—Está convencida de ser la diosa del Támesis —dije—. ¿Lo es de verdad?
—No vamos a llegar muy lejos con esa pregunta —dijo Nightingale.
Molly se presentó en silencio con café y una bandeja de galletas de crema. Miré las galletas y luego le eché a ella una mirada suspicaz, pero Molly se encerró en su habitual hermetismo.
—Pues entonces —inquirí—, ¿de dónde procede su poder?
—Ésa es una pregunta mucho mejor —respondió Nightingale—. Existen varias teorías al respecto; que su poder procede de la fe de sus devotos, del propio lugar, o de una fuente divina que se encuentra más allá de nuestro mundo mortal.
—¿Qué opinaba Isaac?
—A sir Isaac —dijo Nightingale— no se le daban bien las cuestiones relacionadas con la divinidad. Llegó a cuestionar la divinidad de Jesucristo. No le gustaba la noción de Trinidad.
—¿Y eso por qué?
—Tenía una mente muy organizada —dijo Nightingale.
—¿Ese poder tiene el mismo origen que la magia? —pregunté.
—Me será mucho más fácil explicártelo en cuanto hayas logrado dominar tu primer hechizo —dijo—. Creo que podrías practicar un par de horas antes del té de la tarde.
Me marché sigilosamente hacia el laboratorio.
Soñé que estaba en la cama con Lesley May y Beverley Brook, que tenía a lado y lado los cuerpos esbeltos y desnudos de ambas. Pero el sueño no fue tan erótico como habría tenido que ser, porque yo no me atrevía a abrazar a ninguna de las dos, por miedo a ofender gravemente a la otra. Había ideado una estrategia para abrazarlas a las dos a la vez cuando Beverley me clavó los dedos en la muñeca y me levanté con un espantoso calambre en el brazo derecho.
Era tan fuerte que me caí de la cama y me debatí en el suelo con inútil estoicismo durante un par de minutos. No hay nada que nos despierte con tanta eficacia como un dolor atroz, y por ello, cuando tuve claro que no volvería a dormirme, salí de la habitación y fui en busca de algo que comer. El sótano de la Locura era un laberinto de habitaciones que daba testimonio de los tiempos en los que el personal se había contado por docenas. Pero por lo menos sabía que las escaleras de atrás terminaban junto a la puerta de la cocina. Como no quería molestar a Molly, descendí todo lo silenciosamente que pude, pero, al llegar al sótano, vi que las luces de la cocina estaban encendidas. Al acercarme, oí los gruñidos de
Toby
, luego sus ladridos, y entonces un extraño y rítmico siseo. Un buen policía se da cuenta de las situaciones en las que no se tiene que notar su presencia, y por ello me acerqué sigilosamente a la puerta de la cocina y eché una mirada adentro.
Molly aún llevaba el uniforme de criada y se había subido al borde de la mesa de roble mellada que dominaba una de las mitades de la cocina. A su lado, sobre la mesa, había un mortero de cerámica de color beige, y frente a ella, sentado a unos tres metros más allá, se hallaba
Toby
. Como la puerta le quedaba a las espaldas, Molly no se dio cuenta de que la miraba. Metió la mano en el mortero y sacó de ella un taco de carne picada. Estaba tan fresco que chorreaba sangre.
Por unos instantes, Molly tentó al perro con la carne, y
Toby
ladró enardecido. Luego se la arrojó con un diestro giro de muñeca.
Toby
dio un salto impresionante desde su posición anterior de reposo y cazó la carne antes de que llegara al suelo. Al ver que
Toby
masticaba con afán, y al mismo tiempo se movía en pequeños círculos, Molly se echó a reír… pero su risa era el rítmico siseo que había oído antes.
Molly agarró otro taco de carne y se lo meneó delante de las narices a
Toby
. El perro se puso a danzar con perruna expectación. Esta vez Molly lo engañó: siseó al contemplar sus confusos meneos, y a continuación, después de asegurarse de que el perro la miraba, se metió en su propia boca el ensangrentado trozo de carne.
Toby
ladró con enfado, pero entonces Molly le sacó una lengua imposiblemente larga y prensil.
Seguramente di un respingo, o me moví, porque Molly saltó de la mesa y se volvió para encararse conmigo. Me miraba con ojos desorbitados y enseñaba unos dientes largos y puntiagudos y sucios de sangre, de sangre roja y brillante sobre su piel pálida, que le bajaba en reguerillos hasta el mentón. Luego se tapó la boca con la mano y, con sorpresa y vergüenza pintadas en los ojos, salió de la cocina corriendo en silencio.
Toby
me gruñó con irritación.
—Yo no tengo la culpa —le dije—. Sólo quería comer algo.
No sé de qué se quejaba. Se comió toda la carne que quedaba en el mortero. Yo me tomé un vaso de agua.
