Ríos de Londres (19 page)

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Authors: Ben Aaronovitch

Tags: #Fantástico

Les observamos mientras llegaban al
gastropub
y, tras una pausa para sacudir el paraguas, entraban.

—¿Podrías volver a explicarme qué es lo que hacemos aquí? —preguntó Lesley.

—¿Has encontrado ya al mensajero? —pregunté.

—No —contestó Lesley—. Y no creo que a mi oficial le guste que tu oficial lo trate como a un recadero.

—Pues dile que bienvenido al club —dije.

—Díselo tú —me respondió Lesley.

—¿Y qué es lo que hay en los bocadillos? —preguntó Beverley.

Abrí la bolsa de Tesco’s y desenvolví los bocadillos. Estaban hechos de pan blanco y crujiente con rosbif y encurtido de mostaza acompañados con rábanos picantes. Estaba muy bien, pero en cierta ocasión Molly me había puesto sesos de ternera fritos, y por ello siempre sentía cierto reparo al comerme los bocadillos que me preparaba. Lesley come siempre sin miedo y piensa que las anguilas en gelatina son un manjar exquisito, y se los llevó a la boca sin problemas. Beverley, en cambio, vaciló.

—Aunque me coma los bocadillos no voy a quedar obligada a nada, ¿verdad que no? —preguntó Beverley.

—No te preocupes —le dije—. Llevo un ambientador en la bolsa.

—Hablo en serio —replicó Beverley—. En los apartamentos de mami hay un tío que se presentó en 1997 para llevarse unos muebles. Se tomó una taza de té y una galleta, y ya no volvió a salir. Yo le llamaba «tío administrador». Hace trabajos extraños en la casa, nos arregla las cosas y mantiene limpio el lugar, y mi madre no lo va a dejar marchar jamás. —Beverley me oprimió el pecho con la punta del dedo—. Así que quiero saber qué intenciones llevas al servirme este bocadillo.

—Te aseguro que mis intenciones son honorables —le dije, pero me acordé de lo cerca que había estado de comerme las galletas de crema en la casa de Mamá Támesis.

—Júralo por tu poder —dijo Beverley.

—Pero es que no tengo ningún poder —repuse yo.

—Eso es cierto —afirmó Beverley—. Pues júramelo por la vida de tu madre.

—No —le dije yo—. Eso lo hacen los niños pequeños.

—Pues está bien —dijo Beverley—. Iré yo misma por mi propia comida.

Salió del coche y se alejó con enérgicas zancadas, sin preocuparse por cerrar la puerta. Me di cuenta de que había esperado a que la lluvia amainase antes de enfadarse.

—¿Eso es cierto? —preguntó Lesley.

—¿El qué? —le pregunté.

—Hechizos, comidas, obligaciones, brujos… eso del administrador —dijo Lesley—. Por Dios bendito, Peter, eso que ha contado es un delito de secuestro, como mínimo.

—Una parte de lo que ha dicho es cierto —dije—. No sé si todo lo es. Creo que el proceso de transformarse en mago implica saber distinguir entre lo que es verdad y lo que no lo es.

—¿Y es verdad que su mami es la diosa del Támesis?

—Ella cree serlo, y yo la he conocido y empiezo a pensar que tal vez lo sea —expliqué—. Tiene poder de verdad, así que voy a tratar a su hija como a una diosa mientras no se demuestre lo contrario.

Lesley se apoyó sobre el respaldo trasero y me miró a los ojos.

—¿Sabes hacer magia? —me preguntó en voz baja.

—Sé hacer un solo hechizo —le dije.

—Enséñamelo.

—No puedo —dije—. Si lo hago ahora, me cargaré los Airwave, el estéreo y quizá también el sistema de ignición. Fue así como averié el móvil. Lo llevaba en el bolsillo en el momento de las prácticas.

Lesley echó la cabeza hacia un lado y me lanzó una mirada fría.

