Ríos de Londres (11 page)

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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

Si le preguntáis a un agente de policía qué es lo peor de su trabajo, siempre os responderá que lo peor es tener que dar la mala noticia a los parientes de las víctimas. Pero no es verdad. Lo peor es tener que quedarse en la sala después de haber dado la noticia y verse obligado a presenciar cómo se desintegra una vida. Hay quien dice que no le afecta… quien diga eso no es de fiar.

Los Fischer debían de haber buscado en Google el hotel más cercano a la casa de su hija, y por eso habían reservado habitación en un edificio de ladrillo de Haverstock Hill, medio prisión, medio gasolinera. El vestíbulo era viejo, tan desordenado y acogedor como la oficina de una ETT. Dudo que los Fischer se dieran cuenta, pero yo sí noté que Nightingale no lo consideraba apropiado, y por un momento pensé que estaba a punto de llevárselos a la Locura.

Luego suspiró y me mandó que les dejara el equipaje en recepción.

—A partir de ahora, esto queda en mis manos —dijo, y me ordenó que volviera a casa. Me despedí de los Fischer y salí de su vida tan rápido como pude.

Después de ese episodio, no me quedaron ganas de salir, pero Lesley me convenció.

—No puedes dejar de salir sólo porque ocurran desgracias —dijo—. Además, me debes una noche de juerga.

No se lo discutí, y, al fin y al cabo, una de las cosas buenas del West End es que siempre se encuentra algún cine donde echan alguna película. Empezamos por el Príncipe Carlos, pero en la sala de abajo pasaban
Doce monos
, y en la de arriba una de Kurosawa por la que te cobraban el doble. Así, doblamos la esquina y probamos en el Voyage de Leicester Square. El Voyage es una versión para ciudad en miniatura de lo que sería un Múltiplex de ocho salas, entre las que hay por lo menos dos con una pantalla más grande que la de un televisor de plasma. Por lo general me gustan las películas con ciertas dosis de violencia gratuita, pero Lesley me convenció de que la que nos convenía para animarnos era
Sherbet Lemons
, la comedia romántica del mes, con Allison Tyke y Dennis Carter. Tal vez hubiese funcionado, si hubiéramos llegado a verla…

Buena parte del vestíbulo estaba ocupada por los puestos de comida. Había ocho puntos de venta, cada uno con su propia caja, instalados en un caos de máquinas de palomitas, parrillas para perritos calientes y anuncios de cartón que ofrecían regalos sorpresa a los niños que compraran entradas de la última película de moda. Sobre cada una de las cajas había una pantalla grande de cristal líquido por la que desfilaban las películas en cartelera, su clasificación por edad, el horario, el tiempo que faltaba para que empezasen y los asientos que quedaban sin vender. A intervalos regulares pasaban un tráiler, un anuncio de hamburguesas, o un vídeo que te recordaba lo bien que te lo estabas pasando en los cines de la cadena Voyage. Aquella noche funcionaba tan sólo una de las cajas y había una cola de unas quince personas ante ella. Nos pusimos en la cola detrás de una mujer de mediana edad, bien vestida, acompañada por cuatro niñas de entre nueve y once años. A Lesley y a mí no nos importó… si hay algo que se aprende en el oficio de policía es a esperar.

La investigación posterior reveló que el único empleado que en ese momento trabajaba en el puesto era un refugiado de veintitrés años de edad procedente de Sri Lanka, llamado Sadun Ranatunga. Era una de las cuatro personas que trabajaban esa noche en el Voyage de Leicester Square. En el momento en el que tuvo lugar el incidente, dos de ellos estaban lavando las pantallas uno y tres para el siguiente pase, otro atendía en la taquilla, y el cuarto y último se encargaba de un vertido particularmente desagradable en el baño de caballeros.

Como Ranatunga vendía entradas y palomitas a la vez, la cola avanzaba con mucha lentitud. Tuvieron que pasar quince minutos para que la mujer que nos precedía empezase a recobrar la esperanza. Las niñas que la acompañaban habían jugado hasta ese momento, pero entonces corrieron hacia la cola para no quedarse sin golosinas. La mujer demostró una impresionante firmeza: les dejó bien claro que cada una de ellas tenía derecho tan sólo a una bebida y una ración de palomitas o de dulces… sin excepciones, y no me importa lo que la madre de Priscilla te dejara tomar el día que saliste con ellos. No, no te pienso comprar nachos, y, además, no sé lo que son los nachos. Como no te portes bien, te quedas sin nada.