A
CCIÓN A DISTANCIA
Aparte del calambre y de la evidente recuperación del brazo, mis esfuerzos por crear luces fantasma no dieron resultado. Mañana sí, mañana no, Nightingale me hacía una demostración del hechizo, y yo llegaba a pasarme cuatro horas al día abriendo la mano con movimientos calculados. Por fortuna, logré que me concediera una pausa de tres semanas hasta febrero, hasta el día en el que Lesley May y yo teníamos que testificar contra Celia Munroe, la autora del asalto en el multisalas de Leicester Square.
Esa mañana nos presentamos ambos con el uniforme reglamentario —a los magistrados les gusta que sus agentes de policía vayan de uniforme—, a la hora indicada —las diez de la mañana—, conscientes de que la vista no empezaría hasta, por lo menos, las dos. Como buenos agentes ambiciosos e interesados en su propia carrera profesional, nos presentamos con material de lectura propio. Lesley se trajo el último
Manual del policía investigador
, publicado por Blackstone, y yo las
Leyendas del valle del Támesis
, publicadas por Horace Pitman en 1897.
Los juzgados de Westminster se hallan detrás de Victoria Station, en la calle Horseferry. Es un edificio sin personalidad construido en los años setenta; se le atribuía un mérito arquitectónico tan escaso que se había hablado de conservarlo para la posteridad como ejemplo de lo que no se tenía que hacer. En el interior, las salas de espera estaban impregnadas de esa mezcla de incómodo ajetreo y desoladora inhumanidad que fue la gloria de la arquitectura británica de la segunda mitad del siglo
XX
.
En la sala de vistas había dos bancos. Nosotros nos sentamos en uno, mientras que la acusada Celia Munroe, su abogado y una amiga que la había acompañado para brindarle apoyo moral compartieron el otro con Ranatunga y con el hermano de éste. Todos ellos habrían preferido que la vista no se celebrara y nos echaban la culpa a nosotros.
—¿Alguna noticia de Los Ángeles? —pregunté.
—Brandon Coopertown estaba al borde del desastre —dijo Lesley—. Al parecer, todos los negocios que había realizado en Estados Unidos habían fracasado y su productora estaba a punto de irse a pique.
—¿Y la casa? —pregunté.
—Iba a seguir el camino de toda carne mortal —dijo Lesley. Me quedé mirándola sin entender—. Llevaba seis meses sin pagar la hipoteca —añadió—. Y sus ingresos de este año a duras penas llegaban a las treinta y cinco mil.
Diez de los grandes más de los que yo iba a ganar como agente. La compasión que me inspiró fue limitada.
—Empieza a parecer el clásico ejemplo de destrucción familiar —dijo Lesley, que había aprovechado para refrescar sus conocimientos en psicología forense—. El padre se enfrenta a una catastrófica pérdida de estatus, no puede soportar la vergüenza y llega a la conclusión de que, si él no está, la vida de su mujer y su hijo no tiene sentido. Se vuelve loco, se carga a un colega de profesión, se carga a su propia familia y luego se suicida.
—¿Por el procedimiento de arrancarse la piel de la cara? —pregunté.
—Las teorías perfectas no existen —comentó Lesley—. Sobre todo porque ni siquiera hemos encontrado un motivo por el que William Skirmish tuviera que desplazarse esa noche hasta el West End.
—Quizá había salido a ligar —expliqué.
—No, no había salido a ligar —dijo Lesley—. De eso estoy segura.
Como se consideraba que el cronograma del asesinato de William Skirmish ya no tenía apenas relevancia para la resolución del caso, se lo habían confiado al miembro más joven de la Brigada de Homicidios, esto es, a Lesley. Al haber invertido mucho tiempo y esfuerzo en la reconstrucción de las últimas horas de William Skirmish, estaba dispuesta —y, de hecho, deseosa— de contármelas con sus más truculentos detalles. Había investigado los intereses sentimentales de Skirmish y no había hallado indicios de que pudiera acudir al West End en busca de sexo. William era un monógamo serial. Y siempre con gente que había conocido en el trabajo, o por medio de amigos comunes. Lesley había investigado también todas las cámaras de videovigilancia que habían podido filmarle aquella noche y, de acuerdo con la información que había reunido, William Skirmish había ido a pie desde su casa hasta la estación de Tufnell Park y luego en metro hasta Tottenham Court Road. Había bajado allí y había ido a pie hasta Covent Garden por Mercer Street, hasta el lugar donde se había cruzado con Coopertown. Sin desvíos ni dudas… como si acudiera a una cita.
—Casi como si algo le hubiera manipulado el cerebro —dijo—. ¿No crees?
Entonces le hablé del hechizo de
dissimulo
y de la teoría de que algo había invadido la mente de Coopertown y le había obligado a cambiar de rostro, matar a William Skirmish y luego a su propia familia. Todo esto nos llevó, por supuesto, a una descripción de mi visita a Mamá Támesis, a las lecciones de magia y a la criada Molly, que «sólo Dios sabrá lo que es en realidad».
—¿Estás seguro de que puedes contarme todo esto? —preguntó Lesley.
