—¿Y cómo es que no estás dentro? —pregunté—. ¿Por qué te has quedado en el edificio de las cocheras? Lo que hay allí es impresionante: tienen una biblioteca que ni te la imaginas, y podrías hacer una fortuna si la alquilaras a productoras cinematográficas para hacer películas de época.
—Cada cosa a su tiempo —contestó ella.
Metí la mano en el bolsillo para buscar las llaves.
—Toma, puedo prestarte mi juego de llaves —le dije—. Estoy seguro de que convencerás a los
paracas
para que te dejen pasar.
Le dio la espalda a la mano que le tendía.
—Lo único bueno que va a salir de todo esto —dijo— es que ahora tendremos la oportunidad de tomar una decisión racional sobre la manera de tratar estos asuntos.
—No puedes entrar —le dije—. ¿Verdad que no?
Me acordé de Beverley Brook y de sus «campos de fuerza hostiles».
Me miró con aires de gran señora, la mirada de dinero antiguo que las mujeres de los futbolistas no llegan a entender jamás, y por un momento la envolvió un olor a cloaca y a dinero y a negocios acompañados de brandy y de cigarros. Sólo que Tyburn era moderna, y por eso sentí también el aroma del capuchino y de los tomates secos.
—¿Ya tienes lo que habías venido a buscar? —preguntó.
—La tele es mía —dije.
Me respondió que me la llevase cuando quisiera.
—¿Qué es lo que vio en ti? —preguntó, y negó con la cabeza—. ¿Cómo pudieron elegirte
a ti
como guardián de la llama secreta?
Me pregunté qué diablos sería la llama secreta.
—Me imagino que habrá sido cuestión de suerte.
No se dignó a responderme. Me dio la espalda y se puso a buscar de nuevo dentro de los baúles. Me pregunté qué sería lo que buscaba en realidad.
Al salir de las cocheras, oí un ladrido contenido a mis espaldas y me volví. Un rostro pálido y lastimero me contemplaba desde una ventana del segundo piso: Molly, que estrechaba a
Toby
contra el pecho. Les hice un gesto con la esperanza de que les diera ánimos y luego me marché, para averiguar si Nightingale seguía con vida.
Había un policía armado a la puerta del cuarto de Nightingale. Le enseñé mis credenciales y me ordenó que dejase las bolsas fuera. Las UCI actuales pueden ser sorprendentemente silenciosas: el equipo de monitorización sólo hace ruido cuando algo funciona mal, y, dado que Nightingale podía respirar por sí mismo, no se oían resoplidos a lo Darth Vader en el respirador.
Se le veía viejo y fuera de lugar entre las colchas de poliéster de colores pastel, tersas y fáciles de lavar. Tenía un brazo descubierto. Estaba inerte y conectado a media docena de alambres y tubos, la cara chupada y grisácea, y los ojos cerrados. Pero su respiración, aun sin ayuda, era fuerte. Había un cuenco con racimos de uvas sobre la mesilla y un ramo de flores silvestres de color azul mal puesto en un jarrón.
Me quedé junto a la cama durante un rato. Pensaba que tendría que decir algo, pero no se me ocurría nada. Después de asegurarme de que nadie me veía, le agarré la mano y se la estreché. Estaba sorprendentemente cálida. Me pareció sentir algo, una vaga sensación de pino húmedo, humo de hoguera y lona, pero era tan tenue que no logré saber si se trataba de
vestigia
o no. Me di cuenta de que las piernas me flaqueaban. Hasta ese punto había llegado mi cansancio. En uno de los rincones había un típico sillón de cuarto de hospital. Estaba hecho de conglomerado laminado y de espuma antiincendios recubierta con poliéster. Parecía demasiado incómodo como para dormir en él. Me senté, dejé que la cabeza se me deslizara hacia un lado y me dormí en menos de treinta segundos.
Desperté al cabo de poco y me encontré con que el doctor Walid y un par de enfermeras trabajaban junto a la cama de Nightingale. Les miré estúpidamente hasta que el doctor Walid me vio y me dijo que volviera a dormirme. O al menos, creo que fue eso lo que me dijo.
