Lo mismo que Nicholas me había contado.
—Y eso —dije— tampoco es humanamente posible.
—Ya viste rodar una cabeza en otra ocasión —me recordó Lesley—. Yo también estaba allí, ¿te acuerdas?
—Fue en un accidente de coche —aclaré—. El golpe lo dieron dos toneladas de metal, no un bate.
—Sí —dijo Lesley, y dio un golpecito en la pantalla con el dedo—. Pero el caso es que ahí lo tienes.
—Aquí hay algo raro.
—¿Aparte de ese horrible asesinato?
Retrocedí hasta el momento en que Gorro de Pitufo entraba en escena.
—¿Tú ves algún bate?
—No —dijo Lesley—. Ambas manos se encuentran a la vista. Tal vez lo llevara a la espalda.
Adelanté la imagen. En el tercer
frame
, el bate aparecía en las manos de Gorro de Pitufo como por arte de magia. Claro que cabía la posibilidad de que hubiera hecho un truco de prestidigitación durante el intervalo de un segundo que separaba los dos
frames
. Pero de todas maneras sucedía algo extraño.
—Eso es demasiado grande como para ser un bate de béisbol —dije.
El bate debía de medir dos tercios de la estatura del hombre que lo llevaba. Retrocedí y adelanté un par de veces, pero no logré descubrir de dónde lo había sacado.
—Puede que le guste hablar con mucha, mucha suavidad
[1]
—dijo Lesley.
—¿Dónde se puede comprar un bate de ese tamaño?
—¿En el Bazar del Bate? —dijo Lesley—. ¿Bates’r Us?
—Tratemos de verle la cara —dije.
—Bates Tamaño Plus —dijo Lesley.
Pasé de ella y adelanté la imagen. El asesinato había durado menos de tres segundos, tres
frames
: uno para levantar el bate, otro para dar el golpe y un tercero con las consecuencias. En el
frame
siguiente se veía a Gorro de Pitufo a medio volverse. Se le veían tres cuartas partes del rostro: tenía la barbilla puntiaguda y la nariz aguileña y prominente. El
frame
siguiente mostraba a Gorro de Pitufo en el momento de regresar por donde había venido, más lento que al acercarse, con andares desenfadados, en la medida en que la espasmódica imagen me permitía apreciarlo. El bate desapareció dos
frames
después de que hubiera cometido el asesinato. De nuevo, no vi adónde había ido a parar.
Me pregunté si podríamos ver mejor la imagen del rostro y empecé a buscar una función gráfica que me sirviera.
—Serás idiota —dijo Lesley—. Eso ya lo habrá hecho la Brigada de Homicidios.
Tenía razón. La filmación tenía enlaces con imágenes tratadas en las que aparecían William Skirmish, el Testigo A y el elegante asesino del gorro de pitufo. Al contrario de lo que sucede con las filmaciones para televisión, la posibilidad de ampliar la imagen de una cinta de vídeo de las antiguas tiene límites infranqueables. De nada sirve que sea digital: si la información no está, no está. Con todo, alguien que trabajaba en el laboratorio tecnológico lo había intentado y, aunque las caras estuvieran borrosas, había quedado claro, por lo menos, que se trataba de tres personas distintas.
—Eso es que lleva una máscara —dije.
—Pareces desesperado —indicó Lesley.
—Mira esa barbilla y esa nariz —dije—. Ese rostro no es real.
Lesley le indicó una anotación adjunta a la imagen.
—Parece que la Brigada de Homicidios está de acuerdo contigo.
Había una lista de «actuaciones» asociadas a la filmación, entre las que figuraba la de visitar a vendedores de disfraces, teatros y tiendas locales de ropa de fantasía en busca de máscaras. Tenía un grado de prioridad muy bajo.
—¡Ajá! —exclamé—. Así que podría tratarse de la misma persona.
—Pero ¿cómo quieres que se cambiara de ropa en menos de dos segundos? —me preguntó Lesley—. ¡Por favor!
Todos los ficheros con pruebas tienen enlaces y los examiné para ver si la Brigada de Homicidios le había seguido la pista al Testigo A después que se marchara de la escena del crimen. No habían podido y, de acuerdo con la lista de actuaciones, se consideraba que encontrarle era una prioridad. Predije que se convocaría una rueda de prensa y que se haría una petición pública para que acudiesen los testigos. La frase que se diría a los medios sería: «La policía tiene un especial interés en hablar con…»
Le habían seguido el rastro a Gorro de Pitufo hasta llegar a New Row, la misma ruta que Nicholas me había indicado, pero las cámaras le habían perdido la pista en St. Martin’s Lane. De acuerdo con la lista de «actuaciones», media Brigada de Homicidios había emprendido investigaciones por las calles circundantes en busca de posibles testigos y pistas.
—No —dijo Lesley. Me había leído el pensamiento.
—Nicholas…
—Nicholas, el espectro —acabó ella.
