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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

Riña de Gatos. Madrid 1936 (18 page)

—Ya tienen uno —dijo Anthony.

—No —dijo José Antonio—. Lo que hoy en día hay en España no es un proyecto, sino una mecánica sin alma y sin fe. El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en sí mismo. Los socialistas son unos forajidos, los radicales, unos pícaros, la CEDA contemporiza. Con estos elementos, la Asamblea, cuya misión es legislar, se degrada hasta las más viles intrigas y las más vergonzosas componendas. Hoy las Cortes españolas son un espectáculo chabacano y nada más. En este ambiente, ningún republicano puede ser otra cosa que el comodín de las masas torvas de las violentas organizaciones obreras. Nuestro tiempo no da cuartel.

A medida que hablaba, José Antonio había ido levantando la voz mientras en el local se hacía un silencio respetuoso. Desde la puerta, los guardaespaldas escudriñaban a los parroquianos, inmóviles en sus mesas. José Antonio se dio cuenta del efecto causado por la soflama y sonrió satisfecho. Anthony estaba impresionado por el convencimiento y el brío del orador. Él no sentía el menor interés por la política. En las últimas elecciones inglesas había votado a los laboristas a instancias de Catherine, y en las anteriores a los conservadores por complacer a su suegro; en ambos casos lo ignoraba todo sobre los candidatos y sobre el programa de sus respectivos partidos. Educado en los principios del liberalismo, daba por bueno el sistema mientras éste no demostrase su ineficacia, y no sentía ninguna afinidad hacia otros sistemas políticos. En sus años de Cambridge había rechazado instintivamente las ideas marxistas, tan en boga entre los estudiantes. Consideraba a Mussolini un charlatán, aunque le reconocía haber sabido disciplinar al pueblo italiano. Por el contrario, Hitler le inspiraba aversión, no tanto por su ideología, que juzgaba más ampulosa que consistente, como por la amenaza que representaban para Europa sus bravuconerías: aunque demasiado joven para ser movilizado entre 1914 y 1918, había visto con sus propios ojos las consecuencias de la Gran Guerra y ahora veía a las naciones protagonistas de aquella carnicería correr de un modo insensato hacia una repetición de la misma locura. En el fondo, Anthony sólo quería dedicarse a su trabajo, sin más complicaciones que las que le deparaba su turbulenta vida privada. Aun así, no había podido sustraerse al magnetismo de José Antonio, y si éste era capaz de provocar semejante reacción en un extranjero refractario, y ante un plato de estofado, ¿qué no sería capaz de provocar en unas masas predispuestas y en un ambiente adecuado a la exaltación y el enardecimiento?

Antes de que pudiera responder a esta pregunta, el propio José Antonio disipó la tensión levantando su vaso de vino y diciendo en tono jovial:

—Brindemos por el futuro, pero ocupémonos del presente. Sería un crimen dejar enfriar estos manjares deliciosos, y otro crimen aún mayor aburrir a un forastero con nuestros problemas internos. Comamos, bebamos y saquemos a colación temas más gratos.

Rafael Sánchez Mazas se hizo eco de esta propuesta preguntando al inglés si sus conocimientos de la pintura española del Siglo de Oro se extendían también a la literatura de esa época. Anthony, gustoso de regresar a un terreno menos ignoto y menos resbaladizo, respondió que, si bien el objeto primordial de sus estudios y sus intereses era, efectivamente, la pintura, y más concretamente la obra de Velázquez, mal podría hablar de ella sin conocer otras manifestaciones de la extraordinaria cultura española de aquel período glorioso. Velázquez era, en sentido estricto, coetáneo de Calderón y de Gracián, y de sus contactos con la literatura había pruebas sobradas; había retratado a Góngora y, aunque no se le debía asignar la autoría del retrato de Quevedo, como algunos habían sostenido, esta misma atribución errónea daba fe de que bien podía haberlo retratado. En el Madrid de su tiempo, los pasos de Velázquez de fijo se habrían cruzado con los de Cervantes, Lope de Vega y Tirso de Molina, y el ambiente intelectual estaba impregnado de la poesía de Santa Teresa, de fray Luis de León y de San Juan de la Cruz. Y para demostrar su competencia en la materia, recitó:

Del monte en la ladera,

por mi mano plantado tengo un huerto,

que con la primavera

de bella flor cubierto

ya muestra en esperanza el fruto cierto.

