Roma (77 page)

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Authors: Steven Saylor

Tags: #Fiction, #Historical, #General Interest

Lucio respiró hondo. Miró a los dos hombres que lo acompañaban. No se hacía ilusiones de poder asumir las responsabilidades de liderazgo que ostentaba César, pero cada vez veía más claro que ni Antonio ni Octavio podían hacerlo, por mucho que uno hubiera sido la mano derecha de César y el otro fuera su hijo adoptivo. ¡Si apenas podían mantener la paz entre ellos!

Como para demostrar que tenía razón, ambos hombres se pusieron a hablar a la vez. Ninguno de los dos cedía, sino que alzaron cada vez más la voz. Lucio se tapó los oídos con las manos. – ¡Marco! ¡Primo Cayo! Callaos y escuchad lo que tengo que deciros. Los dos sois hombres ambiciosos. Los dos deseáis gobernar el Estado. ¡Felicidades! Los dioses admiran la ambición, sobre todo en un romano. Pero mi ambición, mi única ambición, es vengar la muerte de César.

Todos los asesinos deben ser declarados criminales. Deben ser apresados. Deben morir. Bruto y Casio son nuestra principal preocupación. Estoy ansioso por coger las armas contra ellos. Poned una espada en mi mano y gustosamente serviré bajo el mando de cualquiera de vosotros dos: de ti, Cayo, o de ti, Marco, me da lo mismo. Pero no creo que ninguno de los dos pueda llevar esto a buen fin sin la ayuda del otro. ¡Os lo ruego, dejad ya estas riñas y doblegad vuestra voluntad a un objetivo común!

Miró fijamente a Antonio, que al final se encogió de hombros y movió afirmativamente la cabeza.

Miró entonces a Octavio. Su primo levantó una ceja.

–Tienes razón, por supuesto. Gracias, primo Lucio. Lo que necesitamos para mantenernos firmes en nuestro camino es precisamente una visión del objetivo clara y lúcida como la tuya. ¿Y bien, Antonio? ¿Nos ponemos de nuevo a trabajar?

La discusión que siguió fue fructífera. Lucio se alegraba de haber expresado su opinión. Pero mirando a Octavio y Antonio, sabía que sus palabras no habían sido del todo sinceras. Había dicho que no le importaba bajo cuál de aquellos dos hombres tendría que servir, pero en el fondo de su corazón no albergaba la menor duda respecto a cuál de los dos prefería: a Antonio, apasionado, sincero, amante de los placeres, a veces tosco y grosero. En parte era por el cariño que aquel hombre le había demostrado. En parte porque su primo Cayo era vanidoso y frío. Podría servir a Antonio con entusiasmo. Serviría a Octavio sólo si debía hacerlo.

Lucio rezó a los dioses para no tener que verse nunca obligado a elegir entre los dos.

1 A. C.
Lucio Pinario tenía un viejo sueño recurrente. Era una pesadilla que ya había vivido unos idus de martius mucho tiempo atrás, cuando era joven.

En el sueño, era tanto participante como observador, consciente de que estaba soñando pero incapaz de detener el sueño. César había muerto. Se había reunido una gran multitud para escuchar la lectura de su testamento. Una virgen vestal presentaba un pergamino. Marco Antonio desenrollaba el documento y procedía a su lectura. Aunque Lucio estaba situado en las primeras filas del gentío, no podía escuchar los nombres que se anunciaban. El rugido de la muchedumbre era ensordecedor, como olas chocando contra la costa. Quería pedir a la gente que se callara, pero no podía abrir la boca para hablar. Ni podía moverse. Antonio seguía leyendo, pero Lucio no podía oírlo, ni hablar, ni moverse.

Con un sobresalto y un escalofrío, se despertó del sueño. Estaba temblando y empapado en sudor. El sueño era como un viejo enemigo que seguía hostigándolo después de tantos años, provocándolo con recuerdos de su juventud y de las brillantes promesas que se habían visto sacudidas por la muerte de César. Pero el sueño llevaba tantos años visitándolo que también se había convertido casi en un viejo amigo. ¿Dónde si no en el sueño podía volver a ver el rostro de Antonio vivo y en la flor de la vida?

Lucio se restregó los ojos para despabilarse. Recuperó la consciencia lentamente. El sueño se desvaneció.

