—¿Piensas que el crimen fue consecuencia de un encuentro casual?
—A eso quería llegar —expuse—. Lesley me ha contado que la Brigada de Homicidios no encontró ningún motivo por el que Skirmish tuviera que ir esa noche a Covent Garden. Tomó un autobús hasta el West End, tropezó con Coopertown y el otro le arrancó la cabeza. Ni se encontró con nadie, ni fue en busca de ningún amigo… nada.
—¿Crees que ambas partes estaban afectadas? —preguntó Nightingale—. ¿Crees que un tercero los indujo a encontrarse?
—¿Eso sería posible?
—Todo es posible —dijo Nightingale—. Si resulta que tu perro estaba afectado por la misma dolencia que su amo y que Coopertown, entonces se entendería que sea tan sensible a los
vestigia
.
Me di cuenta de que
Toby
había pasado a ser mi perro.
—Entonces, ¿sí es posible?
—Sí —dijo Nightingale, pero yo mismo me daba cuenta de su escepticismo.
—¿Y si ahora el mensajero ha hecho el papel de
Toby
, y el médico hace el de Coopertown? —pregunté—. No estaría nada mal que vigiláramos al médico hasta que hayamos podido capturar al mensajero.
—¿Puedes encargarte tú? —inquirió Nightingale.
—Desde luego —dije.
—Bien —dijo Nightingale, y se ofreció para coordinar la búsqueda del mensajero.
Colgué al mismo tiempo que Beverley Brook salía del hospital caminando con desenfado. Sus caderas cimbreantes me arrastraban la mirada. Sonrió al darse cuenta de que miraba y me dio un trozo de papel: la dirección del doctor Framline.
—¿Y ahora qué, guapo? —me preguntó.
—¿Dónde quieres que te lleve? —le interpelé.
—No, no, no —se apresuró a decir Beverley—. Mami me ha mandado que te ayudara.
—Ya me has ayudado —le dije—. Puedes irte a casa.
—No quiero irme a casa —me contestó—. Mami tiene a todo su séquito, Ty, Effra y Fleet, por no hablar de las viejas. No te puedes imaginar lo que es eso.
En realidad, sí que sabía muy bien lo que era, pero no pensaba decírselo.
—Venga, que me portaré bien —añadió, y me miró con ojitos seductores—. Te dejaré utilizar el móvil.
Me rendí antes de que tuviera que recurrir al labio trémulo.
—Pero tendrás que hacer lo que yo te diga.
—Sí, guapo —me dijo, y me saludó a lo militar.
No es posible vigilar discretamente a alguien desde un Jaguar y, con gran decepción por parte de Beverley, regresamos a la Locura para cambiarlo por el coche de policía reciclado. El garaje de la Locura se encuentra en la parte de atrás del edificio y ocupa la planta baja de lo que había sido el antiguo edificio de cocheras. Aún se distinguía desde dentro el contorno de las puertas originales. Habían sido lo bastante anchas como para que pudiese entrar un carruaje de cuatro caballos. Las habían cubierto con ladrillo y las habían sustituido por una puerta automática más pequeña. El Jaguar y el coche de policía reciclado se alojaban en un espacio en el que habrían cabido cuatro carruajes.
A diferencia del vestíbulo, la cochera no parecía plantearle ningún problema a Beverley.
—¿Qué ha pasado con los campos de fuerza mágica hostiles? —le pregunté.
—Aquí no hay —dijo—. Sólo había una barrera de poca monta en la puerta del garaje, y nada más.
Nightingale no estaba en el edificio, pero Molly me salió al encuentro en el vestíbulo con una bolsa de plástico de Tesco’s llena de bocadillos envueltos en papel encerado y atados con un cordel. No le pregunté de qué eran, pero dudaba que fueran de pollo
tikka masala
. Regresé a la cochera, dejé la bolsa con los bocadillos en el asiento de atrás del coche de policía reciclado, me aseguré de que Beverley se hubiera puesto el cinturón y arranqué. Mi objetivo consistía en acosar a un joven médico.