No lo hizo muy bien, pero su buena voluntad, su innegable amor a todo lo español y, muy en especial, su pintoresco acento, le merecieron el aplauso de sus compañeros de mesa, al que se unieron otros comensales y varios camareros. De este modo la cena terminó entre risas y en una atmósfera de alegre camaradería.

El aire de la noche surtió un efecto tonificante y vivificador en el animado grupo. Anthony anunció su retirada; José Antonio no quiso saber nada de este saludable propósito y el inglés, incapaz de hacer frente a la energía del Jefe, se volvió a estrujar con los otros en el coche.

Desanduvieron lo andado y por Cedaceros fueron a salir a Alcalá; rebasada la Cibeles, estacionaron el coche y anduvieron hasta un local situado en los bajos del café Lyon d'Or. En aquel local pequeño, ruidoso y cargado de humo, con las paredes decoradas con pinturas de tema marinero, denominado La ballena alegre, José Antonio y sus adláteres frecuentaban una peña literaria. Los recién llegados repartieron saludos, presentaron brevemente al forastero que venía con ellos y sin más preámbulo se sumaron al debate. En aquella barahúnda, José Antonio parecía sentirse a gusto, y Anthony, acostumbrado a las tertulias madrileñas, no tardó en hacerse un discreto y amigable lugar. La mayoría de contertulios, además de poetas, novelistas o dramaturgos, eran acérrimos falangistas, pero en aquel ambiente distendido no se guardaban las jerarquías a la hora de expresar opiniones y rebatir las del contrario. Con agradable sorpresa, Anthony advirtió que, en el fogoso toma y daca, José Antonio se mostraba más flexible que sus compañeros desde el punto de vista ideológico. En aquellos días triunfaba en los escenarios
Nuestra Natacha
, una pieza dramática de Alejandro Casona, cuya explícita propaganda soviética era, a juicio de los contertulios de La ballena alegre, la razón principal, si no la única, de la afluencia de público y de los elogios de la crítica. José Antonio dijo no haber visto la obra en cuestión, pero alabó
La sirena varada
, una obra anterior del mismo dramaturgo. Al cabo de un rato, de nuevo contra el parecer general, manifestó un entusiasmo sin reservas por la película
Tiempos modernos
, de Charles Chaplin, a pesar de su mensaje abiertamente socialista.

Así, entre whiskys y disputas encendidas, pasaron volando un par de horas. Al salir, según la costumbre española, los contertulios estuvieron largo rato en mitad de la calzada, intercambiando abrazos y largas parrafadas a voz en cuello, como si llevaran mucho tiempo sin verse o se despidieran para siempre. Una mujer harapienta e increíblemente menuda se les acercó ofreciendo lotería. Sánchez Mazas le compró un décimo. Al marcharse la vendedora sonrió el comprador.

—Si toca, será para la causa.

—No se tienta la suerte, Rafael —dijo José Antonio ladeando la cabeza.

Finalmente se separaron.

Bastante achispado, Anthony emprendió el regreso a su hotel. Cuando llevaba recorrido un trecho por la desierta calle de Alcalá, oyó a sus espaldas el ruido de pasos precipitados. La alarma se disipó a medias al comprobar que su perseguidor era Raimundo Fernández Cuesta. Anthony se sentía cohibido en presencia de aquel hombre, que durante toda la noche se había mostrado taciturno y ahora acentuaba la gravedad de su expresión.

—¿Llevamos el mismo camino? —preguntó.

