Read Roma Online

Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Roma (76 page)

Tenía el aspecto del hombre que ha hecho algo que le resultaba muy difícil y lo ha hecho bien.

–Nadie te hará daño, Lucio Pinario. No tienes nada que temer. Ni tampoco a ti, Antonio, siempre y cuando no levantes tu espada contra nosotros.

La sala estaba casi vacía. Los únicos senadores que quedaban dentro eran demasiado viejos para correr.

Bruto movió la cabeza, disgustado.

–No era ésta la reacción que esperábamos. Pretendía ofrecer un discurso después, para explicarnos ante todo el mundo. Pero todo el mundo ha salido huyendo, como gansos asustados. – ¿Un discurso? – dijo Antonio, incrédulo.

Bruto buscó en el interior de su toga y extrajo un pergamino. Manchó el documento con la sangre que tenía en los dedos. Puso mala cara, contrariado por haberlo estropeado.

–Estuve toda la noche trabajando en él. Pero si no es hoy, lo pronunciaré mañana, cuando el Senado reanude su trabajo normal. – ¿Trabajo normal? – Antonio negó con la cabeza, sin poder creérselo.

–Sí. El trabajo normal del Senado de Roma, una vez liberado del gobierno de un tirano. Se ha restaurado la República. El pueblo se alegrará de ello. Hace quinientos años, mi antepasado Bruto liberó a Roma de un rey malvado. Hoy, hemos seguido su ejemplo… -¡Dale tu discurso a otro! – gritó Lucio. Esquivó a Bruto y echó a correr en dirección a la salida, llorando.

Antonio lo atrapó.

–Ven conmigo, Lucio. Por mucho que diga Bruto, no estamos seguros. Mi casa tiene puertas robustas, muros elevados…

Estaban en la escalinata, descendiendo hacia la plaza pública. No se veía un alma.

–Pero… ¿y su cuerpo? – dijo Lucio-. ¿Y si lo arrojan al Tíber, como hicieron con los Graco?

–Eso no sucederá -dijo Antonio, muy triste-. No permitiré que eso suceda. César tendrá el funeral que merece. ¡Te lo prometo por mi honor de romano!

Cuando estaba enojado, la voz de Cayo Octavio podía resultar bastante chillona. Lucio pensaba que necesitaba formación como orador para superar ese defecto. En los días transcurridos desde el asesinato de César y el regreso a Roma de Cayo Octavio, Lucio se había hartado de oír aquel tono chillón en la voz de su primo.

–De hoy en adelante, Antonio, te dirigirás a mí como «César» -dijo Octavio, con un tono más chillón y enojado incluso de lo que era habitual en él-. No te lo pido. ¡Lo exijo! – ¿Exigir? ¿Que tú me exiges a mí algo? – Antonio se recostó en su asiento y se cruzó de brazos. Arrugó la nariz-. En primer lugar, joven, ésta es mi casa; aquí, las órdenes las doy yo.

Solía aceptar órdenes de César porque era mi comandante, pero César ha muerto. Fue el último hombre del que aceptaré órdenes en mi vida. Y lo que es evidente es que no pienso aceptarlas del mocoso de su sobrino… ¡y no pienso llamarte por su nombre! Y si discutimos sobre títulos, tal vez deberías dirigirte a mí como cónsul, ya que soy el único de los tres que estamos en esta habitación que, de hecho, ostenta una magistratura.

–Sólo porque César consideró adecuado designarte para ella… ¡igual que consideró adecuado nombrarme a mí su hijo y heredero! – espetó Octavio.

Antonio empezaba a enojarse.

–Ésta es mi casa, Octavio. Y tú eres mi invitado…

Lucio se puso en pie. – ¡Marco! ¡Primo Cayo! ¿Es necesario que esta reunión tenga que tener un tono tan beligerante?

La ciudad bulle como un avispero. Si quiero verme metido en discusiones depravadas y palabras odiosas, me basta con cruzar la puerta y poner un pie en la calle. ¿Acaso no podemos hablarnos manteniendo cierto grado de decoro?

–Buena idea, primo -dijo Octavio-. El decoro empieza por dirigirse a un hombre por el título que le corresponde. El testamento de César me convierte en su hijo adoptivo, y por eso he tomado su nombre. Ahora soy Cayo Julio César Octaviano.

–Lo comprendo -dijo Lucio-. Pero si por casualidad Antonio se dirige a ti por tu viejo nombre, ¿por qué no permitirlo? Octavio es un nombre honorable, un nombre patricio, y cuando lo pronuncia te honra a ti y a tus antepasados. Antonio es nuestro amigo, primo. Lo necesitamos. Es el escudo que se interpone entre nosotros y los asesinos de nuestro tío. ¿Acaso no somos aliados? ¿No compartimos un objetivo común? ¿No estamos lo bastante unidos como para llamarnos por nuestro nombre, o por nuestro nombre de familia, o por el nombre que más nos apetezca? ¿No podrías, simplemente, dejar pasar esta cuestión por el momento, primo Cayo? Lo que ahora nos incumbe no es cómo nos llamamos entre nosotros, ni iniciar una nueva discusión sobre el testamento de César… lo que ahora más nos importa es qué tenemos que hacer para conservar nuestras respectivas cabezas.

