—Cuando me informaron por primera vez de la naturaleza de su sección, pensé que sus funciones serían meramente residuales, que la… —el comisario tuvo que obligarse a sí mismo a decir la palabra—, que la «magia» estaba en declive y que la amenaza que pudiera representar contra la paz de la Reina sería marginal. De hecho, recuerdo claramente que el Ministerio del Interior empleaba el verbo «menguar» al referirse a ella. También oí a menudo que «había sido eclipsada por la ciencia y la tecnología».
—El Ministerio del Interior no ha entendido nunca que la ciencia y la magia no se excluyen, señor. El fundador de mi sociedad les dio sobradas pruebas de ello. Yo creo que asistimos a un incremento lento, pero constante, de la actividad mágica.
—¿Las prácticas mágicas vuelven a difundirse? —preguntó el comisario.
—Desde mediados de los años sesenta —respondió Nightingale.
—Los años sesenta —dijo el comisario—. ¿Por qué será que no me sorprende? Qué mala suerte. ¿Puede usted figurarse el motivo?
—No, señor —negó Nightingale—. Pero, por otra parte, tampoco se ha alcanzado un verdadero consenso sobre los motivos por los que previamente estuvo a punto de extinguirse.
—En referencia a ese fenómeno, he oído la palabra Ettersburg —dijo el comisario.
Por un instante, el rostro de Nightingale se tiñó de dolor.
—Ettersburg tuvo que ver con ello, sin duda alguna.
El comisario hinchó los carrillos y suspiró.
—¿Los asesinatos en Covent Garden y en Hampstead están relacionados entre sí? —preguntó.
—Sí, señor.
—¿Piensa usted que la situación se va a agravar?
—Sí, señor.
—¿Lo suficiente como para que tengamos que rescindir el acuerdo?
—Se necesitan diez años para formar a un aprendiz, señor —dijo Nightingale—. Nos convendría tener uno en reserva por si me ocurriera algo.
El comisario se rió entre dientes, sin alegría.
—¿Ese muchacho sabe en qué va a meterse?
—¿Hay algún policía que lo sepa? —preguntó Nightingale.
—Muy bien —dijo el comisario—. Ponte en pie, muchacho.
Nos pusimos en pie. Nightingale me dijo que levantara la mano y me leyó el juramento.
—Peter Grant, de Kentish Town, ¿juras lealtad a nuestra Reina y a sus sucesores? ¿Juras, asimismo, servir con dedicación y lealtad a tu maestro hasta el final de tu período de aprendizaje, y someterte a los mandos y vestir las vestiduras de la hermandad a la que éste pertenece? En consonancia con el secreto que envuelve a dicha hermandad, callarás cuanto sepas sobre ella y no se lo comunicarás a nadie, salvo a otros miembros de la citada hermandad. Y en todo ello actuarás con dedicación y lealtad, y mantendrás en secreto este juramento, con la ayuda de Dios, Soberano al que sirves, y Poder que puso en marcha este universo.
Juré, aunque estuve a punto de atragantarme con lo de las «vestiduras».
—Que así sea, con la ayuda de Dios.
Nightingale me informó de que, al trabajar con él como aprendiz, tendría que trasladarme a su domicilio londinense de Russell Square. Me dio la dirección y me dejó en los alojamientos de la sección en Charing Cross.
Lesley me ayudó a preparar las maletas.
—¿No tendrías que estar en Belgravia —le pregunté—, con la Brigada de Homicidios?
—Me han dicho que me tome un día libre —respondió Lesley—. Me han dado permiso para que me recobre del susto, y sobre todo para que me mantenga alejada de los medios de comunicación.
Entendí el porqué. El exterminio de todos los miembros de una familia de gente rica y carismática es el sueño de todo redactor de noticias. Nada más enterarse de los macabros detalles, los medios de comunicación habían estirado el chicle haciéndose preguntas sobre lo que la trágica muerte de la familia Coopertown podía enseñarnos acerca de la sociedad en la que vivimos y sobre cómo aquella tragedia revelaba los males de la cultura moderna / el humanismo secular / la corrección política / la situación en Palestina. Elíjase lo que más le convenga a cada uno. Una de las pocas cosas que podrían hacer aún más suculenta la noticia habría sido la implicación de una agente guapa y rubia que —podría añadir yo— investigaba un caso difícil sin el conocimiento de sus superiores. Le habrían hecho preguntas. Habrían prescindido de sus respuestas.
—¿Quién irá a Los Ángeles? —pregunté.
Seguro que iría alguien a investigar los movimientos de Brandon en Estados Unidos.
—Un par de sargentos a los que aún no conozco —dijo ella—. Sólo tuve tiempo de trabajar allí durante un par de días antes de que me metieras en líos.
—Ahora eres la niña mona de Seawoll —comenté—. No se va a enfadar contigo por esto.
—De todas maneras, considero que aún estás en deuda conmigo —dijo, al mismo tiempo que agarraba mi toalla de baño y la plegaba enérgicamente hasta transformarla en un cubo compacto.