Según el Departamento de Investigación de Delitos de Charing Cross, el problema empezó cuando dos muchachos que hacían cola juntos pidieron entradas con descuento. Posteriormente los identificaron como Nicola Fabroni y Eugenio Turco, un par de heroinómanos que habían venido a Londres desde Nápoles para hacerse una cura de desintoxicación. Llevaban unos folletos de la Escuela de Lengua Inglesa Piccadilly que, según ellos, los acreditaban como estudiantes. Sólo con que hubiesen ido la semana anterior, Ranatunga les habría dicho que sí, pero esa misma tarde su jefe le había informado de que la oficina central consideraba que el Voyage de Leicester Square había vendido demasiadas entradas con descuento y que, en el futuro, el personal de las salas tendría que rechazar cualquier petición que resultara sospechosa. De acuerdo con las instrucciones que le habían dado, Ranatunga informó con sumo pesar a Turco y a Fabroni de que tendrían que pagar el precio íntegro. La respuesta no le sentó nada bien a la pareja, que había calculado el presupuesto sobre la base de que entrarían en el cine sin tener que pagar la entrada entera. Se quejaron a Ranatunga, que se mostró inflexible, pero, como ambas partes se expresaban en lengua no nativa, la discusión les llevó un buen rato. Al fin, Turco y Fabroni pagaron de mala gana el precio íntegro con un par de billetes de cinco hechos una porquería y un puñado de monedas de diez peniques.

Según parece, Lesley había mirado con ojos de policía a los italianos desde el primer momento, mientras que yo —que me distraigo fácilmente, no lo olvidéis— me preguntaba si me sería posible llevar a Lesley hasta mi habitación en la Locura. Por eso me quedé algo sorprendido cuando la respetable mujer de clase media que esperaba delante de nosotros ataviada con un buen abrigo saltó al otro lado del mostrador y trató de estrangular a Ranatunga.

Se llamaba Celia Munroe, residente en Finchley, y había querido regalar una salida al West End a sus hijas Georgina y Antonia y a dos amigos de éstas, Jennifer y Alex. La pelea empezó cuando la señora Munroe presentó cinco vales de la promoción Voyager Film Fun como pago parcial por las entradas. Ranatunga le explicó con todo su pesar que los vales no eran válidos en aquel cine. La señora Munroe le preguntó cómo era posible, pero Ranatunga no supo explicarle el motivo, porque, para empezar, sus superiores no le habían informado acerca de aquella promoción. La señora Munroe expresó su insatisfacción con una agresividad que nos sorprendió a Ranatunga, a Lesley y a mí, y, de acuerdo con su declaración posterior, también a ella misma.

Lesley y yo nos habíamos decidido a intervenir, pero no habíamos tenido tiempo siquiera para dar un paso adelante y preguntar qué ocurría cuando la señora Munroe actuó. Todo fue muy rápido y, como suele ocurrir con los incidentes inesperados, tardamos unos instantes en comprender lo que sucedía. Por suerte, teníamos suficiente experiencia en la calle como para no quedarnos paralizados, y así agarramos a la mujer cada uno por un hombro y tratamos de separarla del pobre Ranatunga. La mujer le sujetaba el cuello con tanta fuerza que cuando tiramos de ella hacia atrás arrastró a Ranatunga sobre el mostrador. En ese momento, una de las niñas estaba ya histérica, y la que parecía la mayor, Antonia, se puso a darme puñetazos en la espalda, pero en ese momento no lo noté. Los labios de la señora Munroe se habían contraído en un rictus de furor, los tendones empezaban a dibujársele en el cuello y los antebrazos. El rostro de Ranatunga se enrojecía, los labios se le volvían azules.

Lesley apretó con los pulgares sobre los puntos de presión de las muñecas de la señora Munroe y entonces la mujer soltó a Ranatunga, pero de manera tan brusca que ambos rodamos por el suelo. La mujer aterrizó encima de mí y traté de sujetarle los brazos, pero antes de que lo lograra tuvo tiempo de darme un violento codazo en las costillas. Aproveché que la superaba en peso y fuerza para darle la vuelta y ponerla boca abajo sobre la alfombra con olor a palomitas. Naturalmente, no llevaba las esposas, y tuve que sujetarle las dos manos tras la espalda. De acuerdo con el procedimiento legal, una vez le has puesto las manos encima a un sospechoso estás obligado a arrestarlo. Le recité sus derechos y dejó de forcejear. Me volví hacia Lesley. No sólo había cuidado del herido, sino que también había apartado a las niñas y había informado del incidente a Charing Cross.

—¿Si la suelto —pregunté—, se va a portar usted bien?

La señora Munroe asintió con la cabeza. Le permití que se diera la vuelta y se sentara en el suelo.

—Yo sólo quería ver una película —dijo—. Cuando era joven sólo tenías que ir al cine Odeon de tu barrio y decir «una entrada, por favor», y entonces les dabas el dinero y ellos te daban una entrada. ¿Por qué se ha vuelto todo tan complicado? ¿De dónde ha salido esa comida tan asquerosa que llaman nachos? Pero vamos a ver, ¿qué coño es un nacho?

A una de las niñas se le escapó una risilla nerviosa al oír la palabra.

Lesley tomaba notas en su bloc de agente. Porque, ¿sabéis?, cuando le leemos a alguien sus derechos, le decimos: «todo lo que diga a partir de este momento podrá utilizarse como prueba en su contra», y, bueno, nos referimos a eso.

