figones del barrio de Lavapiés desbordaban de horteras y chulapos cuando Anthony Whitelands hacía camino de vuelta al hotel absorto en reflexiones de muy diversa índole. Por primera vez desde su llegada a Madrid estaba contento con la marcha de los acontecimientos. La reciente conversación con Paquita en Michigan había discurrido por cauces favorables al inglés, a juicio de éste: ella había depuesto tanto la actitud displicente como el hermetismo de los encuentros previos y él, por su parte, había conseguido exponer sus puntos de vista sin presunción ni timidez, en suma, sin cometer un desliz del que ahora hubiera de arrepentirse y sin hacer, como otras veces, el ridículo. El futuro de la relación entre ambos continuaba siendo imprevisible, pero al menos discurriría por cauces más normales. La oportunidad que ella le brindaba aquella misma tarde daba testimonio de este cambio de actitud: era una muestra de confianza y tal vez una invitación a llevar la relación a otro terreno, una autorización a entrar en competencia directa con un rival cuya superioridad habría sido ingenuo no reconocer, pero al que no resultaba imposible vencer con habilidad y paciencia. Todo lo cual, en el fondo, pasaba a un segundo término en el ánimo de Anthony ante la trascendencia de lo que se traía entre manos con el cuadro de Velázquez. Este asunto le excitaba de tal modo que sólo la natural contención de su carácter y una estricta educación le impedían comportarse en plena calle como un perturbado. Caminaba a grandes zancadas, braceando y pronunciando sin darse cuenta exclamaciones, frases o palabras sueltas, que atraían sobre sí la atención de los viandantes. Le urgía llegar al hotel, donde tenía pensado poner por escrito el torbellino de ideas que se agitaba en su cabeza, en parte para ordenarlas y darles forma y en parte para tranquilizar su ánimo desbordado. Llevado por este propósito y aunque el hambre le aguijoneaba, desoía los cantos de sirenas provenientes de los restaurantes y las casas de comida ante las que pasaba en su acelerada marcha.

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