—¿Te importa si veo una
peli
por Internet? —preguntó.
Entonces empezó una discusión a tres bandas sobre lo que había que ver. Yo salí derrotado desde el primer momento y Lesley triunfó al final por el sencillo procedimiento de hacerse con el mando a distancia y abrir una de las páginas web de películas gratuitas.
Beverley se estaba quejando de que ninguna de las pizzas llevara
pepperoni
cuando se entreabrió la puerta y una cara pálida se asomó al interior. Era Molly. Nos miró fijamente y nosotros le devolvimos la mirada.
—¿Quieres entrar? —le pregunté.
Molly entró en silencio y se sentó en el sofá, al lado de Beverley. Me di cuenta de que nunca la había tenido tan cerca. Su piel era muy pálida y no tenía ningún defecto, igual que la de Beverley. No quiso cerveza, pero, tímidamente, aceptó una porción de pizza. Tan pronto como le hubo dado el primer mordisco, apartó la cara y se cubrió la boca con la mano.
—¿Cuándo piensas ajustarle las cuentas a Padre Támesis? —preguntó Beverley—. Mami está impaciente y la cuadrilla de Richmond anda muy agitada.
—La cuadrilla de Richmond —dijo Lesley, y resopló.
—Para empezar, tenemos que encontrarlo —repuse.
—¿Tanto te cuesta? —interpeló Beverley—. Tiene que estar cerca del río. Alquila una barca, navega río arriba y detente cuando pases por su lado.
—¿Y cómo sabré que estoy pasando por su lado?
—Yo me daría cuenta.
—Entonces, ¿por qué no vienes con nosotros?
—Ni hablar —dijo Beverley—. No pienso ir más arriba de la esclusa de Teddington. Estoy indisolublemente ligada a las mareas.
De pronto, la cabeza de Molly se volvió con brusquedad hacia la puerta, y al cabo de un instante alguien llamó. Beverley me miró, pero yo me encogí de hombros. No esperaba a nadie. Le quité el sonido al televisor con el mando a distancia y me puse en pie para ir a responder. Era el inspector Nightingale, llevaba un polo azul y blazer. Pensé que era el atuendo más informal con que le había visto. Le miré unos instantes, como alelado, y luego le invité a entrar.
—Sólo quería ver lo que habías hecho con este lugar —me dijo.
Molly se levantó en el mismo momento en el que Nightingale entró en la habitación. Lesley se puso en pie, porque se trataba de un oficial superior. Beverley también se incorporó, fuera por un vestigio de cortesía, fuera porque se disponía a marcharse. Le presenté a Beverley, a quien Nightingale había conocido en el curso de un breve encuentro cuando la muchacha tenía diez años.
—¿Le apetecería una cerveza? —pregunté.
—Gracias —dijo—. Podéis tutearme.
Obviamente, no lo hice. Le di una botella y le invité a sentarse en la
chaise longue
. Se acomodó en un extremo, cuidadosamente, con el torso erguido. Yo me senté en el otro extremo mientras Beverley se dejaba caer en medio, Lesley se sentaba en una posición que aún recordaba en algo la de firmes, y la pobre Molly hacía un par de intentos hasta que por fin logró colocarse en la punta. No despegaba los ojos del suelo.
—Es un televisor muy grande —dijo Nightingale.
—Es de plasma —le dije. Nightingale asintió con aires de enterado, mientras Beverley, fuera de su campo visual, ponía cara de desesperación.
—¿Hay algún problema con el sonido?
—No —le dije—. Se lo he quitado yo. —Busqué el mando a distancia y sufrimos diez segundos de
Britain’s Got Talent
hasta que logré ajustar el volumen.
—La imagen es muy nítida —dijo Nightingale—. Es como tener un cine en casa.
Enmudecimos por unos instantes, sin duda porque queríamos apreciar el sonido
surround
, comparable al de una sala de cine.
Le ofrecí a Nightingale una porción de pizza, pero me explicó que ya había comido. Preguntó por la madre de Beverley, y ésta le respondió que se encontraba bien. Acabó la cerveza y se puso en pie.
—Tendría que marcharme —dijo—. Gracias por la cerveza.
Todos nos pusimos en pie y yo le acompañé hasta la puerta. Cuando salió, oí que Lesley suspiraba y se dejaba caer sobre el sofá. Estuve a punto de gritar del susto: súbitamente, Molly pasó por mi lado, acompañada por el frufrú de su vestido, y salió por la puerta.
—Qué torpe —dijo Beverley.
—Oye, ¿y si ella y Nightingale…? —le pregunté a Lesley.
—¡Puaj! —dijo Beverley—. Eso no está bien.
—Pensaba que vosotras dos erais amigas —le dije a Beverley.
—Sí, pero ella es, por así decirlo, una criatura de la noche —respondió Beverley—. Y él es mayor.
—No tanto —dijo Lesley.
—Sí, sí que lo es —dijo Beverley, pero, por muchas indirectas que le dejara caer durante la velada, no logré que me dijese nada más.