—Nicholas, un hombre con discapacidad corpórea —dije— estuvo en lo cierto al explicarme la ruta por la que se acercó el asesino, el método de ataque y la causa de la muerte. También estuvo en lo cierto al identificar la ruta de huida, y no hay ningún momento en el que el vídeo muestre a la vez al Testigo A y a Gorro de Pitufo.
—¿Gorro de Pitufo?
—El sospechoso de asesinato —dije—. Tengo que explicárselo a la Brigada de Homicidios.
—¿Y qué le vas a decir al oficial superior de investigación? —preguntó Lesley—. ¿Que conociste a un fantasma y que te dijo que Testigo A se puso una máscara y lo hizo él?
—No, le voy a decir que hablé con un posible testigo que, pese a que abandonó la escena del crimen sin que pudiera obtener su nombre y dirección, generó pistas potencialmente significativas que podrían contribuir a un desenlace satisfactorio de la investigación.
Al menos, logré que Lesley se callara durante unos instantes.
—¿Y piensas que con eso vas a escapar de la Unidad de Seguimiento de Casos?
—Merece la pena intentarlo —dije.
—Con eso no te va a bastar —advirtió Lesley—. Primero: ellos mismos ya están generando pistas acerca de Testigo A, incluida la posibilidad de que se pusiera una máscara. Segundo: toda esa información se encuentra también en el vídeo.
—Ellos no sabrán que he visto el vídeo.
—Peter —observó Lesley—, en el vídeo se ve a una persona que le arranca la cabeza a otra de un golpe. Hoy por la noche esas imágenes estarán circulando por Internet, si es que no las han pasado en las noticias de las diez.
—Pues entonces voy a generar nuevas pistas —dije.
—¿Vas a ir en busca de tu espectro?
—¿Me acompañas?
—No —me respondió—. Porque mañana va a ser el día más importante de mi carrera profesional, y me voy a acostar temprano con un tazón de chocolate y una copia del
Manual del policía investigador
, de Blackstone.
—Da igual —dije—. Al fin y al cabo, creo que la pasada noche lo asustaste.
Equipamiento para cazadores de fantasmas: ropa interior térmica, muy importante; abrigo cálido; termo para bebida caliente; paciencia; el fantasma.
Se me ocurrió en seguida que debía de ser lo más absurdo que había hecho en mi vida. Hacia las diez tomé mi primera posición, en la terraza de un café, y esperé a que la gente empezara a marcharse. En cuanto el café hubo cerrado, di un paseo hasta el pórtico de la iglesia y esperé allí.
Era una noche gélida, y los borrachos que salían de los pubs tenían demasiado frío como para pelearse. Hubo un momento en el que pasó por mi lado una docena de mujeres que celebraban una despedida de soltera: llevaban camisetas de color rosa que les iban grandes, orejas de conejo y tacones altos. El frío les había enrojecido las piernas pálidas. Una de ellas me vio.
—Márchate a casa —me gritó—. Tu novio no va a venir.
Las demás se pusieron a reír y chillar. Oí que una de ellas se quejaba de que «todos los guapos son gais».
Eso mismo había pensado al fijarme en que un hombre me miraba desde el otro extremo de la plaza. Con la proliferación de locales, discotecas y salas de
chat
de «ambiente», los hombres solos de las afueras ya no tienen que frecuentar los servicios públicos ni los cementerios en noches gélidas para encontrar a un hombre que satisfaga sus necesidades inmediatas. Pero aún queda gente a quien le gusta correr el riesgo de helarse los bajos. No me preguntéis por qué.
Debía de medir un metro ochenta —seis pies en el sistema tradicional— y vestía un traje de bello corte que subrayaba su ancha espalda y la delgadez de su cintura. Me pareció que tendría poco más de cuarenta años. Era un hombre de rasgos alargados y angulosos, y cabello castaño peinado de una forma pasada de moda, con raya en el centro. Aunque la luz de sodio no me permitía estar seguro, me pareció que tenía los ojos grises. Llevaba un bastón con puño de plata y, sin necesidad de mirar, adiviné que calzaría zapatos hechos a mano. Sólo le faltaba un novio más joven con discretos rasgos étnicos y habría podido denunciarle por cumplir con cierto estereotipo.
Se acercó para hablarme y pensé que tal vez aún buscara al novio con discretos rasgos étnicos.
—Hola —saludó. Hablaba con genuino acento de Oxford, como los villanos ingleses en las películas de Hollywood—. ¿Qué busca usted?
Se me ocurrió decirle la verdad.
—He venido a cazar fantasmas —dije.
—Interesante —dijo—. ¿Algún fantasma en particular?
—Nicholas Wallpenny —dije.
—¿Podría usted decirme su nombre y dirección? —me preguntó.
No hay londinense que responda a esa pregunta así como así.
—¿Disculpe?
Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó la cartera.
—Thomas Nightingale, inspector superior del cuerpo de detectives —dijo, y me mostró la credencial.
—Agente Peter Grant —dije.
—¿De la comisaría de Charing Cross?
—Sí, señor.
Me sonrió de manera extraña.