—No —repuso el otro con la respiración entrecortada por la carrera—. He dado esquinazo a los camaradas y te he dado alcance para tener contigo unas palabras.

—Tú dirás.

Antes de hablar, el secretario general del partido miró en todas direcciones. Luego, viendo que estaban solos, dijo lentamente:

—Conozco a José Antonio desde que nació. Lo conozco tan bien como a mí mismo. No ha habido ni habrá un hombre como él.

Como después de pronunciar esta frase lapidaria guardara un silencio prolongado, Anthony pensó que tal vez aquél era el contenido de la conversación, y estaba a punto de formular una respuesta inocua cuando el otro añadió en tono confidencial:

—Es evidente que siente por ti un afecto sincero y fraternal, cuya causa al principio yo no acertaba a dilucidar. Finalmente he comprendido que José Antonio y tú compartís algo de gran valor para él, algo sublime y vital. En otras circunstancias seríais rivales. Pero las circunstancias distan de ser normales y su alma noble ignora la animosidad y el egoísmo.

Volvió a callar y al cabo de un rato añadió con voz ronca:

—A mí sólo me queda respetar sus sentimientos y hacerte una advertencia: no defraudes la amistad con que él te honra. Y nada más: buenas noches ¡y arriba España!

Giró bruscamente sobre sus talones y se alejó a buen paso. Anthony se quedó meditando el alcance del extraño mensaje y la vaga amenaza que llevaba implícita. Era un pésimo psicólogo, pero había dedicado su vida a los grandes maestros del retrato y algo podía inferir de la expresión y la fisonomía de las personas: Raimundo Fernández Cuesta no parecía actuar del modo impulsivo que caracterizaba a los falangistas, sino movido por una fría y calculada ideología. Anthony comprendió que si alguna vez pasaban a la acción, los falangistas se comportarían de un modo imprevisible, pero algunos, además, serían implacables.

Capítulo 18

Le despertó con sobresalto un estampido lejano, como el producido por el disparo de un cañón de gran calibre. Acaba de comenzar algo terrible, pensó. Luego, como a la primera detonación no le siguió ninguna otra, Anthony decidió que tal vez aquélla formaba parte de un mal sueño. Para alejarlo se levantó, fue a la ventana y abrió los postigos. Todavía era de noche, pero el cielo tenía un color púrpura demasiado uniforme para atribuirlo al crepúsculo. Por la plaza no circulaban vehículos ni personas. Si ardiera Madrid, habría un gran griterío, se dijo, y no este silencio ominoso. Pero lo cierto es que reina la calma que, según dicen, hay en el centro de un huracán.

Volvió a la cama, cansado y aterido; el desasosiego no le permitió volver a conciliar el sueño. Había dejado abiertos los postigos y en el recuadro de la ventana vio clarear el día. Entonces se levantó, se enfundó en una gruesa bata de felpa y se asomó de nuevo. La plaza seguía desierta y de las calles aledañas no llegaba el ronquido de los camiones, ni el traqueteo de los carros en el empedrado, ni los cláxones de los coches ni ninguno de los ruidos habituales.

Oculta tras las fachadas, la villa y corte calla y espera.

Con la primera luz del día se apagan las lámparas que han brillado toda la noche en la Dirección General de Seguridad, donde ahora don Alonso Mallol espera de un momento a otro la llegada del ministro de la Gobernación, que lleva horas reunido con el presidente del Consejo de Ministros.

Con el vuelco electoral del pasado 16 de febrero, el señor Mallol se ha hecho cargo de la Dirección General de Seguridad en un mal momento. Los conflictos se multiplican, las instrucciones emanadas del Gobierno son titubeantes y contradictorias, y ni siquiera sabe si puede confiar en sus propios subordinados, heredados del gobierno anterior, aunque también éste los heredó del anterior, y así hasta el infinito. En los puestos clave ha colocado a hombres que conoce a medias, fiado de su instinto, sin escuchar consejos ni leer informes probablemente tendenciosos; sabe que en Madrid cualquier informe se compone de una cuarta parte de verdad por tres de bulo. En cuanto al resto del personal, cuenta más con la inercia de los funcionarios que con su lealtad.

