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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

Riña de Gatos. Madrid 1936 (13 page)

—Aún me parece estarle viendo —dijo con repentina versatilidad—, con su mostacho y su ros azul y colorao. Cuando le conocí servía a Isabel II. Si en el real tálamo, eso no lo sé, ni él me lo dijo. Pero servir a la Señora, sí la sirvió. ¡Húsar de la Reina! Al abrazarle se me clavaban los entorchados en las mollas, y con el sable…, y con el sable… ¡churros, aguardiente y limoná!

La Justa se llevó el dedo índice a la sien con una sonrisa más misericordiosa que socarrona y dijo:

—No le haga mucho caso. Está de lo más menoscabada. Tuvo un mal de riñón y se quedó enganchada a la morfina. Pobre Agapita, ¡quién la ha visto y quién la ve! Y ese novio que dice que tuvo, sí le tuvo, sí; ahora, de servir a la reina, ni hablar del peluquín. Por borracho y pendenciero le expulsaron del cuerpo.

La bebida y el cansancio pasaban factura al inglés, que no se enteraba de nada. Con gran esfuerzo se levantó y pidió permiso para ir al lavabo. Después de orinar llenó la palangana con el agua helada del aguamanil y se la echó a la cara. Esto le aclaró un poco el entendimiento sin disminuir el agotamiento físico. Mientras se enjugaba con un trapo sucio, creyó oír el llanto de un recién nacido detrás de un tabique. No le extrañó, pero al regresar a la salita encontró allí a la Toñina, que se había unido al resto y acunaba en los brazos al pequeño llorón. La Toñina tenía un aspecto más enfermizo que en ocasiones anteriores, quizá por estar aún medio dormida. Un camisón de lana parda le cubría del cuello a los pies, enfundados en unos gruesos calcetines de hombre con generosos agujeros en las punteras y los talones. Nadie trató de explicarle de dónde salía aquel bebé ni Anthony tenía el menor interés en averiguarlo. Para no caer redondo se apoyó con las dos manos en la camilla haciendo oscilar peligrosamente la botella y el quinqué y anunció que se iba. Al oír su voz dejó de llorar el recién nacido y en su lugar se alzó un coro de protestas: ¡Cómo, marcharse a aquellas horas! ¡Era una imprudencia! ¡Ni soñarlo! ¡Eso no se lo iban a permitir! Además, no estaba en condiciones de andar solo por la calle. La Toñina pasó el fardo de la criatura a la Justa y ciñó con los brazos la espalda del inglés.

—Quédate y descansa —le susurró al oído—. ¿Qué prisa tienes? En el hotel no te espera nadie.

—La niña tiene razón —dijo Higinio—. Aquí está entre amigos.

Anthony trataba en vano de zafarse de los escuálidos brazos de la muchachita.

—Les agradezco sinceramente su hospitalidad y sus muestras de interés y no quisiera parecer descortés, pero a primera hora he de acudir sin falta a un sitio y antes debo dormir unas horas y acicalarme como es debido —dijo.

—Esto no tié complicación —dijo la Justa—. Usté duerme aquí y se le llama a la hora que nos diga; se toma un café con leche con un currusco y se va a hacer lo que haya de hacer.

—No, no —porfiaba el inglés—. Ustedes no me entienden. He de irme ahora. Lo que me reclama… lo que me reclama es muy importante. Un negocio de la máxima trascendencia. Ustedes son gente sencilla y no lo entenderían. Se trata de un cuadro… un cuadro incomparable, por su calidad y por su significación. Hay que sacarlo de España cuanto antes… como sea. Ustedes no, ustedes no lo entenderían…

Perdió el conocimiento y lo recobró en medio de la más completa oscuridad, tendido en una cama dura y cubierto con una manta apelmazada y maloliente. A su lado percibió la respiración profunda de otra persona. A tientas reconoció con alivio el contorno juvenil de la Toñina. Siguió palpando y se llevó una buena sorpresa al notar entre las cobijas la forma diminuta del bebé. Higinio está en lo cierto: España no tiene remedio, pensó antes de volver a caer en un profundo sueño.

