Nos detuvimos en el umbral de la sala de estar. Beverley me ordenó con un gesto que me acercara y me murmuró al oído:
—Mantén una actitud respetuosa.
Tomé aliento y sentí el olor del cabello planchado y de la mantequilla de coco. Era como volver a tener dieciséis años.
En los años noventa contrataron a un arquitecto para que reformase el edificio y le dijeron que tenía que diseñar apartamentos de lujo para jóvenes con una carrera profesional prometedora. Sin lugar a dudas, el arquitecto pensó en trajes de oficina estilo años ochenta, tirantes y gente que amueblaría su hogar con el deprimente estilo minimalista de las novelas de detectives escandinavas. Lo más probable es que no llegara a imaginarse, ni siquiera en la peor de sus pesadillas, que el dueño aprovecharía las generosas proporciones de la sala de estar como excusa para meter por lo menos cuatro tresillos de World of Leather. Por no hablar de la televisión de plasma —en esos momentos tenían puesto un partido de fútbol sin sonido—, ni del tiesto con la enorme planta —me di cuenta en seguida de que era un mangle—. Un mangle de verdad. Sus raíces nudosas habían escapado del tiesto y buscaban un lugar sobre la alfombra de felpa. Miré hacia el techo y vi que las ramas más altas se habían hincado en él. Vi los lugares donde el yeso blanco se había desprendido y había dejado al descubierto las vigas de madera de pino.
Sobre un sofá de cuero, encontré una colección de africanas de mediana edad como las que hallaríamos en una iglesia pentecostal. Todas me miraron de arriba abajo como antes lo había hecho Beverley. Sentada entre ellas, desentonando con el conjunto, había una mujer blanca y flaca, ataviada con un vestido de cachemira rosada y perlas. Tenía todo el aspecto de hallarse en su hogar, como si se hubiera metido allí de camino hacia la ciudad y no hubiera vuelto a salir. Noté que el calor no la molestaba. Bajó la cabeza a modo de saludo.
Pero nada de eso importaba en absoluto, porque en la misma habitación se hallaba la diosa del Río Támesis.
Estaba entronizada en un lujoso sillón giratorio. Llevaba el cabello trenzado sobre la cabeza con hebras de algodón negro y adornado con piezas de oro en las puntas; parecía que una corona le ciñera la frente. Su rostro era redondeado y sin arrugas, la piel tersa y perfecta como la de un niño, y los labios carnosos y muy oscuros. Tenía unos ojos de gata idénticos a los de Beverley. La blusa y el pareo estaban tejidos con el mejor encaje de oro austríaco; el escote, bordado en tonos plateados y escarlatas, era suficiente para dejar al descubierto un hombro carnoso y de piel lisa, así como la generosa curva de sus senos.
Una mano bellamente cuidada reposaba sobre una mesa lateral. Al pie de ésta había varios sacos de arpillera y pequeñas cajas de madera. Al acercarme un poco más, olí el agua salada y el café, la gasolina diésel y los plátanos, el chocolate y las entrañas de pescado. No necesitaba que Nightingale me dijese nada para saber que lo que sentía era sobrenatural, un hechizo tan poderoso que era como si me arrastrara una oleada. Una vez estuve en su presencia, no me pareció extraño que la diosa del río fuese nigeriana.
—Así que el muchacho del Mago eres tú —dijo Mamá Támesis—. Creo recordar que se había llegado a un acuerdo.
Logré articular palabras.
—A mí me parece que era algo más que un acuerdo.
Tenía que luchar contra mis propios impulsos de caer de rodillas frente a la diosa, meterle la cara entre los pechos y dejarme llevar. Me ofreció asiento, y para entonces ya estaba tan agarrotado que sentí dolor al sentarme.
Me di cuenta de que Beverley se había cubierto la boca con la mano para disimular sus risillas. Mamá Támesis también. Esta última hizo un gesto para ordenarle a la adolescente que fuese a la cocina. Lo sé muy bien: si las africanas tienen niños, es para endosarles las tareas del hogar.
—¿Quieres una taza de té? —preguntó Mamá Támesis.
La rechacé con cortesía. Nightingale había sido muy explícito: no comer ni beber nada mientras me hallara bajo su techo. «Si lo haces —me había dicho—, picarás su anzuelo.» Mi madre se lo habría tomado como un insulto, pero Mamá Támesis inclinó gentilmente la cabeza. Quizá su respuesta también formara parte del trato.
—¿Y tu maestro? —dijo—. ¿Se encuentra bien?
—Sí, señora —respondí.
—Parece que el maestro Nightingale está mejor cuanto más viejo se hace —dijo. Antes de que pudiera preguntarle a qué se refería, ella me preguntó a mí por mis padres—. Tu madre es fula, ¿verdad? —preguntó.
—De Sierra Leona —dije.
—Y creo recordar que tu padre dejó la música.
—¿Conoce usted a mi padre?
—No —dijo, y me miró con una sonrisa de complicidad—. Salvo en el sentido de que todos los músicos de Londres me pertenecen, especialmente los intérpretes de jazz y blues. Cosas de ríos.