Desperté de nuevo al oler café. El doctor Walid me había traído un vaso de cartón lleno de café con leche y sobrecitos tubulares de azúcar en cantidad suficiente como para mi presupuesto del colmado se resintiese.
—¿Cómo está? —pregunté.
—Le dispararon en el pecho —dijo el doctor Walid—. Esas cosas no se solucionan con rapidez.
—¿Se recuperará?
—Saldrá de ésta —repuso el doctor Walid—. Pero no puedo garantizar que se recupere del todo. En cualquier caso, el que pueda respirar sin ayuda es una buena señal.
Tomé un traguito de café con leche; me quemé la lengua.
—No me dejan entrar en la Locura —expliqué.
—Ya lo sé —respondió el doctor Walid.
—¿Usted podría conseguir que me dejaran entrar?
El doctor Walid se rió.
—¿Yo? No —negó—. No soy más que un consejero civil con ciertos conocimientos en el campo del esoterismo. Ahora que Nightingale está incapacitado, el único que podría autorizarte la entrada en la Locura sería el comisario, o tal vez una persona de rango superior al suyo.
—¿El secretario de Interior? —dije.
El doctor Walid se encogió de hombros.
—Al menos —dijo—, ¿tienes alguna idea de lo que vas a hacer?
—¿Aquí hay acceso a Internet? —pregunté.
En un hospital en el que también se practica la enseñanza, como es el Hospital Universitario, basta con traspasar las puertas adecuadas para que deje de ser un hospital y se transforme en un centro administrativo y de investigación médica. El doctor Walid tenía un despacho allí y también —me asombré al descubrirlo— estudiantes.
—No les enseño nada esotérico —me explicó, y también me dijo, sin ninguna intención de darse importancia, que era un reputado gastroenterólogo a nivel internacional—. Todo el mundo necesita una afición —dijo.
—La mía va a ser la de buscar trabajo —expuse.
—Si tienes que presentarte a alguna entrevista —dijo el doctor Walid—, yo empezaría por ducharme.
El despacho del doctor Walid era demasiado estrecho y tenía una ventana en la pared más corta, mientras que las otras dos estaban cubiertas de un extremo a otro por anaqueles. Éstos estaban llenos de carpetas, revistas profesionales y libros de referencia. En uno de los extremos del estante que servía como escritorio, un PC navegaba sin rumbo sobre un mar de papeles impresos. Solté las bolsas y enchufé el portátil para recargarle la batería. El módem quedaba oculto tras un montón de
Gut: an International Journal of Gastroenterology and Hepatology
. Un desenfadado subtítulo daba fe de que
Gut
había sido elegida Mejor Revista de Gastroenterología por los gastroenterólogos del mundo entero. Yo no sabía si preocuparme, o si sentirme reconfortado por la conclusión implícita de que había en el mundo muchas otras revistas especializadas en el buen funcionamiento de mis intestinos. La conexión del módem tenía un sospechoso aspecto de instalación casera y, desde luego, no se trataba de un NHS estándar. Le pregunté por ello al doctor Walid y se limitó a responderme que le gustaba tener bien protegidos ciertos archivos.
—¿De quién? —le pregunté.
—De otros investigadores —respondió—. Siempre tratan de plagiarme mis trabajos. —Según me contó, los hepatólogos eran los peores—. ¿Qué se puede esperar de una gente que se pasa el día trabajando con bilis? —dijo el doctor Walid, y pareció defraudado al darse cuenta de que no me reía del chiste.
Satisfecho por poder trabajar, le pedí al doctor Walid que me dejara entrar en el cuarto de baño del personal. Estaba en el mismo corredor. Una vez allí, me duché en un cubículo con capacidad y equipamiento suficientes para un parapléjico, su silla de ruedas, el cuidador y el perro guía. Había jabón: una pastilla de antibiótico genérico con olor a limón. Parecía lo bastante fuerte como para arrancarme la capa externa de la epidermis.
