Ríos de Londres (36 page)

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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

—Que se vaya a tomar por culo esa mala puta —gritó una voz de mujer, una voz estridente, desde algún punto que se encontraba debajo de mí.

Era la misma tensión que había sentido en Neal Street, momentos antes de que el doctor Framline se volviera loco y atacase al mensajero. Alguien soltó una bandeja, el metal rebotó sobre el caro entarimado de madera, un par de vasos se rompieron. Poco más allá se oyeron vítores irónicos.

Había llegado a la galería. Me metí entre dos mesas libres y contemplé a la muchedumbre.

—Gilipollas —dijo un hombre que estaba abajo—. Puto gilipollas.

Divisé a un hombre de cuarenta y muchos con pinta de hacer gimnasia, cabello canoso, traje clásico, cejas pobladas muy características. Se trataba de Folsom, comisario auxiliar suplente… como si no hubiera tenido ya bastantes problemas. Me aparté de la baranda, y entonces vi a Lesley apoyada en la baranda del lado opuesto. Tenía los ojos fijos en mí. Se veía normal, activa, alegre. Vestía la chaqueta de cuero y los pantalones que se ponía en horas de servicio. Cuando estuvo segura de que la veía, me hizo un gesto alegre y señaló con la cabeza a la barra principal, donde en ese mismo momento le servían una bebida a Seawoll.

Una voz anunció que faltaban tres minutos para el siguiente acto.

En ese mismo momento, en la barra principal, un tío vestido de
tweed
con parches de cuero abofeteó a uno de los hombres con los que hablaba. Alguien gritó, Lesley miró hacia abajo y yo eché a correr por la galería, apartando a codazos a los espectadores que se interponían en mi camino. Entonces volví a fijarme en Lesley. Me observaba con estupefacción mientras llegaba al final de la pared, doblaba la esquina y seguía adelante por el trecho lateral de la galería. No sé quién sería el autor de los pensamientos que en esos momentos se hallaban dentro de la cabeza de Lesley, pero, tanto si era ella misma como Henry Pyke, se había sorprendido de que me abriera paso a empellones entre una multitud de ricachos. Y era con eso con lo que yo contaba. No es nada fácil sacarse del bolsillo una jeringa llena de tranquilizante al mismo tiempo que uno se abre paso por entre una multitud de amantes de la ópera enfadados, pero, de algún modo, logré tenerlo todo a punto al doblar la última esquina mientras aún corría en dirección a Lesley.

Ella me miraba en silencio, con la cabeza inclinada hacia un lado y cara de estar divirtiéndose, y yo pensé: «Hazte la guay tanto como quieras, porque dentro de muy poco vas a dormir.» Llegado ese momento, los miembros del respetable se apartaban de mi camino por sí mismos, y pude recorrer sin obstáculos los últimos cinco metros. O lo habría hecho, si Seawoll no hubiera subido por las escaleras y me hubiese arreado un golpe en la cara. Fue como pegársela contra una viga horizontal situada a poca altura: me caí de espaldas y vi confusas imágenes del techo.

Maldita sea, aquel hombre sabía moverse con rapidez cuando quería.

Estaba claro que Henry Pyke podía controlar a quien quisiera, incluso a cabezotas como Seawoll. Aquello no presagiaba nada bueno.

—Pues mira, la verdad es que no me importa —berreó una mujer que se encontraba en algún lugar a mi derecha—. No son más que putos tíos que cantan sobre otros putos tíos.

Una voz anunció que faltaba menos de un minuto para el siguiente acto y que todo el mundo tenía que regresar a sus butacas. Un joven con acento rumano y uniforme de camarero me dijo que me quedara donde estaba y que ya habían llamado a la policía.

—La policía soy
yo
, gilipollas —dije, pero la voz apenas me salió de los labios, porque me sentía como si se me hubiera dislocado la mandíbula.

Logré sacar la identificación y se la mostré, y, para ser justos, el muchacho me ayudó a levantarme. El bar se había quedado vacío, salvo por el personal de limpieza. Alguien había pisado la jeringa y la había aplastado. Me palpé la cara. Aún tenía todos los dientes, lo que me daba a entender que Seawoll no había pegado con todas sus fuerzas. Pregunté a dónde había ido el hombre alto y los del personal me dijeron que había bajado por la escalera junto con la joven rubia.

—¿Han entrado en el teatro? —pregunté, pero no lo sabían.

Bajé a toda prisa por la escalera y contemplé el largo mostrador de mármol del guardarropía. Lo bueno de Seawoll es que no pasa inadvertido y es difícil de olvidar. El encargado me dijo que se había marchado en dirección al patio de butacas. Regresé al vestíbulo, donde una educada joven trató de cerrarme el paso. Le dije que tenía que ver al gerente y, en el mismo momento en que se marchó a buscarlo, me colé en el teatro.