—¿Ese muchacho está herido? —Me buscó con la mirada para que la tranquilizara—. No sé lo que me ha ocurrido. Yo sólo quería hablar con alguien que dominara el inglés. El verano pasado me fui de vacaciones a Baviera y allí todo el mundo hablaba muy bien el inglés. Voy con mis hijas al West End y sólo encontramos extranjeros. No entiendo ni una palabra de lo que dicen.

Se me ocurrió que algún cabrón de la Fiscalía de la Corona podía aprovechar sus palabras para presentar el agravante de racismo. Miré a Lesley a los ojos, y ella suspiró, pero dejó de apuntar.

—Yo sólo quería ir al cine —repetía la señora Munroe.

La salvación llegó en la persona del inspector Neblett, que nos echó una mirada y dijo:

—A vosotros dos no se os puede dejar solos, ¿eh?

No me engañó. Yo sabía muy bien que había estado ensayando la frase durante el camino.

Sin embargo, fuimos todos a comisaría para formalizar el arresto y encargarnos del papeleo. Y eso me costó tres horas de mi vida que no voy a recuperar fácilmente. Acabamos en la cantina, como todos los policías que hacen horas extra. Una vez allí, bebimos té y rellenamos los formularios.

—Ahora que nos vendría bien contar con la Unidad de Seguimiento de Casos, ¿dónde se han metido? —dijo Lesley.

—Yo ya te decía que tendríamos que haber ido a ver
Los siete samuráis
—le dije.

—¿A ti no te ha parecido que había algo raro en ese incidente? —preguntó Lesley.

—¿Raro? ¿El qué?

—Ya me entiendes —dijo Lesley—. Una mujer de mediana edad se vuelve loca de pronto y ataca a otra persona en el cine delante de sus hijas. ¿Estás seguro de que no notaste ninguna…? —Agitó los dedos en el aire.

—En ese momento no prestaba atención —expliqué. Al pensarlo, tuve la sensación de que tal vez sí había habido algo, una explosión de violencia y risas, pero me resultaba sospechosa al verlo en retrospectiva; como un recuerdo que yo mismo había construido después de los hechos.

El señor Munroe llegó hacia las nueve con un abogado y con los padres de las otras niñas, y su mujer salió bajo fianza menos de una hora más tarde. Mucho antes de que Lesley y yo termináramos el papeleo. Para entonces estaba demasiado fatigado como para tener ninguna idea inteligente, así que me despedí y me marché a Russell Square en el vehículo de intervención inmediata.

Tenía un juego nuevo de llaves, entre las que se encontraban la de la puerta de servicio. Entré por allí para esquivar la mirada reprobadora de sir Isaac. El salón principal estaba en penumbra, pero, al subir por el primer tramo de escaleras, me pareció observar una figura pálida que caminaba por el piso de abajo.

La prueba más segura de hallarse en una casa rica es que se tome el desayuno en una sala especial, y no en la misma en que se come a mediodía con la vajilla cambiada. Estaba orientada hacia el sudeste para captar la escasa luz de enero y tenía vistas a los establos y cocheras. Aunque Nightingale y yo fuéramos los únicos que desayunábamos allí, todas las mesas estaban puestas y cubiertas con manteles blancos recién salidos de la lavandería. Había para cincuenta personas. Así mismo, la mesa de servir cargaba con una serie de bandejas de plata con arenques ahumados, huevos, tocino y morcillas, y con una fuente llena de arroz, guisantes y eglefino ahumado y desmenuzado. Nightingale identificó este último plato como
kedgeree
. Parecía que la abundancia en el servicio de cocina le abrumara tanto como a mí.

—Pienso que Molly se deja llevar demasiado por el entusiasmo —dijo, y se sirvió
kedgeree
.

Yo tomé un poco de todo y
Toby
se llevó algunas salchichas, un poco de morcilla y un cuenco con agua.

—No lograremos comernos todo esto —dije—. ¿Qué hará Molly con los restos?

—He aprendido a no hacer preguntas como ésa —respondió Nightingale.

—¿Y por qué no?

—Porque no estoy seguro de querer saber las respuestas.

Mi primera lección en las ciencias mágicas tuvo lugar en uno de los laboratorios que se encontraban al final del primer piso. El resto de laboratorios se habían utilizado en otro tiempo en proyectos de investigación, pero aquél se empleaba para la enseñanza y, desde luego, tenía todo el aspecto de un laboratorio escolar. En él había bancos que llegaban a la cintura, con espitas de gas para mecheros Bunsen a intervalos regulares y lavamanos de porcelana blanca en la madera barnizada de los muebles. Había incluso un cartel con la tabla periódica en la pared. Me di cuenta de que faltaban todos los elementos que se habían descubierto después de la segunda guerra mundial.

—Primero tendremos que llenar uno de los lavamanos —dijo Nightingale.

Seleccionó uno y abrió la llave que se encontraba en la base de un grifo largo de cuello de cisne. Se oyó un traqueteo lejano. El cuello de cisne negro vibró, gorgoteó y finalmente escupió un breve chorro de agua parduzca.

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