Contra todo pronóstico, Lucio Pinario se había convertido en un anciano. Tenía sesenta años de edad. Muchos hombres de su generación habían muerto en las guerras civiles que siguieron al asesinato de César. Si habían sobrevivido a las guerras, los accidentes o la enfermedad habían acabado arrastrándolos hacia el Hades. Pero Lucio seguía con vida.

Se levantó de la cama, utilizó el orinal y se cubrió con una túnica. Más tarde se vestiría con la toga senatorial, pues aquél era un día importante, pero por el momento con la túnica le bastaría.

El cocinero le preparó un desayuno sencillo a base de harina cocinada con un poco de leche y agua y endulzada con una cucharada de miel. Lucio seguía teniendo buena dentadura, pero sus digestiones ya no eran las de antaño. Cuanto más blandas fuesen las comidas, mejor. Masticando un bocado de aquella papilla, pensó en los días de interminables banquetes que había vivido en Alejandría. Vinos de Grecia, dátiles de Partia, huevos de cocodrilo del Nilo, camareras de Nubia, bailarinas de Etiopía, cortesanas de Antioquía… Por mucho que la gente dijera sobre Antonio y Cleopatra, nadie podía negar que la pareja sabía cómo celebrar un banquete… sobre todo en sus últimos meses y días, cuando el final se acercaba.

Ya estaba pensando de nuevo en Antonio por culpa del sueño. Los recuerdos entristecían a Lucio. Notó un sabor amargo en la papilla que tenía en la boca.

Pero el día de hoy no era para pensar en el pasado. El día de hoy tenía que ver con el futuro. Su nieto iría a visitarlo.

Y justo cuando estaba pensando en él, el esclavo de la puerta anunció que el joven Lucio Pinario acababa de llegar y aguardaba en el vestíbulo. – ¿Ya? – dijo Lucio-. Llega temprano. Que se pase unos minutos contemplando las efigies de sus antepasados mientras yo trago un poco más de esta papilla. Mientras, ordena a los porteadores que acerquen una litera a la puerta principal. – ¿Qué litera, amo?

–Oh, la más elegante, diría yo, la de las cortinas amarillas y cojines bordados, la que tiene todas esas baratijas de latón colgando. ¡Hoy es un día especial!

–Antiguamente, antes de esta maldita rigidez que sufro en las rodillas, habría ido a las termas de Agripa caminando, por mucho que estén más allá del Campo de Marte. Pero aquí nos ves, dos romanos recorriendo las calles en litera. ¡Me sonrojo sólo de pensar qué dirían nuestros antepasados ante una indulgencia así! – Lucio sonrió a su nieto, sentado a su lado y disfrutando del paseo. El chico estaba sentado inclinado hacia delante y volvía la cabeza en todas direcciones, observando las vistas con la insaciable curiosidad de un niño de diez años. A Lucio le habría gustado esperar al día de la toga de su nieto, pero aún faltaban unos años para ello. Tal vez Lucio no viviera para verlo.

Mejor cumplir con su deber ahora, mientras estaba aún en forma y en su sano juicio. – ¿Por qué llaman a esto el Campo de Marte, abuelo?

–A ver, déjame pensar. Hace mucho, mucho tiempo, creo que lo llamaban Campo de Mavors, porque ése es el nombre antiguo de Marte. Me imagino que alguien construiría un altar para el dios, y por eso le dieron a toda la zona un nombre en honor a Marte…

–Sí, pero ¿por qué dicen que es un «campo»? Aquí no hay ningún campo. Sólo veo calles y edificios.

–Ah, ya entiendo a qué te refieres. Sí, ahora está todo construido. Pero no siempre fue así.

Recuerdo la época en la que el Campo de Marte, o al menos una gran parte del mismo, era aún una zona abierta, un lugar donde los soldados realizaban su instrucción y donde podían congregarse grandes grupos. Ahora, la ciudad ha crecido y ocupa hasta el último pedazo de tierra existente entre las antiguas murallas y el Tíber. Veo que estamos pasando por delante del teatro de Pompeyo.

Cuando se inauguró, yo tenía prácticamente tu edad.

Los ojos de Lucio siguieron los peldaños que conducían hasta el pórtico principal. Jamás pasaba por delante del teatro sin recordar lo que había presenciado allí, pero en aquel momento no tenía ganas de comentarlo y se alegró de que el niño no le preguntara al respecto.