Capítulo 13

El impacto del aire gélido de la mañana le permitió encontrar el camino de vuelta al hotel y hacer el trayecto con paso incierto, pero en derechura. Con el estómago revuelto, la boca seca, la laringe abrasada, el cuerpo embotado y la memoria imprecisa, le sorprendía no haber perdido ninguna de sus pertenencias, incluido el gabán, el sombrero y los guantes. El cielo estaba encapotado y el aire presagiaba nieve.

Al entrar en el hotel vio a un hombre que leía el periódico apoyado en la pared, en una actitud tanto más conspicua cuanto que leía con gafas de sol y conservaba puesta la gabardina y el sombrero. Al ver al inglés abandonó todo disimulo, dobló el periódico, se puso a su lado y en tono seco y apremiante le dijo:

—¿Es usted por un casual el señor Antonio Vitelas?

No le pareció desacertada esta traslación de su nombre, pero algo en el comportamiento del hombre de la gabardina, le produjo inquietud. Miró de reojo al recepcionista y éste se limitó a levantar las cejas, entornar los párpados y mostrar las palmas de las manos, manifestando así que se inhibía de todo lo ajeno a sus estrictas funciones de recepcionista. Entre tanto, y sin aguardar confirmación a su pregunta, el hombre de la gabardina había agarrado el antebrazo de Anthony y le empujaba hacia la calle mientras mascullaba:

—Tenga la bondad de acompañarme. Capitán Coscolluela, otrora del cuerpo de infantería, ahora adscrito a la Dirección General de Seguridad. No tiene nada que temer si colabora.

Cojeaba ostensiblemente y al hacerlo su rostro se contraía y adoptaba una expresión pesarosa. Era evidente que el defecto le mortificaba en su dignidad.

—¿Me lleva detenido? —preguntó el inglés—. ¿De qué se me acusa?

—De nada —repuso el agente sin dejar de caminar—. No va detenido, y como no va detenido, no hay causa. Yo le he dicho que viniera, usted viene y aquí paz y después gloria.

—Al menos, déjeme subir a mi habitación a lavarme y cambiarme de ropa. Así no puedo ir a ninguna parte.

—Adonde vamos, sí —dijo tajante el hombre de la gabardina sin soltarle el brazo.

Estacionado frente al hotel había un coche negro con un conductor al volante y la portezuela abierta. Entraron y el coche se puso en marcha y se detuvo al cabo de un rato ante el edificio de la Dirección General de Seguridad, sito en la calle de Víctor Hugo esquina Infantas. Anthony respiró aliviado, porque en su aturdimiento había olvidado exigir al hombre de la gabardina que acreditase la condición de agente de la autoridad que se arrogaba y durante el trayecto le había asaltado el temor de estar siendo secuestrado, aunque no podía imaginar por qué ni por quién. Ahora su temor se diluía al ver que se apeaban del coche y entraban en el edificio sin hacer caso de los Guardias de Asalto apostados en la entrada y sin ser interceptados por éstos.