—Entonces, ¿podría rivalizar usted con el Mississipí? —pregunté.
Mi padre juraba siempre que el jazz, igual que el blues, había nacido en las aguas enlodadas del Mississipí. Mi madre juraba que había salido de una botella, como todas las obras destacadas del diablo. Hasta ese momento había hablado en burla, pero entonces se me ocurrió que, si había una Madre Támesis, también debía de haber un dios del
Old Man River
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. Y, si existía una tal criatura, ¿hablarían entre ellos? ¿Mantenían largas llamadas telefónicas para hablar de sedimentos, divisorias de drenaje y la necesidad de infraestructuras en los trechos afectados por las mareas? ¿O se comunicaban por correo electrónico, o con sms, o vía Twitter?
Me di cuenta de que una parte del embrujo se desvanecía al topar con la realidad. Creo que Mamá Támesis también debió de darse cuenta, porque me lanzó una mirada astuta y asintió.
—Sí —dijo—. Ahora me doy cuenta. Qué astuto ha sido tu maestro al elegirte a ti, y dicen que al perro viejo no se le enseñan trucos nuevos.
Tras dos semanas de observaciones igualmente impenetrables de Nightingale, había desarrollado una refinada estrategia contra las formulaciones de carácter gnómico: cambiar de tema.
—¿Cómo llegó usted a diosa del Támesis? —le pregunté.
—¿Estás seguro de querer saberlo? —me preguntó ella a mí.
Pero no me cabe ninguna duda de que se sintió halagada por mi interés. Es una perogrullada: a todo el mundo le gusta hablar de sí mismo. Nueve de cada diez confesiones se obtienen mediante el instinto natural que empuja a todo ser humano a contarle la historia de su vida a alguien que la escuche con interés, aunque acabe por explicarte el día en el que le atizó a su rival en el golf con el palo de hierro hasta ocasionarle la muerte. Mamá Támesis no era distinta; con el tiempo, llegué a darme cuenta de que los dioses sienten una necesidad de explicarse a sí mismos aún mayor que los humanos.
—Llegué a Londres en el año 1957 —dijo Mamá Támesis—. Pero entonces todavía no era una diosa. Sólo era una chica tonta de campo. He olvidado mi nombre de entonces. Vine a estudiar para enfermera, pero, a decir verdad, no era muy buena en esa profesión. No me gustaba acercarme mucho a los enfermos y, además, en mi clase había demasiados igbos. Por culpa de esos idiotas de pacientes suspendí todos los exámenes y me echaron. —Mamá Támesis chasqueó la lengua—. Así, como si nada, fui a parar a la calle. Y entonces, mi hermoso Robert, con el que llevaba tres años de noviazgo, me dijo: «No puedo esperar más a que te aclares las ideas, así que me voy a casar con una guarra irlandesa de piel blanca.»
Volvió a chasquear los labios y el resto de mujeres que se hallaban en la habitación la imitaron.
—Me quedé tan desolada —dijo Mamá Támesis— que quise suicidarme. Sí, el daño que me había hecho ese hombre era tan profundo como para llevarme a la muerte. Así que fui al puente de Hungerford con la intención de arrojarme al río. Pero el puente está ocupado por una línea férrea y el camino para peatones que había en uno de sus márgenes… en esa época estaba muy sucio. En aquel puente vivía todo tipo de criaturas, vagabundos, trolls y duendes. Mal lugar para que se suicide una muchacha nigeriana decente. ¡A saber quién habría mirando! Así que me marché al puente de Waterloo, pero, para cuando llegué a ese sitio ya anochecía y, mirara donde mirase, todo era tan bello que no tuve fuerzas para saltar. Entonces oscureció y volví a casa para la cena. A la mañana siguiente, me levanté temprano y cogí el autobús para el puente de Blackfriars. Pero en su extremo norte se encuentra esa ridícula estatua de la reina Victoria y, aunque mire para otro lado, piensa en lo embarazoso que habría sido si de repente se hubiese vuelto y me hubiera visto de pie en el parapeto.
El resto de la habitación asintió con la cabeza para expresar su conformidad.
—Y ni hablar de arrojarme desde el puente de Southwark —dijo Mamá Támesis—. Así que di otro paseo, un paseo muy, muy largo, y, ¿a que no sabes dónde fui a parar?
—¿Al puente de Londres?
Mamá Támesis me dio unas palmadas en la rodilla.
—El puente antiguo, el que le vendieron poco después a ese caballero estadounidense tan encantador. Era uno de esos hombres que saben cómo tratar a los ríos. Dos barriles de Guinness y una caja de botellas de ron Barbancourt. Eso es lo que yo llamo una buena oferta.
Se hizo el silencio mientras Mamá Támesis sorbía el té. Beverley entró con una bandeja de galletas de crema y nos la dejó al alcance de la mano. Sin darme cuenta de lo que hacía, tomé una, y a continuación la volví a dejar. Beverley resopló.
