Ríos de Londres (35 page)

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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

Tenía sentido que así fuera. Había estado presente cuando Coopertown mató a su mujer y su hijo, durante el incidente en el cine y el ataque contra el doctor Framline. Había estado presente mientras planeábamos la operación que había de realizarse junto a la Opera House, y había llegado con los refuerzos a tiempo de hacer desaparecer la pistola.

Mi sospechosa era Lesley May. Formaba parte del plan. Henry Pyke la había embargado como parte de su obra demencial de violencia y venganza. Me pregunté si habría estado en ello desde el principio, desde la noche en que le habían arrancado la cabeza de un golpe a William Skirmish y yo había conocido a Nicholas Wallpenny. Entonces me acordé de Polly
la Guapa
, del guión de Piccini… la chica silenciosa a la que Punch cortejaba tras haber matado a su esposa y su hijo. Él la besaba sonoramente sin que ella pareciera sentir «ninguna repugnancia». Luego cantaba: «Si tuviese a todas las mujeres del anciano rey Sol, las mataría a todas ellas por mi pequeña Poll.»

En cierta ocasión, una madre perdió a su hijo en Covent Garden. Era muy inglesa, a la manera antigua: vestido estampado de buena calidad, bolso bonito. Había salido de compras por el West End y también tenía la intención de visitar el Museo del Transporte de Londres. Se distrajo un momento con un escaparate y, cuando se volvió, su niño de seis años había desaparecido.

Recuerdo con mucha nitidez el aspecto que tenía cuando nos encontró.

Un barniz superficial de serenidad, el tradicional temple británico. Pero sus ojos la delataban… miraba sin cesar a derecha e izquierda, luchaba contra el impulso de echar a correr en todas las direcciones a la vez. Me esforcé por tranquilizarla mientras Lesley llamaba y empezaba a organizar la búsqueda. No sé lo que le dije, tan sólo palabras para tranquilizarla, pero, mientras le hablaba, me di cuenta de que temblaba de manera casi imperceptible, y noté que lo que veía era un ser humano que se derrumbaba frente a mí. El niño de seis años tardó menos de un minuto en aparecer. Un amable mimo lo trajo desde uno de los patios hundidos de la plaza. Miré a la mujer en el momento en el que su hijo reaparecía, vi cómo el alivio se pintaba en su cara y el miedo se desvanecía, hasta que se transformó de nuevo en la mujer práctica y enérgica con vestido de playa y discretas sandalias.

En ese momento comprendí aquel miedo, un miedo que no sientes por ti mismo, sino por otra persona. Lesley estaba embargada. Henry Pyke se había instalado en su cabeza y llevaba por lo menos tres meses allí. Traté de recordar la última vez que la había visto. ¿Acaso su rostro había cambiado? Y entonces recordé su sonrisa, su sonrisa generosa que dejaba al descubierto sus dientes. ¿Me había sonreído en los últimos tiempos? A mí me parecía que sí. Si Henry Pyke hubiera activado el
dissimulo
en ella, si la hubiera obligado a adoptar la forma de Pulcinella, la muchacha no habría podido ocultar sus dientes destrozados. No sabía cómo expulsar a Henry Pyke de su cerebro, pero, al menos, sí creía saber cómo impedir que se le desprendiese la cara, si lograba encontrarla antes de que empezara el fenómeno.

Cuando el doctor Walid regresó al despacho, yo ya tenía un plan.

—¿De qué se trata? —me preguntó.

Se lo expliqué, y a él también le pareció un plan formidable.

11

D
ISTURBIOS DE CLASE SUPERIOR

Lo primero de todo era encontrar a Lesley. Lo logré por el sencillo procedimiento de llamarla a su móvil y preguntarle dónde se hallaba.

—Estamos en Covent Garden —dijo. El plural se refería a ella misma, a Seawoll y a más o menos la mitad de la Brigada de Homicidios. El inspector superior había seguido la vieja tradición policial de «en caso de duda, envía a mucha gente». Se disponían a peinar la plaza y luego harían un registro en la Opera House.

—¿Y qué espera conseguir? —pregunté.

—Ante todo, adelantarnos a los problemas que se presenten —contestó Lesley—. Aparte de eso, te estamos esperando a ti, ¿recuerdas?

—Creo que he descubierto algo —le anuncié—. Pero, por favor, no hagas ninguna idiotez.

—Oye —me dijo—, que hablas conmigo.

Ojalá hubiera sido cierto.

Lo que necesitaba a continuación era un coche que me llevara, así que llamé al móvil sumergible de Beverley, con la esperanza de que no se le hubiera ocurrido ir a practicar la natación bajo el Tower Bridge, o lo que sea que hagan las ninfas fluviales en sus días libres. Respondió al segundo tono y quiso saber qué le había hecho a su hermana.

—Está enfadada —dijo.

—Ahora no te preocupes por tu hermana —le sugerí—. Alguien tendría que llevarme en coche.

—No sé si podré ir —respondió. Yo ya lo había esperado; de hecho, contaba con ello—. También podrías ir a pie.

—Muy bien —dije, con fingida reticencia.