T
EATRO DE MARIONETAS
Todo había empezado un día en el que estaba practicando y no recordé sacarme el móvil del bolsillo de la chaqueta. Noté incluso que la luz fantasma a la que acababa de dar forma era más intensa, pero tan sólo llevaba dos días haciendo hechizos decentes, así que no le di importancia. Fue más tarde, cuando traté de llamar a Lesley, cuando vi que el móvil se había averiado. Al abrirlo, encontré en su interior la misma arenilla que había visto en la casa de los vampiros. Lo llevé al laboratorio y le extraje el microprocesador. Cuando lo hube sacado, volvió a salir la misma arena fina de su receptáculo de plástico. Los pines de oro estaban en perfecto estado, y también los contactos, pero el silicio del chip se había desintegrado. Los armarios del laboratorio olían a madera de sándalo y estaban repletos de una asombrosa variedad de instrumentos antiguos. Entre éstos se hallaba el microscopio Charles Perry. Todo estaba ordenado con tal precisión y esmero que se notaba que no era un estudiante quien los había tenido a su cargo. Gracias al microscopio, averigüé que el polvillo en cuestión estaba compuesto en su mayor parte por silicio, con unas pocas impurezas que me pareció que debían de ser germanio o arsénico de galio. El chip que se encargaba de la conversión a radiofrecuencia parecía intacto, pero había sufrido daños microscópicos por toda su superficie. Las pautas que seguían me hicieron pensar en el cerebro de Coopertown. «Este móvil está tocado por la magia», pensé. Me quedó claro que no podría hacer magia mientras llevara el móvil encima, ni cuando estuviera cerca de un ordenador, ni de un iPod, ni de la mayoría de los aparatos útiles que se han inventado desde que nací. No era de extrañar que Nightingale condujese un Jaguar de 1967. La pregunta era: ¿hasta dónde alcanzaban los efectos de la magia? Me estaba planteando llevar a cabo algunos experimentos para descubrirlo, cuando Nightingale me distrajo con la siguiente forma.
Nos sentamos en extremos opuestos del banco de laboratorio y Nightingale colocó un objeto entre ambos. Era una manzana pequeña. «
Impello
», dijo, y la manzana se elevó en el aire. Se quedó allí, con un leve movimiento rotatorio, mientras yo trataba de ver los cables, varas o cualquier otro artilugio que se me pudiera ocurrir. La empujé con el dedo, pero parecía que se encontrara dentro de un objeto sólido.
—¿Has visto suficiente?
Asentí, y Nightingale me trajo un cesto de manzanas. Un cesto de mimbre con asas y cubierto con una servilleta a cuadros, cómo no. Colocó una segunda manzana delante de mí y no fue necesario que me explicara el paso siguiente. Hizo levitar la manzana, yo escuché la forma, me concentré en mi propia manzana y dije: «
Impello
».
No ocurrió nada y no me sorprendí por ello.
—Será cada vez más fácil —dijo Nightingale—. Sólo que en este caso los progresos van a ser más lentos.
Miré el cesto.
—¿Por qué hay tantas manzanas?
—Porque tienen tendencia a explotar —dijo Nightingale.
A la mañana siguiente, salí y compré tres juegos de gafas protectoras y un delantal de laboratorio. Nightingale no había bromeado con lo de las frutas explosivas, y me pasé la tarde oliendo a zumo de manzana y la noche sacando las pepitas que se me habían quedado pegadas a la ropa. Le pregunté a Nightingale por qué no practicábamos con algo más resistente, como por ejemplo cojinetes, pero me dijo que la magia exigía delicadeza y control desde el comienzo.
—Los jóvenes siempre estáis tentados de emplear la fuerza bruta —había dicho Nightingale—. Es como si aprendieras a disparar un rifle: dado que es un instrumento peligroso de por sí, hay que enseñaros a emplearlo con precaución, con precisión y con rapidez… por ese orden.
Empleamos un montón de manzanas en aquella primera sesión. Yo las levantaba en el aire, pero, antes o después… ¡
chof
! Al principio era divertido, pero en seguida me aburrió. Después de una semana practicando, había logrado que nueve de cada diez manzanas levitaran sin explotar. Pero no me sentía un mago feliz.
Lo que me preocupaba era el origen de ese poder. Nunca había sido muy bueno en electricidad, y por eso no sabía cuánta se necesitaba para encender una luz fantasma. Pero hacer levitar una manzana contra la gravedad de la Tierra… ésa venía a ser la definición estándar de un newton de fuerza, y así, en teoría, debía de consumir un julio de energía por segundo. Las leyes de la termodinámica son muy estrictas en todo lo que tiene que ver con estas cuestiones, y dicen que nunca se obtiene nada a partir de nada. Y, por lo tanto, ese julio tenía que venir de alguna parte… pero ¿de dónde?, ¿de mi cerebro?
—Así que esto es como la parapsicología —dijo Lesley durante una de sus periódicas visitas a la cochera.
Oficialmente acudía a intercambiar información sobre el caso, pero, en realidad, venía por el televisor de pantalla grande, la comida que encargaba a domicilio y la tensión sexual no resuelta. Además, no había ocurrido nada digno de nuestra atención, salvo un par de casos no confirmados a la misma hora en que tuvo lugar el asalto en Neal Street.