El doctor Framline vivía en una casa adosada de dos pisos de estilo victoriano cerca de Romford Road, en Newham. Se encontraba más al este de lo que a mí me gusta ir, pero, de todas maneras, no era un mal barrio. Encontré un sitio para aparcar con un ángulo de visión decente en dirección a la puerta de entrada y salí. Sabía que no había fuerza en la tierra capaz de retener a Beverley en el coche y por eso permití que viniera conmigo, tras asegurarme de que había entendido que debía mantener la boca cerrada.
Había un solo timbre en la puerta y el pequeño jardín de entrada no tenía más que grava, cubos de basura y un par de tiestos vacíos de color rojo brillante. Pensé que, o bien el doctor Framline vivía solo en la casa, o bien la compartía con amigos. Pulsé el botón y una voz alegre respondió que ya venía. La voz pertenecía a una mujer rolliza de cara redonda, de esas que se forjan una buena personalidad porque la alternativa es el suicidio.
Le mostré mis credenciales de agente.
—Buenas tardes. Me llamo Peter Grant, soy de la policía, y ésta es mi compañera Beverley Brook, que al mismo tiempo es un río del sur de Londres. —Nos permitimos este tipo de bromas con los civiles porque el cerebro deja de funcionarles en cuanto oyen la palabra «policía».
En realidad, creo que me pasé, porque la mujer miró a Beverley con el ceño fruncido y preguntó:
—¿Un río, ha dicho?
Moraleja: no hagas el fantasma cuando estés de servicio.
—Era un chiste —dije.
—Esta chica se ve muy joven para ser policía —dijo la mujer.
—No lo es —respondí—. Está en prácticas.
—¿Podría mostrarme de nuevo su identificación? —preguntó la mujer.
Suspiré y se la di. Beverley se rió por lo bajo.
—Si lo desea, le daré el número de mi superior —expliqué. Normalmente, este truco funciona porque los ciudadanos corrientes son más gandules que desconfiados.
—¿Han venido por lo que ocurrió en el hospital? —preguntó la mujer.
—Sí —dije, aliviado—. Hemos venido precisamente por eso.
—Pues resulta que Eric ha ido al centro —aclaró—. Se les ha escapado por muy poco; se marchó hace unos quince minutos.
«Sí, claro que sí —pensé—, y seguro que habrá ido a algún sitio a menos de quinientos metros del lugar de donde venimos nosotros.»
—¿Sabe usted adónde ha ido?
—¿Para qué quiere saberlo?
—Creemos haber encontrado una pista que nos llevará hasta el agresor —dije—. Le necesitamos a él para confirmar unos pocos detalles. Si actuamos con rapidez, tal vez logremos arrestarlo esta misma noche.
Eso le desató la lengua, y nos dio, no sólo el nombre del
gastropub
adonde se dirigía el doctor Framline, sino también su número de móvil. Beverley tuvo que andar a paso ligero para no quedarse atrás mientras regresábamos al coche.
—¿Por qué tantas prisas? —me preguntó al subir.
—Conozco ese pub —dije—. Está en la esquina de Neal Street y Shelton Street. —Arranqué sin esperar a que Beverley se abrochara el cinturón—. Está enfrente de la zona peatonal a la salida de Urban Outfitters.
—Urban Outfitters, ¿eh? —dijo Beverley—. Seguro que compraste ahí la camisa doctor Denim.
—Me la compró mi madre —aclaré.
—¿Y crees que con eso te vas a salvar del ridículo?
Salí disparado con el coche de policía reciclado o, por lo menos, salí todo lo disparado que se podría salir con un Ford Escort de hace una década, y me salté un semáforo en rojo. Alguien gritó a nuestras espaldas.
—Los mensajeros suelen ir a esa zona —le dije—. Les va bien por el pub y los cafés, y porque, al mismo tiempo, les queda cerca de la mayoría de sus clientes.