Entonces me dijo que llegaría en media hora.

El tercer punto de la lista consistía en hacerse con drogas duras, y me resultó difícil, lo cual me sorprendió, dado que me encontraba en un hospital. El problema era que mi tímido doctor sentía escrúpulos éticos.

—Has visto demasiada televisión —dijo el doctor Walid—. Los dardos tranquilizadores no existen.

—Sí existen —le dije yo—. En África los emplean sin cesar.

—Lo voy a formular de otra manera y hablaré poco a poco —replicó el doctor Walid—. No existen dardos tranquilizadores
sin riesgos
.

—No es necesario que sea un dardo —expliqué—. Cada minuto que dejemos a Lesley embargada, es posible que Henry Pyke haga que se le caiga la cara. No se puede hacer magia con un cerebro que no funciona. Si la dejamos inconsciente, estoy seguro de que Henry no podrá hacer su hechizo y la cara de Lesley se quedará como Dios quiso que fuera.

Vi en el rostro de Walid que me daba la razón.

—Pero entonces, ¿qué? —preguntó—. No podemos mantenerla indefinidamente en coma médico.

—Así ganaremos tiempo —dije—. Hasta que Nightingale despierte, yo pueda entrar en la biblioteca de la Locura, Henry Pyke se muera de viejo… bueno, lo que sea que les ocurra a los muertos cuando ya están demasiado viejos.

El doctor Walid se marchó murmurando entre dientes y volvió algo más tarde con dos jeringas desechables en envoltorio esterilizado, con la etiqueta de riesgo biológico y la que decía: «Manténgase fuera del alcance de los niños.»

—Clorhidrato de etorfina en solución —dijo—. Suficiente para sedar a una mujer de unos sesenta y cinco kilos.

—¿Es rápido? —pregunté.

—Es lo que se utiliza para dormir a los rinocerontes —dijo, y me entregó un segundo envoltorio con otras dos jeringas—. Esto es el antídoto: Narcan. Si te pinchas accidentalmente con la etorfina, inyéctatelo antes de llamar a la ambulancia y enséñales esta tarjeta a los enfermeros.

Me entregó una tarjeta que aún estaba caliente tras salir de la máquina de laminación. El doctor Walid había escrito con letra pulcra, en mayúsculas: «Atención: he sido lo bastante imbécil como para inyectarme a mí mismo clorhidrato de etorfina», y detallaba el procedimiento que tenían que seguir los enfermeros. La mayoría de dichas medidas consistían en procedimientos de reanimación y protocolos para mantener el corazón y la respiración en activo.

Mientras bajaba en ascensor hasta el área de recepción, no dejaba de darme golpecitos en la chaqueta y repetirme entre dientes que llevaba los tranquilizadores en el bolsillo de la izquierda y el antídoto en el de la derecha.

Beverley me esperaba en la zona de «Prohibido aparcar», vestida con unos pantalones de cargo de color caqui y una camiseta negra corta. Las palabras
Wine Back Here
estaban escritas con estarcido sobre la pechera.

—¡Tachaaán! —dijo, y me enseñó el coche.

Era un BMW Mini descapotable de color amarillo canario, el modelo Cooper S, con el supercargador en la parte de atrás y neumáticos Run Flat. Era el coche más conspicuo que se pudiera conducir por el centro de Londres y al mismo tiempo meter en un espacio de aparcamiento estándar. Con sumo gusto la dejé conducir a ella… yo también tengo mis criterios.

Hacía mucho calor para ser finales de mayo. Era un día excelente para circular con descapotable, aun contando con los gases de la hora punta.

Beverley era una conductora nefasta, como es de esperar cuando se trata de alguien que ha aprobado el examen hace menos de dos años. Lo bueno del tráfico en Londres es que el conductor medio no tiene en ningún momento la posibilidad de acelerar lo suficiente como para provocar un accidente fatal. Parecía probable que tuviésemos que detenernos al final de Gower Street, y me enfrenté al antiquísimo dilema del conductor londinense: salir del coche y andar, o aguardar y no perder la esperanza.

Llamé una vez más a Lesley, pero me salió el contestador. Llamé a la comisaría de Belgravia y les pedí que me pusieran con el Airwave de Stephanopoulos. Por si alguien había pinchado el canal, siguió el procedimiento de ordenarme que volviese a la comisaría y aguardara instrucciones, y luego me hizo saber que la última vez que había visto a Seawoll y Lesley éstos se dirigían a la Opera House. Yo le respondí que iba a regresar a la comisaría en unos términos que no convencerían a Stephanopoulos ni al hipotético espía, pero que, por lo menos, quedarían bien en la transcripción que eventualmente se presentara ante un tribunal.

El tráfico se despejó en cuanto hubimos pasado New Oxford Street y le dije a Beverley que siguiera por Endell Street.

—Cuando estemos allí, no quiero que te acerques a Lesley —le pedí.

—¿No se te habrá ocurrido que puedo llevarme a Lesley?

—Pienso que podría ser ella quien absorbiese toda tu magia —dije.

—¿De verdad? —preguntó Beverley.