En el vestíbulo reinaba una suave penumbra y, contra todo pronóstico, una calma absoluta. En un extremo cuchicheaba un corrillo compuesto por varios hombres y una mujer bastante gorda, vestida de luto, que llevaba un cartapacio. Flotaba en el aire un olor agrio a tabaco frío. Sin que nadie les dirigiera la mirada, Anthony y su acompañante cruzaron el vestíbulo y, antes de llegar a la escalinata, se metieron por una puerta lateral, subieron un tramo de escalera estrecha y lóbrega hasta el primer piso; allí anduvieron por varios corredores hasta llegar a la puerta de un despacho en el que entraron sin llamar. El despacho era una pieza cuadrada, exigua, donde difícilmente convivían un archivador de madera clara, una enorme mesa de trabajo y unas cuantas sillas, un perchero, una escupidera de loza y una papelera de alambre. Un ventanuco enrejado daba a un patio oscuro. En una pared había un plano de Madrid sujeto con chinches, alabeado, amarillento y muy sobado en la parte central. La mesa estaba cubierta de documentos desparramados de cualquier manera. También había un flexo, una escribanía, un teléfono y un extemporáneo ventilador. Sobre este caos, absorto en la lectura de uno de aquellos papeles, se inclinaba un individuo cuyo aspecto, pese a tener la cara en sombra y escorzada, produjo en Anthony una insólita sensación de familiaridad. No sabía dónde ni cuándo, pero tenía la certeza de haber visto anteriormente al hombre bajo cuya jurisdicción se encontraba en aquel momento.

Transcurrido un período de inmovilidad, el ensimismado lector levantó los ojos del papel, examinó atentamente al inglés y dijo:

—Siéntese.

Luego se dirigió al hombre de la gabardina, que se disponía a salir del despacho.

—No se vaya, Coscolluela. Mejor dicho, hágame un favor: vaya a buscar a Pilar y dígale que vuelva con el dossier que le acabo de dar. Y si es tan amable y me trae un café con leche y unos churros, se lo agradeceré mucho.

Con un breve gesto de asentimiento, el hombre de la gabardina salió y cerró la puerta. Cuando se quedaron solos, y como el otro persistiera en observarle sin pronunciar palabra, dijo Anthony:

—¿Puedo inquirir el motivo de mi presencia en este lugar, señor…?

—Marranón. Teniente coronel Gumersindo Marranón, para servirle. Pensaba que a lo mejor se acordaba usted de mí, como yo me acuerdo de usted. Pero no le censuro el olvido: recordar caras es parte de mi trabajo, no del suyo. Si le sirve de ayuda, nos conocimos hace unos días, en el tren. Usted venía de la frontera y, según me dijo, de su Inglaterra natal. Coincidimos en la estación de Venta de Baños y mantuvimos una conversación breve pero cordial. Por eso mismo, al enterarme casualmente de su paradero, fui anoche al hotel con la intención de saludarle y ponerme a su disposición. Le estuve esperando y al fin, como no regresaba y yo no podía desplazarme de nuevo, opté por enviar esta mañana a uno de mis colaboradores y rogarle que viniera. Yo, como ve, estoy abrumado de trabajo. El capitán Coscolluela es, a mi entender, hombre despierto y educado. Luchamos juntos en África. Una herida en la pierna lo incapacitó para el servicio activo. Conducta heroica; estuvieron a un tris de concederle la Laureada de San Fernando, pero sus ideas políticas…, ya sabe. Confío en que le habrá tratado con la debida gentileza.

—Oh, sí, sí, por supuesto —se apresuró a decir Anthony—. Sin embargo, esta… visita…, por lo demás muy grata, me resulta en extremo inconveniente a estas horas. Precisamente había quedado con unas personas…

—Caramba, en eso no había pensado yo. Una torpeza por mi parte, le pido mil disculpas. Por suerte, la cosa tiene fácil arreglo. Coja mi teléfono, llame a sus amigos y dígales que se demorará unos instantes. Ellos comprenderán: por desgracia en España no somos tan exigentes con la puntualidad como ustedes. Y si no sabe el número de teléfono, dígame el nombre de la persona o personas en cuestión y yo lo averiguaré en un santiamén.

—No, muchas gracias —se apresuró a decir Anthony—. En el fondo, no era una cita en firme. No merece la pena que se tome tantas molestias.

Repiqueteó el teléfono. El teniente coronel lo descolgó y lo volvió a colgar sin responder a la llamada y sin apartar los ojos de su interlocutor.