La lluvia empezó a repiquetear contra el parabrisas y tuve que aflojar la marcha. Las calzadas empezaban a estar húmedas. ¿Cuánto tiempo tardaría el doctor Framline en llegar a Covent Garden con transporte público? No menos de una hora, pero había salido con ventaja, y estábamos en Londres, donde, a menudo, el metro es más rápido que el coche.
—Llama al doctor Framline —le dije a Beverley.
Beverley refunfuñó, marcó el número, escuchó y dijo:
—Me sale el contestador. Debe de estar en el metro.
Le di el número de Lesley.
—Recuerda —dijo—: hablas tú, pagas tú.
—Sí, eso ya lo tengo claro —repliqué.
Beverley me acercó el teléfono al oído para que no tuviera que soltar el volante. Lesley descolgó y oí el ruido de fondo de la sala de trabajo de Belgravia. Trabajo policial de verdad.
—¿Qué pasa con tu teléfono? —me preguntó—. Llevo toda la mañana intentando llamarte.
—Me lo he cargado mientras hacía magia —dije—. Acabas de recordarme algo: tendrías que pedirme un Airwave. —El Airwave era el fabuloso e inigualable aparato de radio digital que daban a los agentes de policía.
—¿Y no puedes encargarlo en tu comisaría? —me preguntó.
—Estás de broma —dije—. No creo que Nightingale se haya enterado de la existencia del Airwave. Y, ya que estamos en ello, ni siquiera de los aparatos de radio. En realidad, creo que no tiene muy claro lo que es un teléfono.
Estuvo de acuerdo en que nos encontráramos en Neal Street.
Arreciaba la lluvia cuando por fin avancé con pasos lentos por el trecho semipeatonal de Earlham Street y me detuve en la esquina, desde donde teníamos buenas vistas del pub y de las idas y venidas de los mensajeros. Dejé a Beverley en el coche y fui a echar una ojeada dentro del pub. No había nadie; el doctor Framline aún no había llegado.
Regresé al coche con el cabello empapado, pero llevaba una toalla en la bolsa que había llevado conmigo para la misión de vigilancia, y con ella me sequé casi toda el agua. Por el motivo que sea, Beverley lo encontró hilarante.
—Deja que te lo haga yo —me dijo.
Le di la toalla, y Beverley se acercó a mí y empezó a restregármela por la cabeza. Uno de sus pechos me tocó el hombro y tuve que contenerme para no agarrarla por la cintura. Me presionó el cuero cabelludo con los dedos.
—¿No te lo peinas nunca? —me preguntó.
—No puedo perder tiempo en eso —le dije—. Me contento con rapármelo todas las primaveras.
Me pasó la palma de la mano por la cabeza y la dejó reposar sobre mi nuca, sin hacer fuerza. Sentí su aliento muy cerca, en el oído.
—No has heredado nada de tu padre, ¿verdad? —Beverley había vuelto a sentarse y había arrojado la toalla al asiento de atrás—. Tu madre debió de sentirse defraudada. Apuesto a que quería un niño con grandes rizos.
—Podría haber sido peor —repuse—. Podría haber salido niña.
Beverley se tocó inconscientemente el cabello. Lo llevaba alisado, con raya, y los mechones le caían hasta los hombros.
—No te has enterado ni de la mitad —dijo—. Y es por eso por lo que no lograrás hacerme salir ahí fuera. —Señaló con la cabeza a las calles empapadas de lluvia.
—Si se supone que eres una diosa…
—Una orisa —aclaró Beverley—. Somos orisa. No somos espíritus, ni genios locales… Orisa.
—¿Cómo es que no puedes arreglar este mal tiempo? —pregunté.
—Para empezar —dijo con exagerada lentitud en la voz—, porque con el tiempo no se juega y, en segundo lugar, porque estamos en el norte de Londres y este distrito pertenece a mis hermanas mayores.