Yo estaba a punto de responderle cuando Beverley se puso a dar golpes en la ventanilla… bajé el cristal.

—Se me ha ocurrido que tenía que decirte que ha dejado de llover —dijo—, y que un mensajero viene andando por la calle.

Lesley y yo salimos precipitadamente del coche —lo que demuestra que no estábamos muy duchos en tareas de vigilancia—, nos acordamos de que se suponía que no debíamos hacernos notar y fingimos que charlábamos de cosas sin importancia. Tengo que decir, en defensa de ambos, que no habíamos pasado más de dos años en uniforme, y que uno de los aspectos básicos del trabajo de un policía es hacerse notar.

Beverley debía de tener buena vista, porque el mensajero se hallaba en el extremo de Neal Street que desemboca en Shaftesbury Avenue y venía con pasos lentos y calmosos. Avanzaba empujando la bicicleta, lo cual era sospechoso, y vi que la rueda trasera se había torcido. Sentí una profunda inquietud, pero sin saber si se debía a mí mismo o a alguna circunstancia exterior.

Un perro se puso a ladrar no muy lejos de allí. Detrás de nosotros, una madre discutía con un niño que quería que lo llevara en brazos. En algún sitio se oía el agua de lluvia que se filtraba por un desagüe, y yo mismo me puse tenso, en un intento por oír… no sé muy bien qué. Entonces lo oí: una risilla débil, estrangulada, muy aguda, que parecía llegar de muy lejos.

El mensajero tenía una pinta muy normal: iba vestido con un uniforme de licra amarillo y negro dolorosamente ceñido, un macuto de mensajero con una radio sujeta en la correa y un casco de bicicleta azul y blanco. Tenía la cara larga y una boca que era una línea delgada bajo una nariz aguileña, pero en sus ojos se apreciaba una inquietante falta de expresión. No me gustó la manera como caminaba. La rueda torcida de detrás tenía los radios estropeados y parecía que la cabeza del hombre se meciera de manera forzada cada vez que ésta giraba. Llegué a la conclusión de que sería mala idea permitir que se acercara.

—¡Cabrón! —Oí un grito a mis espaldas y un choque estrepitoso.

Me di la vuelta y no vi nada, hasta que Lesley me señaló las puertas dobles de cristal de Urban Outfitters. Alguien estaba golpeando violentamente a un hombre contra el interior de las puertas. Lo arrastró hacia dentro, donde no podíamos verlo, y luego lo arrojó de nuevo contra la puerta, con tal fuerza que uno de los batientes se salió de quicio y se abrió un resquicio suficiente para que la víctima pudiera escapar. Tenía aspecto de turista, o de estudiante extranjero, bien vestido al estilo europeo; cabello rubio oscuro, lo bastante corto como para no ser demasiado largo; en el hombro, una mochila azul de las que regalan en Swissair. Movía la cabeza como si estuviera confuso, y se estremeció cuando el atacante abrió las puertas de un golpe y caminó hacia él.

Este último era un hombre de poca estatura, rechoncho, de cabello castaño ya escaso y gafas redondas con montura de alambre. Vestía una camisa blanca con el distintivo de «Encargado» grapado en el bolsillo. Sudaba, y su rostro lustroso se había enrojecido de rabia.

—Estoy hasta los putos huevos —gritaba—. Yo me esfuerzo por mantener la compostura, pero no, tú tienes que tratarme como si fuera tu puto esclavo.

—¡Eh! —gritó Lesley—, ¡policía! —Se acercó a ellos con la identificación en la mano izquierda, mientras con la derecha sujetaba el mango de la porra extensible—. ¿Pueden explicarme el problema?

—Ese hombre me ha atacado —dijo el joven. Indudablemente, hablaba con acento. Me pareció que era alemán.

El rabioso encargado del local vaciló y se volvió hacia Lesley. Sus ojos parpadeaban detrás de los cristales.