En un primer momento, la música me envolvió cual oscura marejada, seguida por la magnitud del teatro. Una gran herradura se erguía en varias capas de sobredorados y terciopelo rojo. Enfrente de mí, un mar de cabezas descendía hasta el foso de la orquesta y seguía más allá hasta el escenario. El decorado representaba la popa de un barco en alta mar, aunque a una escala tan exagerada que la borda quedaba mucho más arriba que los cantantes. Todo estaba pintado en fríos matices de azul, gris y blanco turbio… un barco a la deriva en un océano amargo. La música era igualmente sombría y no le habría sentado nada mal una sección de ritmo o, si no, una chica en minifalda. Hombres en uniforme y tricornio se cantaban unos a otros mientras un tío rubio de camisa blanca los miraba con cara de inocente. Tuve la extraña sensación de que el tío rubio iba a terminar mal, y que, para el caso, también terminaría mal el público. Acababa de inferir que el tenor hacía de capitán, cuando el bajo, que encarnaba al villano de la obra, titubeó. En un primer momento pensé que sería parte de la obra, pero el murmullo que se oyó entre el público hizo bien patente que se trataba de un error. El cantante trató de superar el bache, pero tenía problemas para recordar su papel. El tenor intervino cuando le tocaba, pero él también titubeó y, con el pánico en el rostro, miró fuera del escenario, hacia los laterales. Los abucheos impedían ya que se oyera la orquesta cuando los músicos, por fin, cayeron en la cuenta de que ocurría algo y se detuvieron.

Bajé por el pasillo central hasta el foso de la orquesta, aunque no tenía ni idea de cómo llegar al escenario. Unos pocos espectadores se habían puesto en pie y estiraban el pescuezo en un intento por ver lo que ocurría. Llegué al borde del foso y miré hacia abajo, y vi que los músicos aún estaban en su lugar con los instrumentos. Me encontraba lo bastante cerca como para tocar a un primer violín. El hombre temblaba y tenía los ojos vidriosos. El director dio unos golpecitos con la batuta en el atril y los músicos se pusieron a tocar de nuevo. Me di cuenta de que la música correspondía a la primera tonada que Punch cantaba en el guión de Piccini. Se trataba de
Malbrough s’en va-t-en guerre
[10]
, conocida en el mundo anglosajón como
For He’s a Jolly Good Fellow
.

El tenor que hacía de capitán fue el primero en entonar el estribillo:

El Punch es un gran pillo

en traje amarillo
.

El bajo y el barítono se le unieron en rápida sucesión, seguidos por la compañía entera, que cantaba como si tuviese la partitura enfrente.

Y a veces es pardillo

sólo con los amigos
.

Los cantantes golpeaban el suelo con los pies al ritmo de la música. Los espectadores parecían clavados en sus asientos; no sabría decir si estaban confusos, hipnotizados o, simplemente, tan consternados que no lograban moverse. Entonces, la primera fila empezó a seguir el ritmo con las manos y los pies. Yo mismo sentía el impulso, me sentía sumergido en cerveza y boleras y empanadas de carne de cerdo y bailes e indiferencia por las opiniones de los demás.

Canalla con las niñas
,

buscando rebatiñas
.

Las palmas y patadas en el suelo se fueron extendiendo de fila en fila desde la primera hasta la última. La buena acústica de la Opera House hacía que el barullo fuese más estruendoso que el de una muchedumbre en Highbury, e igualmente contagioso. Tuve que sujetarme las piernas para impedir que se me movieran los pies.

Le mataron en riñas
,

su comedia terminó
.

Lesley salió al escenario y, sin importarle nada, subió por las escaleras que llevaban hasta el exagerado castillo de popa, y volvió el rostro hacia el público. Entonces vi que llevaba un bastón de empuñadura de plata en la mano izquierda. Lo reconocí: el muy cabrón se lo había robado a Nightingale. Un foco se encendió en la oscuridad y la bañó en cegadora luz blanca. La música y los cantos se detuvieron, y el estrépito de pies fue perdiendo fuerza hasta desvanecerse.

—Señoras y señores —gritó Lesley—, chicos y chicas: les voy a presentar la comedia trágica y tragedia cómica del señor Punch, tal como le fue narrada al gran talento y empresario Henry Pyke.

Esperó los aplausos, y, al darse cuenta de que nadie aplaudía, murmuró entre dientes e hizo un gesto brusco con el bastón. Sentí que la compulsión se abatía sobre mí, mientras que el público, a mis espaldas, estallaba en aplausos.

Lesley hizo una graciosa reverencia.

—Estoy muy satisfecha de encontrarme aquí —dijo—. Ah, pero este teatro es mucho más grande de lo que fue en mis tiempos. ¿Hay alguien aquí que naciera durante los últimos años del siglo
XVIII
?

Se oyó un grito en el gallinero, como para demostrar que en todas partes tiene que haber de todo.