Había encontrado un plano de los ríos de Londres hecho en el siglo
XVII
.
—¿Éste es el Fleet, y éste, el Tyburn? —pregunté.
—Llámala Tyburn, si quieres pasarte el resto del día al extremo de una cuerda —dijo Beverley—. Si llegas a conocerla, será mejor que la llames lady Ty. Aunque no creo que tengas ningún interés en conocerla. Tampoco creo que ella tenga ningún interés en conocerte a ti.
—Entonces, ¿no te llevas bien con ellas? —le pregunté.
—No tengo ningún problema con Fleet —explicó—. Sólo que es una metomentodo. Ty es una creída. Vive en Mayfair y va a las fiestas pijas y conoce a «gente importante».
—¿Es la favorita de Mamá?
—Sólo porque nos soluciona problemas con los políticos —dijo Beverley—. La invitan a tomar el té en la terraza de Westminster. Y a mí me manda en coche con el recadero de Nightingale.
—Creo recordar que eras tú la que no quería volver a casa —repliqué.
Me fijé en que el coche de Lesley aparcaba detrás del nuestro. Nos hizo señales con los faros y salió a la calle. Le abrí al instante una de las puertas traseras. La lluvia me golpeó la cara con tal fuerza que tuve que escupir la que se me había metido en la boca, y Lesley prácticamente se arrojó al asiento de atrás.
—Creo que va a haber una inundación —dijo, y agarró la toalla y la empleó para secarse la cara y el pelo. Se volvió hacia Beverley—. ¿Y ésta quién es? —preguntó.
—Beverley, te presento a la agente de policía Lesley May. —Me volví hacia Lesley—. Es Beverley Brook, espíritu del río y ganadora durante cinco años consecutivos en el Campeonato Londinense de Monólogos Ininterrumpidos con Independencia de las Circunstancias. —Beverley me dio en el brazo con el puño. Lesley le sonrió de buena gana—. Su madre es el Támesis, ¿sabes?
—Ah, ya —dijo Lesley—. ¿Y quién es el padre?
—Eso es complicado —dijo Beverley—. Mami me dijo que me encontró flotando en el arroyo que lleva mi nombre junto a la autovía de Kingston Vale.
—¿Dentro de un cesto? —preguntó Lesley.
—No, flotaba sin más —repuso Beverley.
—La crearon espontáneamente los midiclorianos —dije. Las dos mujeres me miraron sin entender—. Nada, olvidadlo.
—¿El sujeto aún no ha llegado? —preguntó Lesley.
—No ha llegado nadie desde que estoy aquí —dije.
—¿Sabes cómo es? —inquirió Lesley.
Me di cuenta de que no tenía ni la más mínima idea sobre el aspecto del doctor Framline. Había contado con poder hablar con él en su casa antes de empezar a seguirle.
—Tengo una descripción.
Lesley me miró con lástima y sacó una impresión en A4 de la fotografía del carnet de conducir del doctor Framline.
—Peter sería un policía aceptable —le dijo a Beverley— si fuera capaz de concentrarse en los detalles.
Me dio algo que parecía un mutante gigantesco, producto del cruce entre un Nokia y un
walkie-talkie
: el Airwave. Me lo guardé en el bolsillo de dentro de la chaqueta. Era algo más pesado que un móvil y la chaqueta se me iba a ladear por su culpa.
—¿Es ése? —le pregunté a Beverley.
Nos esforzamos por ver lo que se movía bajo la lluvia y descubrimos a una pareja que venía desde la desembocadura de Neal Street en Covent Garden. El rostro del hombre era idéntico al de la fotografía, salvo por el moretón que tenía en el ojo izquierdo y una vía de ferrocarril hecha con tiritas que le tapaba el corte de la mejilla. Sostenía un paraguas con el que se cubría a sí mismo y a su compañera, una mujer robusta envuelta en un impermeable de color anaranjado brillante. Ambos sonreían y parecían felices.