—Hacia la mitad del antiguo puente de Londres había una capilla, creo que era un santuario de san Birino, y yo, que era una buena cristiana de misa dominical, pensé que sería un buen lugar para suicidarme. Me quedé allí, mirando hacia el oeste, en el momento en el que la marea empezaba a bajar. En esos tiempos, Londres aún tenía un puerto de verdad. Se moría, pero era como un viejo que ha tenido una vida larga y emocionante, y acarrea consigo un gran número de historias y recuerdos. Y estaba aterrorizado, porque sabía que iba a volverse aún más viejo y frágil, y que no habría quién lo cuidara, porque no había ya vida alguna en el río, ni Orisa, ni espíritu, nadie que pudiera cuidar del anciano. Oí que el río me llamaba por el nombre que he olvidado y me decía: «Vemos que sufres, vemos que lloras como una niña por un solo hombre.» Y yo le dije: «Ah, Río, he recorrido un camino muy largo, pero he fracasado como enfermera y también como mujer, y es por eso por lo que mi hombre no me quiere.» Y entonces el río me dijo: «Nosotros podemos acabar con tu dolor, podemos darte la felicidad, podemos darte muchos hijos y nietos. El mundo entero vendrá a ti y depositará sus regalos a tus pies.» Bueno —dijo Mamá Támesis—, la oferta era tentadora, y por eso le pregunté: «¿Qué es lo que tengo que hacer? ¿Qué queréis de mí?» Y el río respondió: «Sólo queremos lo que tú misma estabas dispuesta a entregar.» —Mamá Támesis señaló el río con lánguido gesto—. Salí del río por allí, por Wapping Stair, donde en otro tiempo ahogaban a los piratas. Desde entonces vivo aquí —dijo—. Éste es el más limpio de los ríos industriales de Europa. ¿Piensas que es así por casualidad? Swinging London, Cool Britannia, la Barrera del Támesis
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; ¿crees que todo eso sucedió por casualidad?
—¿Y The Dome? —pregunté.
—En estos momentos es el local con música en directo más popular de Europa —dijo—. Las Hijas del Rin vinieron de visita para preguntarme cómo lo había hecho.
Me echó una mirada de complicidad y yo me pregunté quiénes debían de ser las Hijas del Rin.
—Tal vez el Padre Támesis lo vea de otra manera —dije.
—Baba Támesis —masculló Mamá—. Fue un hombre joven y estuvo en el mismo lugar donde estuve yo, en el puente, e hizo la misma promesa que yo. Pero en 1858 se produjo el Gran Hedor
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y no se le volvió a ver más abajo de la esclusa de Teddington. Jamás regresó, ni siquiera después de que Bazalgette instalara el alcantarillado. Ni siquiera durante los bombardeos de la segunda guerra mundial, ni siquiera cuando la ciudad estaba en llamas. Y ahora dice que este río es
suyo
.
Mamá Támesis enderezó la espalda sin levantarse, como si estuviera posando para un retrato.
—No soy codiciosa —añadió—. Que se quede con Henley, Oxford y Staines. Yo me voy a quedar con Londres y con los obsequios que todo el mundo siga poniendo a mis pies.
—No podemos permitir que ustedes se peleen —expuse. El plural mayestático es muy importante para la labor policial; lo empleamos para que nuestros interlocutores se acuerden de que tenemos a nuestras espaldas la poderosa institución que es la Policía Metropolitana, revestida con toda la majestad de la ley, con efectivos suficientes para invadir un pequeño país. Siempre con la esperanza de que todo el mundo mire en la misma dirección que nosotros cuando invocamos ese nombre.
—Es Baba Támesis quien ha cruzado la esclusa —dijo Mamá Támesis—. No soy yo quien se ha metido en territorio ajeno.
—Seremos nosotros quienes hablemos con Padre Támesis —afirmé—. Contamos con que usted mantenga a su propia gente bajo control.
Mamá Támesis ladeó la cabeza y me echó una mirada larga y reposada.
—Te voy a decir una cosa —me respondió—: os doy de plazo hasta el día de la Exposición Floral de Chelsea para que hagáis entrar en razón a Baba; si para entonces no lo habéis conseguido, seremos nosotras quienes resolvamos esta situación. —Su empleo del plural mayestático resultaba mucho más convincente que el mío.
La entrevista había terminado, intercambiamos saludos y luego Beverley Brook me acompañó hasta la puerta. Mientras estábamos en el gran salón, me rozó deliberadamente con el muslo y sentí una súbita oleada de calor que no tenía nada que ver con la calefacción central.
Al abrirme la puerta, me echó una mirada maliciosa.
—Chao, Peter —me dijo—. Hasta la próxima.
Cuando por fin llegué a la Locura, encontré a Nightingale en la sala de lectura del primer piso. Había allí una profusión de sillones tapizados de cuero verde, escabeles y mesillas. Las vitrinas de caoba donde se guardaban los libros ocupaban dos de las paredes, pero Nightingale me había confesado que en los viejos tiempos la mayoría de los inquilinos iban allí para echar una cabezada después de la comida del mediodía. Estaba haciendo el crucigrama del
Daily Telegraph
.
Me senté frente a él y levantó los ojos.
—¿Qué te ha parecido?