—Como usted quiera —dijo alegremente el teniente coronel Marranón—. Ah, ya tenemos aquí a Pilar. Pilar, le presento al señor Vitolas. Es inglés, pero habla español mejor que usted y yo juntos.

Anthony advirtió que Pilar era la mujer gorda que había visto al entrar y también el cartapacio que acarreaba parecía ser el mismo. De esta doble coincidencia dedujo que el procedimiento a que estaba siendo sometido había sido preparado minuciosamente con anterioridad. Mientras Pilar dejaba sobre la mesa de su jefe el cartapacio y éste desataba las cintas y hojeaba su contenido, entró nuevamente el capitán Coscolluela con una bandeja de alpaca en la que había un tazón humeante y un cucurucho del que sobresalían churros aceitosos y azucarados. Entre todos hicieron sitio a la bandeja en la mesa, removiendo los papeles. Luego Coscolluela se quitó la gabardina y el sombrero y los colgó del perchero. Acto seguido se sentó y Pilar hizo lo propio. Del bolso sacó un cuaderno de taquigrafía y un lápiz como si se dispusiera a tomar nota de la conversación. Concluido este ceremonial, el teniente coronel miró fijamente a Anthony y dijo:

—No sé si el capitán Coscolluela le habrá explicado con claridad que su presencia en estas dependencias no responde a ninguna razón de carácter oficial. Es más, que su presencia aquí es totalmente voluntaria y, por decirlo de algún modo, amistosa. Esto ha de quedar muy claro. De cuanto aquí se hable no quedará constancia —añadió como si no hubiera advertido los preparativos de Pilar, la cual, por otra parte, permanecía con el lápiz en alto, pero sin anotar nada—. De lo que acabo de decirle se desprende —prosiguió el inspector— que es usted muy dueño de marcharse cuando le plazca. No obstante, yo le rogaría que nos dedicara unos minutos de su tiempo. Entre amigos, por supuesto. A decir verdad, el café con leche y los churros que tan amablemente ha traído el capitán Coscolluela son para usted. En cuanto le he visto entrar me he dicho a mí mismo: este hombre está en ayunas. Dígame si me equivoco. No, claro, éstas son cosas que nunca se le escapan a un policía. De modo que no haga cumplidos, señor Vitelas, y tómese en buena hora este modesto refrigerio.

La dignidad le impulsaba a rechazar el ofrecimiento, pero se sentía desfallecer y pensó que el café con leche y los churros le permitirían afrontar con más claridad de juicio el interrogatorio a que sin duda se disponían a someterle.

—Otra cosa no digo —exclamó el inspector viéndole devorar con fruición el desayuno—, pero churros como los de Madrid no los hay en el mundo entero.

Mientras pronunciaba esta afable frase, había sacado una hoja suelta del dossier y se la mostraba al inglés. Era la fotografía de un hombre en el acto de pronunciar un discurso con ademán vehemente. Sin ser una buena fotografía ni una reproducción cuidadosa, Anthony reconoció de inmediato al hombre que había conocido en casa del duque de la Igualada. Por fortuna tenía la boca llena y esto le dio una excusa para disimular su turbación y aplazar la respuesta. Aparentando calma sacó el pañuelo, se limpió la grasa de los labios y los dedos y dijo:

—¿Quién es?

—Su pregunta hace innecesaria la mía, pues me da a entender que no le conoce ni le ha visto nunca —dijo el policía sin apartar la fotografía de los ojos del inglés—. No importa, no pensaba que hubiera ninguna relación entre usted y este sujeto. Pero a veces, no sé, en la tertulia de un café, en casa de amigos comunes…, ya sabe, un encuentro casual… Por lo que concierne a la identidad del personaje —añadió guardando la fotografía en el dossier y cerrando la tapa—, es natural que usted no haya oído hablar de él, pero le aseguro que pocos españoles hay que no puedan darle cumplida referencia.

Hizo un guiño al capitán Coscolluela y a Pilar y a renglón seguido procedió a esbozar el perfil del aludido.

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