—Estaba hablando por el móvil —dijo el encargado. Parecía que la violencia lo hubiera abandonado—. Cuando aún estaba en el mostrador. Ni siquiera lo habían llamado a él. Ha marcado él mismo el número mientras pagaba. En teoría tengo que establecer una interacción cortés y mutuamente beneficiosa con él, y el muy cabrón pasa de mí y se pone a llamar por el móvil.

Lesley se interpuso entre ambos y, con buenas maneras, se llevó aparte al encargado.

—¿Y si volviéramos dentro? —le decía—. Una vez dentro podrá contármelo todo. —Era una delicia verla trabajar.

—Pero ¿por qué? —decía el encargado—. ¿Cuál era ese asunto tan importante que no podía esperar?

Beverley me dio un golpecito en el brazo.

—Peter —dijo—, mira allí.

Me volví a tiempo para ver que el doctor Framline corría calle arriba con un palo en la mano que medía la mitad de su cuerpo. A sus espaldas venía la amiga del
gastropub
, que gritaba su nombre, presa de la confusión. Me lancé tras él tan deprisa como me fue posible, me adelanté en seguida a la mujer, pero no logré dar alcance al doctor Framline antes de que llegara hasta su presa.

El mensajero no se molestó en levantar un brazo para defenderse. El doctor Framline le golpeó fuertemente el hombro con el palo. Vi que el brazo derecho de la víctima colgaba, partido por la mitad, y que la correspondiente mano soltó la bicicleta, y ésta empezó a caerse.

—Cuanto más te dé —gritó el doctor, que había levantado de nuevo el palo—, mejor será para ti.

Le di un golpe bajo: arremetí con el hombro contra el punto débil que se encuentra sobre las caderas, para que se cayera de lado y amortiguara mi propia caída, y no al revés. Oí la bicicleta estrellándose contra el suelo y también el palo, que rebotaba sobre el pavimento. Traté de reducir al doctor Framline, pero parecía sorprendentemente resistente, y me dio un codazo en el estómago con tal fuerza que se me cortó la respiración. Intenté sujetarlo por las piernas, y me dio un rodillazo en la cara que me arrancó una palabrota.

—¡Policía! —grité—. Deje de forcejear. —Por extraño que parezca, lo hizo—. Gracias —le dije; me pareció que la cortesía me obligaba.

Traté de levantarme, pero alguien me golpeó con tal fuerza que me encontré de bruces sobre el pavimento sin haber tenido tiempo de darme cuenta. En las peleas callejeras, por muy dolorido que estés, el pavimento no es buen amigo, y por eso me di la vuelta y traté de ponerme en pie de nuevo. Entonces, me di cuenta de que el mensajero recogía del suelo el voluminoso palo y trataba de golpear al doctor Framline. El doctor encogió el cuerpo para esquivarlo, pero el palo le dio en la parte de arriba del brazo. Resbaló y se cayó al suelo. Gimoteaba de dolor.

Me asaltó una oleada de emoción: alegría, excitación y un fondo de violencia, como la que invade al público local en un estadio de fútbol cuando su equipo tiene una oportunidad de marcar.

Esta vez vi el
dissimulo
en acción: la barbilla del mensajero pareció agrandarse. Oí con nitidez el crujido de huesos y dientes a medida que la punta afilada del mentón salía hacia fuera. Los labios se retorcieron mientras gruñían y la nariz se alargó hasta casi igualar el mentón. No era un rostro de verdad, era como una de esas caricaturas de los «hombres de la luna», un aspecto que ningún ser humano real podría presentar. La boca se abrió y en el interior vi las rojas ruinas de sus mandíbulas.

—¡Así es como se tiene que hacer! —chilló, y levantó el palo.