–Más arriba está el Panteón, que, por supuesto, fue construido por Marco Agripa, la mano derecha del emperador. Y cerca del Panteón están las termas, que Agripa construyó también entonces. Su inauguración, hace ya veinte años, fue todo un acontecimiento, pues en Roma nunca había habido nada igual. Después de su apertura, se construyeron en los alrededores todo tipo de tiendas y comercios.

El niño arrugó la frente.

–Si las termas de Agripa fueron las primeras construidas en Roma, ¿quiere decir que antes nadie se bañaba?

Lucio sonrió.

El chico, al menos, sentía curiosidad por el pasado. Había mucha gente que se mostraba totalmente ajena a todo lo sucedido anteriormente, como si Roma siempre hubiese vivido en paz y hubiese estado gobernada por un emperador… como si nunca hubiera existido una república, o una serie de guerras civiles, o un hombre llamado Antonio.

Ya estaba otra vez, de nuevo, pensando en Antonio…

–Las termas de Agripa no fueron las primeras de Roma, pero sí que fueron mucho más grandes y mucho más hermosas que cualquier instalación que existiese antes. Pero su popularidad se debió a que fueron las primeras que se abrieron a todo el mundo, y gratuitas además, un regalo del emperador al pueblo. En cierto modo, el motivo por el que se acude a las termas es para ver y ser visto, y también para mezclarse con gentes de otras clases. Las disparidades económicas y sociales entre ciudadanos tienden a desaparecer cuando todos van desnudos y están mojados.

El joven Lucio se echó a reír.

–Siempre dices cosas muy graciosas, abuelo.

–Lo intento. Y hablando de termas, ya hemos llegado.

Lucio disfrutó inmensamente de la mañana. El tiempo que pasaba con su nieto era siempre una bendición, y las diversiones que ofrecían las termas se contaban entre los mayores placeres de la vida ciudadana. El día empezó con un afeitado realizado por su esclavo de más confianza. El joven Lucio observó el proceso con enorme interés. Su padre llevaba barba, de modo que el pequeño no estaba acostumbrado a ver el habilidoso rasurado de una cuchilla afilada sobre la piel de la cara de un hombre.

Después del afeitado, salieron a la piscina al aire libre -un lago artificial, según decían algunos, a tenor de su tamaño-, donde los dos nadaron juntos unos cuantos largos. El niño tenía aún un estilo de brazada intermitente, pero su técnica respiratoria era buena. Independientemente de hacia dónde lo llevara la vida, el joven Lucio tendría a buen seguro la ocasión de viajar en barco, y era importante que aprendiera a nadar. ¿Cuántos soldados de Antonio se habían ahogado en la decisiva batalla naval de Actium, no porque el peso de su armadura los arrastrara hacia las profundidades, sino porque, simplemente, no sabían nadar?

Ya estaba de nuevo pensando en Antonio…

Uno de los gimnasiarcas, los atletas responsables de las instalaciones, había organizado una serie de competiciones en la pista de carreras situada junto a la piscina. Lucio animó a su nieto a participar. Disfrutó viendo a su nieto ganar sus dos primeras eliminatorias. El joven Lucio fue derrotado en la tercera carrera, pero por una distancia mínima. Su nieto era un corredor potente.

Otro gimnasiarca organizó diversos encuentros de lucha. Todos los competidores eran de más edad y tamaño que Lucio, que permaneció sentado junto a su abuelo entre los espectadores. Los luchadores competían al estilo griego, desnudos y con el cuerpo untado en aceites. Lucio encontraba algo decadentes ese tipo de diversiones, igual que el transporte en litera. ¿Qué pensarían sus antepasados? Los auténticos romanos preferían ver a los gladiadores enzarzados en peleas a muerte.

Lucio recordó entonces cómo el emperador, en su acalorada guerra de propaganda contra Antonio y Cleopatra, había despotricado contra el peligroso influjo de los vicios extranjeros, diciendo que la reina de sangre griega había corrompido a Antonio con los apetitos del lujoso Oriente. Pero después de que el emperador triunfara sobre sus rivales, se dedicó a convertir Roma en una ciudad más cosmopolita que nunca. Permitió que Agripa construyera las termas. Importó el culto a dioses exóticos. Atendió todas las peticiones de diversión y placer que recibió por parte de los ciudadanos.