Mientras me duchaba, pensé en la mecánica del incidente en el que Nightingale había resultado herido. A pesar de las exuberantes fantasías del
Daily Mail
, uno no puede entrar en el primer pub que encuentre y comprar un arma, y todavía menos una semiautomática de gama alta como la que Christopher Pinkman había manejado de manera tan torpe la noche anterior. Lo cual significaba que Henry Pyke no había podido preparar el asalto durante los veinte minutos escasos que habían pasado desde que entramos en la Royal Opera House hasta que salimos por la puerta trasera. Henry Pyke había tenido que saber de antemano que nuestra intención era atraparlo en Bow Street, y eso nos dejaba tan sólo con tres opciones: o bien era capaz de ver el futuro, o bien leía las mentes, o bien había embargado y empleaba como títere a una de las personas que conocían el plan.
Descarté de entrada la precognición. No sólo soy un gran fan del principio de causalidad, sino que, además, Henry Pyke no había hecho en ningún momento nada que diera pie a pensar que conocía el futuro. De acuerdo con mis investigaciones en la biblioteca mundana de la Locura, no era posible leer las mentes, por lo menos no es posible oír los pensamientos de otras personas como si se oyera una voz en
off
en televisión. No: alguien le había contado el plan a Henry Pyke, o quizá a un tercero que estaba embargado por Henry Pyke. No había sido Nightingale. Ni tampoco yo. Así que tan sólo quedaba la Brigada de Homicidios. Visto que a Stephanopoulos y a Seawoll no les gustaba hablar sobre magia con quienes oficialmente la practicaban, no me imaginaba que hubieran comentado esa historia con su gente, y seguro que Lesley tampoco.
Salí de la ducha con una agradable sensación de falta de refinamiento. Me sequé con una toalla que había pasado repetidamente por la lavadora hasta adquirir la textura del papel de lija. Las ropas que había traído del edificio de las cocheras no estaban precisamente recién lavadas, pero, por lo menos, sí más limpias que las que había llevado hasta entonces. Después de dar varias vueltas en dirección equivocada por los inacabables pasillos, logré llegar hasta el despacho del doctor Walid.
—¿Cómo te sientes? —me preguntó.
—Humano —dije.
—Sí, no te falta mucho —afirmó. A continuación me señaló la máquina de café y la dejó en mis manos.
Desde que la humanidad dejó de vagar sin rumbo y empezó a cultivar su propia comida, la sociedad se ha vuelto más complicada. En cuanto dejamos de acostarnos con nuestras primas y construimos paredes, templos y unas pocas discotecas decentes, la sociedad se volvió demasiado compleja como para que una sola persona pudiera abarcarla, y así nació la burocracia. La burocracia fragmenta la complejidad y la incorpora a una serie de sistemas interconectados. No es necesario saber cómo encajan todos esos sistemas, y tampoco la función que ejerce tu trocito de sistema. Tan sólo es necesario que cada uno cumpla con su parte y entonces toda la máquina funciona entre crujidos. Cuanto más diversas sean las funciones que ejerce una organización, más enrevesados se vuelven los sistemas y subsistemas interconectados. Si dicha organización es responsable de impedir ataques terroristas, solucionar peleas domésticas y evitar que los motoristas den muerte a los desconocidos que se cruzan en su camino —como es el caso de la Policía Metropolitana—, los sistemas tendrán que ser muy complejos.
Una exigencia imbricada en el sistema es que todas las Unidades de Mando de Operaciones tengan acceso a las bases de datos HOLMES2 y CRIMINT, bien por medio de un equipo específico para HOLMES, bien mediante programas especiales que se instalan en ordenadores portátiles autorizados. Dicha tarea compete al Directorio de Información. Como no tienen otra responsabilidad que la que implica su propio trocito de sistema, no hacen ninguna distinción entre las Brigadas de Delincuencia Grave y Organizada y la Locura, que se considera también una de dichas brigadas, porque a nadie se le ocurrió otra manera de incluirla en el organigrama de la Policía Metropolitana. Esa circunstancia no había tenido ningún significado para el inspector Nightingale, pero un servidor se encontró con que no sólo podía instalar una copia legal del interfase de HOLMES2 en su portátil, sino que gozaba de los mismos privilegios de acceso que el jefe de la Brigada de Homicidios y Delitos Graves.