Octavio se calló de momento, igual que Antonio. A Lucio seguía sorprendiéndole ser capaz todavía de captar su atención y de argumentar los temas con tanta confianza en sí mismo. Casi de la noche a la mañana, superada la conmoción inicial que había supuesto el asesinato de César, Lucio se había sentido transformado. Había dejado de ser un joven sin experiencia que dudaba en imponer su opinión en las conversaciones con los mayores. Era uno de los herederos de César, comprometido en una lucha desesperada por el futuro.

La verdad era que Octavio era sólo un par de años mayor que él y sólo tenía un poco más de experiencia. Cierto era que Octavio había presenciado alguna batalla, pero no las suficientes como para demostrar su valía como estratega excepcional, y mucho menos como héroe. Su arrogante orgullo era fruto de la vanidad, no de los logros. En ciertos aspectos, al menos en opinión de Lucio, su primo tenía bastantes deficiencias. Para empezar, las habilidades de Octavio para la oratoria no eran en absoluto impresionantes, por mucho que así lo pensara César.

Antonio era un orador mucho más refinado y persuasivo, tal y como había demostrado cuando pronunció la oración fúnebre de César delante de una enorme multitud. El discurso había sido intensamente dramático y, pese a todo, notablemente sutil. Antonio no dijo ni una palabra contra los asesinos, sino que elogiando a César había provocado en su audiencia lágrimas de dolor y gritos de rabia. Sin decirlo directamente, había argumentado que Roma se había visto profanada por el asesinato de un gran líder, y no liberada gracias al asesinato de un tirano. Antonio había revelado además una de las cláusulas del testamento de César. César había decretado que, en cuanto a su inmensa fortuna personal, se estableciera un generoso reparto de setenta y cinco dracmas áticos para todos los habitantes de Roma. Esto había sido un gran punto para inclinar a la ciudadanía en contra de los asesinos de César.

Pero, según Lucio había podido comprobar en el transcurso de los últimos días, también Antonio tenía sus fallos. Para empezar, bebía demasiado. En tiempos más felices, las ansias de desenfreno de Antonio habían impresionado, incluso amedrentado, a Lucio. Ahora le parecían temerarias; la situación peligrosa en la que se encontraban exigía tener la cabeza muy fría en todo momento.

Antonio tenía también cierta vena de mezquindad. Su negativa a dirigirse a Octavio como César era quizá comprensible, pues tocaba un asunto espinoso: Octavio era el principal benefactor del testamento de César, mientras que Antonio, para sorpresa de todo el mundo, había quedado excluido por completo de él. En cualquier caso, el pique constante de Antonio con Octavio no servía para nada.

El testamento era el quid de la cuestión. César había adoptado a Octavio como hijo con carácter póstumo y le había legado la mitad de sus bienes. La otra mitad había quedado repartida equitativamente entre su sobrino Quinto Pedio, que seguía aún fuera de la ciudad, y su sobrino nieto Lucio Pinario. Ninguna mención a la deuda tan especial que César tenía contraída con Lucio debido al sacrificio de su abuelo. ¡Quien se había ganado la adopción era Octavio, no Lucio! Lucio tenía sus motivos para estar resentido con Octavio, pero estaba decidido a superarlos.

El testamento no mencionaba en ningún momento a Cesarión, el hijo de Cleopatra.

Inmediatamente después del asesinato, la reina egipcia había abandonado la villa de César y partido para Alejandría.

Políticamente, quedaba en manos de Antonio y Lépido, los subordinados de César desde hacía mucho tiempo, hacer respetar sus edictos y mantener el orden que él había impuesto en el Estado, pero sin el beneficio de sus poderes dictatoriales. La cooperación entre los herederos de César era vital para su causa. Los tres primos habían heredado una enorme fortuna, y cada uno de ellos podía despertar sentimientos de adhesión en quienes habían apoyado a César y ahora lloraban su muerte.

A cambio, los herederos necesitaban la protección y el consejo experto que Lépido, y especialmente Antonio, podían proporcionarles. Forjada por pura necesidad, esta alianza había sido incómoda desde el principio, llena de recelos y rencores mutuos, sobre todo entre Octavio y Antonio.

Después del asesinato de César, Roma se había convertido en un caldero en ebullición lleno de intrigas. Los conspiradores contra César ascendían a un mínimo de sesenta hombres; algunos de ellos habían tomado parte activa en el asesinato, mientras que otros se habían limitado a apoyarlo. ¿Deberían todos esos hombres ser declarados criminales y llevados a juicio, o por el contrario ser aplaudidos como salvadores de la República? Tres días después de los idus de martius, el Senado votó la amnistía para los asesinos, redactada en un cuidadoso lenguaje que ni reconocía su culpa, ni elogiaba su patriotismo.