Finalizado el ejercicio matutino, Lucio y el niño se bañaron. Empezaron retirando el sudor de sus cuerpos con la ayuda de estrígilos.* Lo hicieron a la sombra de la famosa escultura realizada por Lisipo que representaba un atleta desnudo haciendo exactamente lo mismo que ellos, doblando uno de sus musculosos brazos para pasar el estrígilo por el otro, extendido delante de él. Agripa había instalado la escultura en las termas con un gran festejo. Lisipo había sido el escultor de la corte de Alejandro Magno. Pese a las muchas copias que se habían realizado del Apoxiomeno, nombre con el que la figura del «Rascador» se conocía en Grecia, el bronce original tenía un valor incalculable. La estatua era otro espléndido regalo del emperador al pueblo de Roma.

*Especie de cepillo metálico con acanaladuras en forma de S que usaban griegos y romanos para quitarse el aceite y el sudor. (N. de la T.).

Lucio y su nieto recorrieron piscinas con diversas temperaturas de agua. La más fría resultaba tonificante después del ejercicio. La más caliente estaba velada por una cortina de vapor y exigía un proceso de inmersión gradual. Incluso el suelo estaba ardiente gracias a la canalización de agua que corría por debajo de las baldosas. Las paredes eran de mármol, e incluso en las zonas más húmedas, los decoradores de Agripa habían encontrado la forma de adornarlas con pinturas, inyectando pigmentos en cera de abeja, y luego fijando y solidificando las imágenes con calor. Las pinturas representaban dioses, diosas y héroes. Daba la impresión de que la neblina estaba poblada por escenas de leyenda.

Después del baño, abuelo y nieto se envolvieron en prendas de lino y disfrutaron de una comida ligera en una taberna cercana. El niño comió pedazos de pan generosamente untados con garum.

Lucio se abstuvo del garum picante y se decantó por la pasta de higos.

Hablaron sobre los estudios del chico. Estaba leyendo la Eneida, del fallecido Virgilio, el poeta favorito del emperador. Cuando el emperador le pidió a Virgilio que crease una epopeya romana que pudiera equipararse a la Ilíada y la Odisea de los griegos, obtuvo como resultado la Eneida. El largo poema sobre las aventuras de Eneas celebraba al guerrero troyano como hijo de Venus y fundador de la raza romana. Resultaba que Eneas no sólo era antepasado del emperador y su tío, el Divino Julio, sino también de Rómulo y Remo. Si Lucio albergaba dudas sobre la validez histórica de la Eneida, no se las expresó al chico. No cabía duda de que Virgilio había creado una obra de arte que había dejado plenamente satisfecho al emperador.

Después de comer, descansaron. Algunos viejos amigos y colegas se detuvieron para saludarlo, y Lucio, encantado, les presentó a su nieto. Las conversaciones giraron sobre importaciones extranjeras, el coste de los esclavos, las ventajas y desventajas del transporte por tierra y por mar, y sobre quiénes habían sido agraciados con los contratos para los diversos proyectos de construcción de la ciudad.

–Como ves, chico -comentó Lucio-, últimamente se hacen más negocios aquí en las termas que en el Foro.

En los viejos tiempos, naturalmente, las conversaciones habrían girado únicamente en torno a política y guerras. Pero, actualmente, la guerra era una actividad que se desarrollaba en las fronteras lejanas y que podía afectar o no al comercio, y la política -la verdadera política, tal y como sus antepasados entendían el término, aquélla en que todo el mundo discutía libremente y gritaba para hacerse oír- había dejado de existir. Podía especularse sobre las intrigas de la familia imperial, o conjeturar sobre la influencia relativa que ejercían los miembros del círculo inmediato del emperador, pero sólo en voz baja.

Ejercitados, bañados y alimentados, abuelo y nieto se retiraron al vestuario. El joven Lucio se vistió con la túnica que llevaba antes, pero su abuelo, ayudado por el esclavo que le había afeitado, se vistió con la toga. Mientras el chico lo observaba, hizo hincapié en el uso correcto de la toga.

–El hombre que viste una toga no está simplemente envuelto en ella -le explicó-. La luce como una muestra de dignidad y orgullo, y así debe comportarse él. Los hombros hacia atrás, la cabeza bien alta. Y los pliegues deberían caer por igual. Pocos pliegues, y parece que alguien te haya echado una sábana encima. Demasiados pliegues, y parece que lleves la colada al abatanador *. La risa del niño regocijó a Lucio. Significaba que su nieto estaba prestándole atención. Lo observaba, escuchaba y aprendía.

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