—No veo por qué no —dije—. Nightingale no me ha indicado nunca lo contrario. Tu jefe también piensa que todo esto existe de verdad. Y no le gusta mucho.
—Así que hubo algo que manipuló la mente de Coopertown… ¿verdad? —preguntó Lesley.
—Verdad —afirmé.
—Y, sea lo que fuere —siguió diciendo Lesley—, también podría haber interferido con la de William Skirmish. Quizá le obligó a ir hasta el West End tan sólo para que el otro pudiera arrancarle la cabeza. Lo que quiero decir es que si puede manipular la mente de una persona, ¿por qué no la de otra? ¿Por qué no la tuya, o la mía?
Recordé el espantoso rostro que tenía Coopertown cuando se había arrojado sobre mí en el balcón, y el olor de la sangre.
—Te agradezco que me hayas dado esa idea, Lesley —dije—. Te aseguro que no lo voy a olvidar jamás… sobre todo a altas horas de la noche, cuando intente dormirme.
Lesley miró de reojo a la taciturna Celia Munroe.
—Esa mujer sufrió el mismo tipo de rabia repentina —dijo—. ¿Y si resulta que también le manipularon el cerebro a ella?
—A ella no se le cayó el rostro —observé.
Celia Munroe se dio cuenta de que la mirábamos y se estremeció.
—¿Y si Coopertown era el objetivo principal —interpeló Lesley— y lo de ella tan sólo un efecto secundario? Puede que haya habido otros incidentes en la misma zona, pero dio la casualidad de que estábamos allí cuando ocurrió éste.
—Podríamos echar una ojeada al archivo de denuncias y ver si encontramos otras del mismo estilo —dije—. Para ver si se produjeron en serie.
—Todo esto tuvo lugar en la zona de Westminster y Camden —dijo Lesley—. Por allí hay muchos delitos.
—Pues busca tan sólo asaltos violentos y primeros delitos —pedí—. El ordenador te hará la mayor parte del trabajo.
—¿Y qué es lo que vas a hacer tú?
—Yo tengo que aprender a encender la luz —le dije con pedantería.
Dos días más tarde, cuando salía del cuarto de baño, Nightingale me convocó a la planta baja. Se había cancelado la práctica y, al parecer, también el desayuno. Nightingale se había puesto lo que reconocí como su «ropa de trabajo»: chaqueta de
tweed
en espiga de color marrón claro, con botonadura doble y parches de cuero en los codos. Llevaba su gabardina original Burberry plegada sobre el brazo y sostenía un bastón de puño de plata. Era la primera vez que le veía llevarlo a la luz del día.
—Iremos a Purley —dijo, y, para mi sorpresa, me arrojó las llaves del Jaguar.
—¿Qué es lo que hay en Purley? —pregunté.
—No te lo voy a decir —me respondió—. Prefiero que te formes tus propias impresiones.
—¿Voy como agente de policía o como aprendiz?
—Como ambas cosas —dijo Nightingale.
Me puse al volante del Jaguar, di la vuelta a la llave de ignición y me tomé un momento para saborear el sonido del motor. No hay que darse prisas con las cosas buenas de la vida.
—Cuando quieras —dijo Nightingale.
La conducción no era tan buena como me había imaginado, pero la manera como respondió al acelerador compensó sus otros fallos, sobre todo el sobreviraje y el aire cálido y maloliente que la calefacción me arrojaba cada cierto tiempo a la cara.
Tuvimos que pasar por el puente de Lambeth. Circular por Londres en días laborables siempre es difícil, y tuvimos que detenernos y volver a arrancar una infinidad de veces por la ruta que sigue el Oval, pasa por Brixton y continúa hasta Streatham. Seguimos hasta los barrios residenciales de las afueras de Londres: hectáreas de casas adosadas de dos pisos del período eduardiano, intercaladas con calles comerciales idénticas. De vez en cuando pasamos junto a rectángulos irregulares cubiertos de hierba, restos de antiguos pueblos que crecían como manchas de moho sobre una placa de Petri.
La A23 se transformaba en Purley Way, y pasamos junto a un par de chimeneas altas coronadas con el logo de Ikea. La parada siguiente era Purley, célebre lugar; Purley, ¿qué puede significar ese nombre?
Un VW Transporter de color rojo con los distintivos de la Brigada de Incendios de Londres nos aguardaba en el aparcamiento de la estación de Purley. Nos detuvimos a su lado, y entonces un hombre abrió la portezuela y nos saludó con la mano. Le eché unos cuarenta años y pico; tenía la nariz rota y un corte de pelo que le había dejado tan sólo una pelusa de color castaño en la cabeza. Nightingale me lo presentó como Frank Caffrey.
—Frank trabaja en la comisaría de New Cross. Es nuestro enlace con la Brigada de Incendios.
—¿Por qué un enlace? —pregunté.
—Por esto —dijo Frank, y me puso en las manos un macuto de lona. Pesaba mucho más de lo que había esperado y estuve a punto de dejarlo caer. Se oyó un sonido metálico en su interior.