Pese a la amnistía proclamada por el Senado, los partidarios más apasionados de ambos bandos habían recurrido a la violencia. Un tribuno inocente llamado Cinna, lo bastante desgraciado como para ser confundido con uno de los conspiradores, había sido literalmente hecho pedazos por una banda de exaltados que posteriormente habían esparcido los restos de su cuerpo por el Foro.

Después de que las bandas amenazaran con prender fuego a las casas de Casio y de Bruto, ambos abandonaron prematuramente Roma para asumir los cargos de gobernadores provinciales que César había previsto para ellos.

El asunto sacó a la luz una nueva pregunta: ¿seguían siendo válidos los nombramientos realizados por César? Bruto y Casio afirmaban que César era un tirano y un usurpador. De ser así, ¿cómo era posible que sus decretos, incluyendo sus nombramientos como gobernadores provinciales, siguieran siendo legalmente válidos?

La legitimidad de todos y cada uno de los actos llevados a cabo por todos y cada uno de los magistrados era cuestionada de manera sistemática por partidarios de uno y otro bando. ¿Quién poseía la autoridad legal, y con qué derecho? Los que esperaban que la muerte de César diera como resultado la rápida y armoniosa restauración del poder quedaron amargamente defraudados. Roma estaba suspendida sobre el filo de una espada, a punto de caer en el caos. Después de muchos años de muerte y destrucción, el estallido de otra guerra civil era una posibilidad casi insoportable, aunque cada vez parecía más inevitable.

El porvenir estaba plagado de incertidumbre. El futuro era el tema que Lucio y su primo habían ido a discutir a casa de Antonio. Pero la discusión daba vueltas y más vueltas y volvía eternamente a las recriminaciones sobre asuntos que ya pertenecían al pasado.

Fue Octavio quien rompió el tenso silencio.

–Se tendría que haber terminado con los conspiradores enseguida, inmediatamente después del asesinato. Tú, Antonio, como cónsul, tenías poder para arrestarlos. Podrías haber invocado el Decreto de excepción… -¡En la cámara no quedaban senadores para votar la propuesta!

–Incluso así, en lugar de huir hacia tu casa, deberías haber actuado inmediatamente contra los hombres que mataron a mi padre…

–Si piensas que habría sido tan sencillo como eso, joven, entonces es que eres más ingenuo de lo que me imaginaba. ¡Y lo que está claro es que no eres hijo de César! – ¡Ya basta! – dijo Lucio-. Ambos tenéis que acabar con estas peleas y volver al tema que nos ocupa. A saber, la necesidad de solucionar el asunto de Casio y Bruto. No sabemos si será posible convencer al Senado para que declare que el asesinato de César fue un acto criminal. La mayoría de los senadores parece inclinada a imitar a Cicerón. Los senadores evitarán tomar partido mientras puedan permitírselo, hasta que vean hacia qué lado de la balanza se inclina la situación. Por ahora, la amnistía del Senado protege a los asesinos.

–Sin embargo, me parece que la toma prematura de sus respectivos cargos provinciales por parte de Casio y de Bruto es sin duda alguna ilegal. Son acciones que podrían interpretarse como actos hostiles contra el Estado y, por lo tanto, quedar abiertos a una intervención militar por tu parte, Antonio, actuando como cónsul.

–Si se emprende una acción militar, César deberá tomar parte en ella -dijo Octavio, adoptando la costumbre de su tío abuelo de referirse a sí mismo en tercera persona, y para la indignación de Antonio, tal y como evidenciaba su gesto de apretar los dientes-. Es la fortuna de César la que sustenta a las tropas. Es al nombre de César al que sus veteranos jurarán lealtad. Y si tengo que comandar a mis soldados en el campo de batalla, debo tener plena autoridad consular. – ¡Imposible! – dijo Antonio-. Eres demasiado joven. – ¿Según qué cálculos? Mi tío abuelo nombró magistrados que aún no habían alcanzado la edad exigida. Por lo tanto, existe un precedente legal…

–Un punto importante, primo -dijo Lucio-. Es imprescindible que se vea que acatamos la ley. Cualquier acción militar que se emprenda debe ser percibida como justa y necesaria. No tiene que haber motivos sobre los que alguien pueda apoyarse para decir que hemos iniciado… -dudó incluso de pronunciar aquellas palabras-… que hemos iniciado una guerra civil para obtener un beneficio personal o conseguir una venganza privada. Tenemos que lograr el apoyo del Senado, de las legiones y del pueblo. Pero ¿cómo? Éste es el tipo de desafío en el que el tío Cayo destacaba con tanta brillantez.

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