Lesley le dio con la porra en la parte de atrás de la cabeza. Se tambaleó, Lesley le golpeó una vez más, y entonces, con un suspiro entremezclado con gorgoteos, se desplomó frente a mí. Me arrojé sobre él y lo puse de espaldas contra el suelo, pero ya era demasiado tarde. La cara se le desprendía como papel maché humedecido. Vi que la piel se le rasgaba en torno a la nariz y el mentón, y que una capa se desprendía y resbalaba desde la frente. Traté de obligarme a mí mismo a hacer algo, pero al aprender primeros auxilios no me enseñaron lo que había de hacer cuando a alguien se le desgarraba la piel del rostro en tiras que se abrían cual estrella de mar.

Pasé la palma de la mano por debajo de la capa de piel. Me estremecí al sentir la humedad y el calor, y traté de volver a colocarle la piel encima de la cara. Tenía la vaga idea de que por lo menos tenía que tratar de impedir el sangrado.

—Soltadme —gritaba el doctor Framline. Volví la cabeza y vi que Lesley ya lo tenía esposado—. Soltadme —decía—. Puedo ayudarle.

Lesley dudaba.

—Lesley —dije, y Lesley empezó a abrirle las esposas.

Ya era demasiado tarde. De pronto, el mensajero se había quedado con el cuerpo rígido, se le había arqueado la espalda y la sangre se le había acumulado en el cuello; ésta salió a chorro por entre los desgarrones de la piel y por entre mis dedos.

El doctor Framline se agachó sobre el mensajero y le presionó la garganta con el dedo. Cambió de posición en busca del pulso, pero se notaba en su cara que no lo había encontrado. Al fin, negó con la cabeza y me dijo que lo dejara estar. La piel del rostro se separó nuevamente de la carne.

Alguien chillaba y tuve que asegurarme de que no era yo. Podría haber sido yo. No me faltaban ganas de chillar, pero recordé que, en aquel lugar y momento, Lesley y yo éramos los únicos policías, y que al ciudadano de a pie no le gustan los policías que se ponen a chillar: contribuyen a crear la impresión de que los acontecimientos se están desarrollando en una dirección que no es la del restablecimiento de la paz. Me puse en pie y me di cuenta de que habíamos atraído a una multitud de mirones.

—Señoras y señores —dije—, esto es una acción policial. Hagan el favor de apartarse.

La muchedumbre se apartó… estar cubierto de sangre puede producir ese efecto.

No permitimos que nadie tocara nada hasta que llegaron los refuerzos, pero, para entonces, dos tercios de la multitud habían sacado los móviles y nos filmaban y fotografiaban. A mí, a Lesley y al cadáver mutilado del mensajero. Las imágenes circulaban por Internet antes de que la ambulancia llegara y el médico cubriese los miserables restos mortales con una sábana. Localicé a Beverley al otro lado del gentío, y ella, al darse cuenta, me miró a los ojos, me hizo un gesto con la mano, se volvió y se marchó.

Lesley y yo buscamos un lugar bajo el toldo de un comercio y esperamos a que se instalaran los equipos de investigación, y nos trajeran las toallas y el traje antiséptico de repuesto.

—No podemos estar siempre así —dijo Lesley—. Me voy a quedar sin ropa.

Nos reímos… por decirlo de algún modo. No es que la segunda vez sea más fácil. Lo único que ocurre es que ya sabes que te vas a despertar la mañana siguiente y que aún serás la misma persona.

Una detective sargento de la Brigada de Homicidios llegó al lugar y se hizo cargo de todo. Era una mujer de mediana edad, achaparrada, con cara de malas pulgas y un cabello castaño y lacio que hacía pensar que la señora se dedicaba a luchar con rottweilers en sus ratos libres. Se trataba de la legendaria detective sargento Miriam Stephanopoulos, mano derecha de Seawoll y conocida lesbiana. El único chiste que se había llegado a contar sobre ella decía: «¿Sabes lo que le ocurrió al último agente que contó un chiste sobre la detective sargento Stephanopoulos?» «No, ¿qué le ocurrió?» «Nadie lo sabe.» He dicho que era el único chiste, no que fuera bueno.

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