—¿Y qué quieres? —le pregunté.
Lesley me preguntó si quería salir aquella noche y le dije que me veía capaz de intentarlo.
—No quiero quedarme aquí —dijo—. Quiero salir.
—¿Adónde quieres que vayamos? —pregunté, y me quedé mirándola mientras desplegaba la toalla y volvía a plegarla en forma de triángulo.
—A cualquier sitio, menos al pub —explicó, y me dio la toalla. Me las apañé para meterla dentro de la mochila, pero tuve que desplegarla otra vez.
—¿Qué te parece si vamos al cine? —le pregunté.
—Es una buena idea —dijo—, pero que sea una
peli
divertida.
Russell Square se halla a un kilómetro al norte de Covent Garden, al otro lado del Museo Británico. Según Nightingale, fue el centro de un movimiento literario y filosófico durante los primeros años del pasado siglo, pero yo sólo la recuerdo por una vieja película de terror sobre unos caníbales que vivían en los túneles del metro.
La casa estaba en el sur de la plaza, donde había sobrevivido una hilera de casas adosadas del período georgiano. Tenían cinco pisos —si contamos las buhardillas añadidas en época posterior— y apartamentos en el sótano con vistas a un foso protegido con verjas de hierro forjado. El edificio en cuestión tenía una escalinata visiblemente más lujosa que la de las casas vecinas. Terminaba en unas puertas dobles de caoba con accesorios metálicos. Las palabras «
SCIENTIA POTESTAS EST
» estaban esculpidas en relieve sobre el dintel.
Me pregunté si querrían decir que la ciencia está puesta hacia el este. O que la ciencia portentosa es. La ciencia protestas es. La ciencia patatas es. ¿Y si estaba a punto de meterme en la guarida de unos peligrosos ingenieros genéticos que trabajaban con plantas?
Arrastré la mochila y las dos maletas hasta el rellano de arriba. Pulsé el timbre metálico, pero las puertas eran tan gruesas que no oí el sonido al otro lado. Al cabo de un instante, se abrieron por sí solas. Tal vez fuera por el tráfico, pero juraría que no oí ningún motor, ni ninguna clase de mecanismo.
Toby
gimoteó y se escondió detrás de mis piernas.
—Esto no da miedo —dije—. No da nada de miedo.
Empujé la maleta hasta el otro lado del umbral.
El vestíbulo tenía un mosaico de estilo romano y una cabina de madera y cristal, que desde luego no parecía una cabina de venta de entradas, pero que ponía de relieve que el edificio tenía un exterior y un interior, y que convenía pedir permiso antes de entrar. Fuera lo que fuese aquel lugar, no me cabía ninguna duda que no era la residencia privada de Nightingale.
Enfrente de la cabina, flanqueada por dos columnas neoclásicas, se erguía la estatua de mármol de un hombre ataviado con toga y calzones de académico. Sujetaba un voluminoso libro bajo uno de sus brazos y un sextante en el otro. En su cara cuadrada se pintaba una expresión de implacable curiosidad, y adiviné su nombre antes de verlo en el pedestal, donde se leía:
La naturaleza y sus leyes se ocultaban en la noche
;
Dios dijo «Hágase Newton» y se hizo la luz
.
Nightingale me aguardaba a un lado de la estatua.
—Bienvenido a la Locura —dijo—, sede oficial de la magia inglesa desde 1775.
—¿Y su santo patrón es sir Isaac Newton? —pregunté.
Nightingale sonrió.
—Él fue nuestro fundador, así como el primer hombre en sistematizar la práctica de la magia.
—A mí me enseñaron que había inventado la ciencia moderna —comenté.
—Hizo ambas cosas —dijo Nightingale—. Tal es la naturaleza del genio.
Nightingale me guió por una puerta hasta un gran salón rectangular que ocupaba el centro del edificio. En lo alto había dos galerías. El techo era una cúpula victoriana de hierro y cristal. Las zarpas de
Toby
arañaron el suelo de mármol pulido color crema. Todo estaba en silencio, y aunque la casa se viera impecable, me asaltó una fuerte sensación de decadencia.
—Por allí se accede al comedor grande, que ya no utilizamos, la sala de estar, que tampoco utilizamos —Nightingale iba señalando varias puertas que se hallaban al otro extremo del gran salón—… la biblioteca general, la sala de lectura… Abajo se hallan las cocinas, las despensas y la bodega de vinos. La escalera de atrás, que de hecho se encuentra en la fachada principal, está por allí. Por las puertas de atrás se accede a los antiguos establos y cocheras.
—¿Cuántas personas viven aquí? —pregunté.
—Tan sólo nosotros dos. Y también Molly —dijo Nightingale.