A las ocho en punto un ordenanza le anuncia la llegada del teniente coronel don Gumersindo Marranón. El Director General le hace pasar sin demora y el teniente coronel entra acompañado del renqueante capitán Coscolluela. Los saludos ceremoniosos se prolongan; luego los recién llegados dan el parte en términos escuetos y monótonos, como si la desgana fuera garantía de objetividad. Don Alonso escucha con atención, no en vano el teniente coronel es uno de sus hombres de confianza.

El relato ha sido monótono pero no tranquilizador: en Madrid y en el resto de España se han quemado varias iglesias. Por la hora en que se han producido los sucesos, no había fieles en los locales afectados, y los daños materiales han sido mínimos. En algunos casos los revoltosos se han limitado a quemar papeles y trapos en el atrio del templo y a hacer más humareda que otra cosa. Actos simbólicos, sin que se pueda descartar la autoría de la propia derecha con fines de provocación. Si es así, han conseguido su propósito, porque ha muerto un bombero en Madrid mientras trataba de sofocar uno de los incendios y se prepara una manifestación de repulsa a la que no faltarán los falangistas. Por si esto fuera poco, Falange Española ha convocado un acto en el cine Europa para el próximo sábado a las siete de la tarde. Un mes antes, con motivo de la campaña electoral, ya había celebrado un mitin en el mismo lugar, con afluencia de público. En aquella ocasión el asunto se saldó sin incidentes graves. Pero entonces cada partido estaba distraído con su propia campaña. Ahora las cosas son distintas. Don Alonso pregunta el motivo del mitin. El teniente coronel se encoge de hombros. No lo sabe; barrunta que será para justificar el descalabro de las elecciones, en las que la Falange no ha conseguido un solo escaño, y para plantear ante las bases la política futura. Falange no parece dispuesta a desaparecer, y si quiere seguir teniendo presencia en la vida política española, algo ha de inventar. Sea como fuere, el mitin promete ser un semillero de altercados.

El teniente coronel hace una pausa interrogativa y su jefe responde con un gesto de mudo asentimiento: autorizar la manifestación y el mitin es tan peligroso como prohibirlos; cualquier nimiedad puede prender la mecha que haga saltar el polvorín. Mejor dejar la decisión en manos del ministro de la Gobernación, el cual probablemente consultará con el presidente del Consejo de Ministros. Esta delegación sucesiva de responsabilidades no es una muestra de apocamiento ni de deferencia, sino puro sentido común: en toda España el presidente del Consejo es la única persona que todavía cree en una salida pacífica de la situación actual.

Este moderado optimismo no es gratuito. Don Manuel Azaña tiene una larga experiencia gubernamental y, como suele decirse, las ha visto de todos los colores. En 1931, recién proclamada la República, se hizo cargo del ministerio de la Guerra; poco después fue elegido presidente del Consejo de Ministros. En 1933 pasó a la oposición y ahora vuelve a presidir el Consejo, cuando el panorama no es sombrío, sino desesperado. Pero no para él: intelectual antes que político, siempre ha alcanzado las cimas del poder por las rápidas e imprevisibles corrientes de la Historia y no por su empeño, razón por la cual no conoce ni quiere conocer los repliegues más turbios de la política real, cosa que le reprochan sus adversarios y sus seguidores por igual. Quizá también por esta razón confía en una oposición leal, que no esté dispuesta a todo para arrebatar el poder a quien lo tiene momentáneamente, sin reparar en las consecuencias. A estas alturas todavía le parece posible solucionar mediante el diálogo y la negociación los problemas candentes de España: la agitación laboral, la reforma agraria, los enfrentamientos armados, la cuestión catalana.

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