—No es que no os crea, señor, pero sois un redomado embustero —dijo Lesley—. Sin embargo, el vejestorio tiene que estar por aquí. —Miró más allá de los focos, al patio de butacas, como buscando algo—. Sé que estás ahí, perro negro irlandés.

Negó con la cabeza.

—Cuánto me gustaría decir que me alegro de estar aquí en el siglo
XXI
—dijo de pronto—. Hay muchas cosas por las que tenemos que estar agradecidos: agua corriente en las casas, carros sin caballos… una esperanza de vida decente.

Yo no veía ninguna manera de llegar al escenario desde el patio de butacas. El foso de la orquesta tenía dos metros de profundidad, y el escenario, al otro lado, era demasiado alto como para subir desde abajo.

—Esta noche, señoras y señores, chicos y chicas, para su esparcimiento, voy a presentar ante ustedes esa lamentable escena de la historia de Punch —dijo Lesley—. Me refiero, por supuesto, a su encarcelamiento y, ¡ay!, inminente ejecución.

—¡No! —grité. Había leído el guión. Sabía lo que estaba a punto de ocurrir.

Lesley me miró y sonrió.

—Pues claro que sí —dijo—. La representación tiene que continuar.

Se oyó un crujido de huesos que se rompían y su rostro se transformó. Su nariz se volvió grande y aguileña, y su voz se transformó en un chillido agudo y penetrante.

—¡Así es como se tiene que hacer! —graznó.

Ya era demasiado tarde, pero salté igualmente al foso. La Royal Opera House no se contenta con un cuarteto y una batería, lo que hay allí es una orquesta al completo con setenta músicos y el foso se construyó para darles cabida. Aterricé entre los instrumentos de viento. Por muy fuerte que fuera la influencia que Henry Pyke había ejercido sobre ellos, no estaban tan aturdidos como para no protestar. Me abrí paso entre los violinistas, pero no me sirvió de nada. Ni siquiera con un buen salto habría logrado agarrarme al borde del escenario. Uno de los violinistas me preguntó quién coño me había creído que era y, con el apoyo de un contrabajista, me amenazó con partirme el cráneo. Ambos tenían en los ojos la misma mirada de viernes por la noche, de borracho capullo, que empezaba a asociar con Henry Pyke. Acababa de agarrar uno de los atriles para mantenerlos a raya cuando la orquesta se puso a tocar una vez más. A partir de ese momento, los dos músicos homicidas se olvidaron de mí, agarraron los instrumentos, volvieron a su lugar y, con mucho decoro —si tenemos en cuenta que acababan de salir de un episodio psicótico—, empezaron a tocar. Oí que la criatura que llevaba puesto el cuerpo de Lesley cantaba con su voz espantosamente aguda:

Y al fin dejó a su amada

y cantó tan triste son
.

No podía ver lo que hacía Lesley, pero, a juzgar por la canción, debía de representar la escena en la que Punch mira mientras le erigen el patíbulo frente a la ventana de la cárcel. Había puertas en ambos extremos del foso de la orquesta. Debía de ser posible llegar hasta el espacio entre bastidores por uno u otro camino. Avancé dando codazos entre los músicos hasta la puerta más cercana. A mi paso quedó un rastro de gritos, cuerdas vibrantes, chillidos y estrépito. La puerta conducía a otro estrecho corredor con bovedilla, con idénticos pasillos que se ramificaban a derecha e izquierda. Como había salido por la derecha, me imaginé que un giro a la izquierda me llevaría entre bastidores. Estuve en lo cierto, sólo que la Royal Opera House no tenía espacio entre bastidores. Lo que tenía era un hangar para aviones, una sala gigantesca, de techo alto, que debía de triplicar el escenario principal. Allí habría cabido un zepelín. Los regidores, apuntadores y todos los que no están a la vista del público durante la representación se habían congregado en los bastidores, fascinados por la misma influencia que Henry Pyke ejercía sobre el público. Al escapar de dicha influencia, tuve una oportunidad para tranquilizarme y pensar. El daño que había sufrido Lesley ya estaba hecho; si le inyectaba el tranquilizante, se le desprendería la cara. No serviría de nada que irrumpiese en el escenario. Por lo que sabía, mi torpe entrada ya se encontraba en el guión de Henry Pyke. Me colé entre los tramoyistas y traté de acercarme todo lo posible al escenario sin dejarme ver.

No se había erigido ningún patíbulo. Pero sí había bajado una soga desde lo alto, como si hubiera colgado de un penol. O Henry Pyke estaba aún mejor organizado de lo que yo pensaba, o en la ópera original también se ahorcaba a alguien. Seguramente después de que hubiera cantado mucho.

Lesley aún representaba el papel de Punch. Hacía como si languideciera tras una ventana con barrotes. No parecía que siguiera ya el guión de Piccini, sino que entretenía al público con la historia de la vida de un tal Henry Pyke, actor en ciernes, desde sus humildes comienzos en una humilde población de Warwickshire hasta su esplendorosa carrera en los escenarios de Londres.

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