—Como el tío ese de la tele que mueve objetos con la mente —me dijo.
—Yo no tengo la sensación de mover cosas con la mente —dije—. Es más bien como si empleara la mente para crear configuraciones que luego afectan a los objetos y tienen efectos en otros lugares. ¿Sabes lo que es un theremín?
—Es ese instrumento musical raro, como de ciencia ficción, que lleva una antena —explicó—. ¿No?
—Sí, más o menos —afirmé yo—. El caso es que se trata del único instrumento musical que no tienes que tocar con el cuerpo. Sólo hay que trazar figuras con las manos y se produce un sonido. Esas figuras son totalmente abstractas, así que tienes que aprender a relacionarlas con una nota determinada para poder interpretar una melodía.
—¿Y qué dice Nightingale?
—Dice que si no me distrajera tanto no se me quedarían tantos trocitos de manzana en la ropa.
A finales de marzo, adelantamos sesenta minutos los relojes para el inicio del horario de verano del Reino Unido. Me levanté tarde y tuve la sensación de que la Locura estaba extrañamente vacía. Las sillas de la sala de desayuno aún estaban guardadas bajo las mesas y no había nada en el bufé. Encontré a Nightingale leyendo el
Daily Telegraph
en uno de los mullidos sillones de la galería del primer piso.
—Es que hoy es el día del cambio de horario —dijo—. Molly tiene dos días libres al año.
—¿Y adónde se marcha?
Nightingale señaló a la buhardilla.
—Creo que se queda en su habitación.
—¿Vamos a salir con el coche? —pregunté.
Nightingale se había puesto la chaqueta deportiva sobre un suéter Arran color crema. Los guantes de conducir y las llaves del Jaguar estaban sobre una mesa cercana.
—Depende —dijo—. ¿Crees que sabes dónde se encontrará hoy el Anciano del Támesis?
—En Trewsbury Mead —contesté—. Debió de ir allí durante el equinoccio de primavera, que fue la semana pasada, y se quedará hasta el Día de los Tontos.
—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —preguntó Nightingale.
—Allí es donde nace el río —dije—. ¿Adónde va a ir cuando la naturaleza renace en primavera?
Nightingale sonrió.
—Conozco un bar para camioneros muy agradable en la M4. Podríamos desayunar allí.
Trewsbury Mead, a primera hora de la tarde, bajo un cielo azul y polvoriento. Según la información proporcionada por la agencia nacional de cartografía del Reino Unido, es el lugar donde empieza el Támesis, a ciento treinta kilómetros en línea recta al oeste de Londres. Más al norte se encuentra un lugar en el que parece que hubo, o bien una fortificación de la Edad del Hierro, o bien un campamento romano, a la espera de aparecer en un episodio de
Time Team
[7]
en el que se revele su verdadera naturaleza. Lo que en realidad se encuentra es un campo enlodado con una piedra que marca el lugar exacto, y la posibilidad de ver agua si el invierno ha sido particularmente húmedo. Se llega hasta allí por una carretera secundaria que pasa a ser de grava una vez se terminan los edificios residenciales para las que se trazó. La orilla del río está delimitada por una densa arboleda. Las fuentes del Támesis se encuentran más allá.
Y más allá, en el campo, se encontraba la corte del Anciano del Río. Lo oímos antes de verlo: el estruendo de los generadores diésel, sonidos metálicos, el ritmo sordo de la línea de bajo, los gritos de la megafonía, los chillidos de muchachas, los neones que se vislumbraban por encima de los árboles y todas las emociones asociadas a una feria ambulante. De pronto, me acordé de un día de fiesta en el que mi padre me llevaba de una mano, y yo sujetaba con la otra un precioso puñado de monedas de una libra. Nunca eran suficientes, y se esfumaban en seguida.
Dejamos el Jaguar a un lado de la carretera e hicimos el resto del camino a pie. Los árboles no cubrían la parte de arriba de la noria ni esa otra atracción en la que te lanzan por los aires sujeto con una cuerda y a la que nunca le he encontrado la gracia. El camino atravesaba el lecho de un río sobre una alcantarilla moderna de cemento, por donde se notaba que habían pasado pesados camiones recientemente. Por unos instantes anduvimos a la sombra de los árboles.
La primera hilera de caravanas aparcadas empezó tan pronto como volvimos a estar bajo la luz del sol. La mayoría eran anticuadas, con joroba en el techo y portezuelas y ventanillas miserables. Unas pocas eran modernas, con diseño aerodinámico y franjas pintadas a lo largo sobre la capota. Llegué a ver, entre la maraña de bombonas de butano marca Calor, tumbonas, obenques y rottweilers dormidos, el toldo de un carromato gitano de madera. Hasta entonces había pensado que los construían tan sólo para los turistas. Aunque las caravanas parecían estar aparcadas al azar, me di cuenta, con estupefacción, de que estaban distribuidas de acuerdo con un plan, una estructura profunda que apenas si entraba en los límites de la percepción. Era evidente la existencia de un perímetro y no cabían dudas sobre el hombre de constitución robusta que vigilaba apostado junto a la puerta de su caravana.