Y me venía muy bien, porque una de las personas de las que sospechaba era el inspector superior Seawoll, y ése es un blanco contra el que uno no apunta si no está seguro de poder derribarlo a la primera. La detective sargento Stephanopoulos, que también había estado al corriente de la operación, era una sospechosa igualmente peligrosa, ya que yo podía acabar protagonizando su chiste número dos: «¿Sabes lo que le ocurrió al agente que acusó a Stephanopoulos de actuar sin saberlo bajo el poder de un espíritu
revenant
malicioso?» El doctor Walid era el sospechoso número tres, y por eso no le había contado lo que pensaba hacer; Lesley era la sospechosa número cuatro; y el sospechoso número cinco, el que más me asustaba, era, por supuesto, yo mismo. Aunque no pudiera demostrarlo de ningún modo, tenía la razonable certeza de que Brandon Coopertown había pasado todo el tiempo que medió entre el asesinato de William Skirmish y el de su bebé sin darse cuenta de que ya no era el mismo.
No había notado nada extraño en Lesley. ¿Era posible enmascarar el embargo? Quizá yo no tuviera los sentidos tan agudos como había imaginado. Nightingale me decía sin cesar que se tardaba una vida entera en aprender a distinguir entre los
vestigia
y los caprichos de la mente. Yo mismo había dado por sentado que había ciertas personas en quienes se podía confiar. No volvería a cometer el mismo error.
Después de la ducha me tomé un tiempo para mirarme la cara en el espejo. Reuní el coraje suficiente para abrir la boca y mirar dentro. Para terminar, cerré los ojos y hundí los dedos en las mejillas. En toda mi vida había sentido una tal satisfacción al palpar un premolar. Todo eso quería decir, sin lugar a dudas, que Henry Pyke
aún
no había empezado a estirarme la cara.
Abrí el HOLMES y tecleé el código de acceso y la contraseña. Técnicamente ambos pertenecían al inspector Nightingale y, técnicamente, habrían tenido que anularlos en el mismo momento en que el inspector había dejado de estar en activo, pero por lo visto aún no lo habían hecho. La inercia es otra de las características clave de la civilización y la burocracia. Empecé por el principio, por el asesinato de William Skirmish, en Covent Garden, el día 26 de enero.
Al cabo de tres horas y dos cafés, mientras repasaba el caso de Framline, encontré lo que buscaba. Su caso había empezado cuando derribaron al mensajero que iba en bicicleta por el Strand y lo habían llevado al Hospital Universitario para atenderlo, y una vez allí había atacado al doctor Framline. Un agente uniformado le había tomado declaración en el lugar del accidente mientras esperaban a que llegase la ambulancia. Dijo que un coche se había puesto a su lado y lo había empujado fuera de la calzada. Lesley me dijo que el accidente había tenido lugar en uno de los escasos puntos del Strand donde no había cámaras de videovigilancia, pero, según el primer informe, el coche había sacado de la calzada al mensajero frente a la estación de Charing Cross. Desde que el IRA declaró en los años noventa que las estaciones de tren londinenses eran un objetivo legítimo, no había ningún punto en sus alrededores que no estuviese controlado por videocámara. Empecé a remover las entrañas del archivo de HOLMES, donde alguna alma enloquecida de la Brigada de Homicidios se había dedicado a cargar las imágenes relevantes captadas por todas las cámaras en funcionamiento desde Trafalgar Square hasta el Old Bailey. Ninguna de ellas estaba identificada de manera aceptable, y debí de tardar una hora y media en encontrar el vídeo que buscaba. El mensajero no había explicado cómo era el coche que lo había golpeado, pero en las imágenes aparecía un Honda Accord, y yo no tuve ninguna duda sobre su procedencia. El vídeo no tenía resolución suficiente como para ver al conductor ni la matrícula, pero antes de seguir su trayectoria hasta la cámara de alta resolución que controlaba los semáforos de Trafalgar Square, yo ya sabía de quién se trataba.