De pronto,
Toby
se agazapó a mis pies y gruñó, con un genuino gruñido tipo «hay-una-rata-en-la-cocina» que había que tomar en serio. Me volví, y vi a una mujer que venía hacia nosotros con pasos gráciles sobre el mármol pulido. Era delgada e iba vestida como una criada del período eduardiano. Vestía un delantal blanco sobre una falda larga de color negro y una blusa de algodón blanco. Su rostro no encajaba con el atuendo: era demasiado largo y anguloso, y tenía los ojos negros y almendrados. A pesar de la cofia, el cabello le caía cual cortina negra hasta la cintura. Me dio mal rollo al instante, y no sólo porque haya visto demasiadas películas de terror japonesas.
—Te presento a Molly —dijo Nightingale—. Trabaja para nosotros.
—¿Qué hace?
—Todo lo que haya que hacer —contestó Nightingale.
Molly bajó los ojos y se inclinó torpemente. No me quedó claro si había sido un saludo o una reverencia.
Toby
gruñó de nuevo y Molly le devolvió el gruñido, y enseñó unos dientes que inquietaban por lo afilados.
—Molly —recriminó Nightingale en tono brusco.
Molly se cubrió tímidamente la boca con la mano, se volvió y se marchó con los mismos pasos gráciles por el mismo camino por donde había venido.
Toby
dio un bufido satisfecho de sí mismo que no engañó a nadie, salvo a él.
—Entonces, ¿Molly es…?
—Indispensable —dijo Nightingale.
Antes de que subiéramos, Nightingale me condujo hasta un nicho instalado en la pared septentrional. Allí, sobre un pedestal, como si se hubiera tratado de un dios doméstico, había una vitrina de museo sellada, y dentro de ésta un libro encuadernado en cuero. Estaba abierto por el frontispicio. Me acerqué y leí:
Philosophiae Naturalis Principia Artes Magicis, Autore: I. S. Newton
.
—Entonces, no contento con iniciar la revolución científica, ¿nuestro amigo Isaac Newton también inventó la magia? —pregunté.
—No, no la inventó —dijo Nightingale—. Pero sí codificó sus principios básicos. Gracias a él se pudo prescindir, al menos en cierta medida, del método de ensayo y error.
—Magia y ciencia —dije—. ¿Qué más hizo?
—Reformó la Moneda Real y salvó el país de la bancarrota —explicó Nightingale.
Al parecer, había dos escaleras principales; subimos por la oriental hasta la primera de las galerías adornadas con columnas y llegamos a un lugar totalmente descuidado, con revestimientos de madera y capas de polvo blanco. Otras dos escaleras nos llevaron hasta un pasillo del segundo piso flanqueado por pesadas puertas de madera. Abrió una, aparentemente al azar, y me dijo que entrara.
—Ésta será tu habitación —dijo.
Era el doble de grande que el cuarto que había ocupado en los alojamientos de la sección. Tenía buenas proporciones y el techo alto. Había una cama doble con somier metálico en una de las esquinas del fondo, un ropero estilo Narnia en la otra y un escritorio entre ambos, iluminado por dos ventanas de guillotina. Los anaqueles cubrían dos paredes enteras, y estaban vacíos, salvo por lo que después vi que era la undécima edición de la
Encyclopaedia Britannica
publicada en 1913, un ejemplar muy deteriorado de la primera edición de
Un mundo feliz
y una Biblia. Lo que en otro tiempo había sido una chimenea estaba ocupado por una estufa de gas recubierta de azulejos de cerámica verde. La lamparilla del escritorio tenía una falsa pantalla japonesa y a su lado había un teléfono de baquelita que debía de ser más viejo que mi padre. Olía a polvo y a cera para muebles, y adiviné que la habitación debía de haber pasado los últimos cincuenta años soñando bajo capas de polvo blanquecino.
—Cuando estés listo, ven a buscarme en la planta baja —dijo Nightingale—. Y asegúrate de estar presentable.
Sabía muy bien a qué se refería, y por ello traté de hacerme esperar, pero lo cierto es que no tardé mucho en desempaquetar mis cosas.
En rigor, nuestra profesión no nos obligaba a ir a esperar a los desconsolados padres al aeropuerto. Aparte de que el caso, por lo menos oficialmente, estaba a cargo de la Brigada de Homicidios de Westminster, y era sumamente improbable que los padres de August Coopertown tuvieran ninguna información acerca del asesinato. Aunque pueda parecer cruel, los detectives tenemos tareas más importantes que cumplir que ir a improvisar terapia psicológica con familiares afligidos; para eso ya están los agentes de atención familiar. Nightingale no lo veía del mismo modo, y fue por eso por lo que él y yo tuvimos que esperar en el área de llegadas del aeropuerto de Heathrow mientras el señor y la señora Fischer pasaban por el control de aduanas. Yo era el que aguantaba el cartón con su nombre escrito.
No eran como me los había imaginado. El padre era pequeño y le faltaba poco para quedarse calvo, y la madre tenía el cabello de color castaño desvaído y estaba gordinflona. Nightingale se presentó en una lengua que supuse que sería danés y me dijo que les llevara las maletas hasta el Jaguar. Lo hice con suma satisfacción.