Todo eran suposiciones, pero a mí me parecía que una
genii locorum
como Beverley tenía que sacar su magia de alguna parte, y así se convertía en una víctima atractiva para Henry Pyke. También podía ser que gozaran de inmunidad natural frente a ese tipo de amenazas y me estuviese preocupando por nada, pero me pareció que sería mucho mejor ser precavido.

—De verdad —dije.

—Mierda —exclamó—, y yo que pensaba que éramos amigas.

Iba a decirle algo para consolarla, pero me quedé sin voz cuando Beverley salió disparada del carril de dirección única por el Oasis Sports Centre y giró hacia Endell Street sin prestar ninguna atención a los otros coches —al menos eso fue lo que me pareció a mí—, ni mostrar de ningún modo que fuera consciente siquiera de su existencia.

—Lesley sí es amiga tuya —dije—. Henry Pyke no lo es.

Las multitudes en estado de «por-fin-es-viernes» habían salido de los pubs y cafés, y durante unas horas Londres tuvo la genuina cultura callejera que buscan sin cesar los que se compran villas en la Toscana. La calle cada vez más estrecha y la posibilidad de atropellar a un peatón tuvieron como efecto que la mismísima Beverley levantara el pie del acelerador.

—Cuidado con la gente —le dije.

—¡Ja! —respondió Beverley—. Si bebes, no camines.

Giramos en la pequeña rotonda de Long-acre, redujimos la marcha por deferencia para con otra multitud de borrachos que estaba en la esquina del Kemble’s Head y aceleramos por Bow Street. No vi coches de policía, camiones de bomberos ni ningún otro indicio de que se hubiera producido una emergencia cerca de la Opera House, así que me imaginé que habíamos llegado a tiempo. Beverley aparcó en una zona adaptada para discapacitados frente a la Opera House.

—No pares el motor —le dije mientras salía. No contaba con tener que huir de improviso, pero se me ocurrió que así lograría que Beverley se quedase en el coche y no se metiera en líos—. Si la policía te dice que te tienes que marchar, dales mi nombre y diles que he entrado por una cuestión de trabajo.

—Sí, claro, con eso estará todo arreglado —dijo Beverley, pero se quedó en el Mini, que era lo que me importaba.

Crucé la calle hasta la entrada principal y empujé una de las puertas de cristal y caoba. El salón interior estaba frío y oscuro tras ponerse el sol; los maniquíes estaban expuestos en vitrinas cerca de las puertas, ataviados con los disfraces de representaciones previas. Pasé por las puertas interiores que conducían al vertíbulo y me encontré con un gentío que venía a gran velocidad en la dirección contraria. Eché una rápida ojeada a mi alrededor para ver qué era lo que sucedía, pero, aunque caminaran con brío, como si hubieran tenido prisa por llegar a algún sitio, no los dominaba el pánico. Entonces caí en la cuenta: debía de ser la hora de la pausa y toda esa gente salía para fumarse un cigarrillo.

Ciertamente, había una multitud que salía por las puertas señalizadas como acceso al patio de butacas y se dirigía a la izquierda, presumiblemente en dirección a los baños y al bar, seguramente en el orden indicado. Me quedé quieto y esperé a que todo el mundo pasara. Seawoll, por lo menos, sería fácil de localizar, por su mera corpulencia. Los atavíos de la concurrencia me decepcionaron: todo el mundo se había puesto ropa cara, pero informal, salvo el esporádico vestido de noche que aliviaba la monotonía. Yo antes pensaba que la clase alta vestiría mejor. La muchedumbre se dispersaba y me mezclé con ella, y la seguí en dirección a la izquierda, hasta más allá del guardarropía, por una escalinata por la que se llegaba al bar principal. De acuerdo con el cartel, se trataba del Balconies Restaurant, y, en la medida en que alcancé a verlo, lo habían creado por el procedimiento de meter varias toneladas métricas de madera de pino en un invernadero de hierro del período victoriano. Estaba concebido para servir al público en las pausas, durante las cuales un millar de espectadores ligeramente aturdidos entraban en manada y trataban de ahogar el canto en
gin tonics
. Tenía espacios grandes y sencillo mobilario acolchado con impecables accesorios metálicos. Al hallarse bajo la bóveda de hierro blanco y cristal, era como si se hubiera contratado a Ikea para equipar la estación de St. Pancras. Si Thomas
la Locomotora
[9]
hubiera sido sueco, su sala de estar habría tenido ese mismo aspecto.

Aunque entonces probablemente habría sido mucho menos divertido.

A seis metros de altura había una galería que daba la vuelta a la sala entera, con amplitud suficiente para sillas y mesas con manteles blancos y cubertería de plata. Allí arriba la multitud no era tan densa, presumiblemente porque la mayoría había ido a la barra para tragarse todas las ginebras posibles antes de que volviese a empezar la música. Me dirigí a la escalera más cercana con la esperanza de ver mejor desde arriba. Estaba a medio camino cuando me di cuenta de que el humor reinante en la sala había empezado a cambiar. No fue una sensación muy fuerte, sino, más bien, como un perro que ladra de noche en la lejanía.

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