—Prosiga con su misión, agente —dijo, y se marchó de nuevo por James Street.
Acababa de decirle a un inspector superior del cuerpo de detectives que había ido hasta allí para cazar fantasmas. Si me creía, iba a pensar que estaba como un cencerro, y si no me creía pensaría que había salido en busca de sexo anónimo, con la intención de perpetrar un acto obsceno contrario al orden público.
Y el fantasma que había ido a buscar no aparecía.
¿Alguna vez os habéis escapado de casa? Yo sí lo he hecho, en dos ocasiones. La primera vez, cuando tenía nueve años, llegué tan sólo hasta Argos, en Camden High Street, y la segunda vez, a los catorce, logré llegar a la Estación de Euston y me detuve frente al panel de información ferroviaria. No me rescataron, ni me encontraron, ni me llevaron a casa en ninguna de las dos ocasiones. Regresé por mí mismo y no creo que mi madre se diera cuenta de que me había marchado. Sé muy bien que mi padre no llegó a enterarse.
Las dos aventuras terminaron del mismo modo: me di cuenta de que, al final, hiciera lo que hiciese, tendría que volver a casa. Mi «yo» de nueve años se dio cuenta de que la tienda Argos estaba en el límite exterior de mi comprensión del mundo. Más allá había una estación de metro y un edificio grande con esculturas de gatos y, todavía más allá, nuevas calles y, más allá, viajes en autobús que llevaban a locales tristes y vacíos y que olían a cerveza.
Mi «yo» de catorce años era más racional. No conocía ninguna de las ciudades que aparecían en los paneles que informaban de las salidas y dudaba que fuesen más acogedoras que Londres. Probablemente no tenía dinero para ir más allá del Potters Bar y, aunque hubiera podido marcharme, ¿qué iba a comer? Siendo realistas, llevaba dinero para tres comidas, y luego tendría que regresar a casa con mamá y con papá. Cualquier cosa que hiciera, salvo montar de nuevo en el autobús y volver a casa, no tendría más valor que el de posponer el inevitable momento del regreso.
Lo mismo sentí a las tres de la madrugada en Covent Garden. Que aquello no iba reportarme en realidad nigún beneficio más adelante, que existía un futuro del que no iba a poder escapar. No iba a conducir ningún cochazo ni decirle a nadie: «Quedas detenido.» Tendría que trabajar en la Unidad de Seguimiento de Casos y realizar una «valiosa aportación».
Me incorporé y eché a andar en dirección a la comisaría.
Me pareció oír a alguien que se reía de mí en la lejanía.
U
N PERRO CAZADOR DE FANTASMAS
A la mañana siguiente, Lesley me preguntó qué tal me había ido la cacería de fantasmas. Pasábamos el tiempo a la puerta del despacho de Neblett, en el mismo lugar donde tenía que caernos el golpe fatal. No teníamos ninguna obligación de estar allí, pero ninguno de los dos quería prolongar el suplicio.
—Hay destinos peores que la Unidad de Seguimiento de Casos —dije yo.
Ambos nos pusimos a pensar cuáles podían ser.
—La policía de tráfico —dijo Lesley—. Eso sería peor que la Unidad de Seguimiento.
—Pero ésos te dan cochazos para conducir —expliqué yo—. BMW Five, Mercedes M Class…
—¿Sabes una cosa, Peter? Eres una persona muy superficial —observó Lesley.
Estaba a punto de protestar, pero en ese instante Neblett salió del despacho. No pareció que se sorprendiera de vernos. Le entregó una carta a Lesley. Ella se mostró extrañamente reacia a abrirla.
—Te esperan en Belgravia —dijo Neblett—. Ya puedes ponerte en marcha.
Belgravia es la sede de la Brigada de Homicidios de Westminster. Lesley me hizo un gesto breve y nervioso con la mano, se volvió y se escapó por el corredor.
—Esa muchacha es una genuina cazadora de ladrones —dijo Neblett. Me miró a mí y frunció el ceño—. Por lo que a ti respecta —continuó—, todavía no sé lo que eres.
—Un agente que de manera responsable realiza una valiosa aportación, señor —dije.
—Di más bien un jeta tocahuevos —me respondió Neblett. No me entregó un sobre, sino una hojita de papel—. Vas a trabajar con Thomas Nightingale, inspector superior.
El nombre y la dirección de un restaurante japonés de New Row estaban escritos en el papel.
—¿Para quiénes voy a trabajar? —pregunté.
—Creo que para los de Delitos Económicos y Especializados —dijo Neblett—. Te quieren vestido de paisano, así que será mejor que vayas a cambiarte.
Delitos Económicos y Especializados era un cajón de sastre en el que se hallaba un gran número de unidades especializadas en campos muy diversos, desde obras de arte y antigüedades hasta inmigración e informática. Lo importante era que la Unidad de Seguimiento de Casos no se encontraba entre ellos. Me marché a toda prisa antes de que Neblett pudiera cambiar de opinión, pero quiero hacer constar que no me escapé.