—¿Os dais cuenta? —gritó Amonio—. ¡Sus flechas no pueden penetrar nuestros escudos! ¡Aguantad! Tras la primera descarga conjunta, los enemigos se dedicaron a disparar a discreción sin dejar de cabalgar. Aquellos demonios asiáticos manejaban los arcos con tal destreza que nunca había menos de veinte flechas surcando el aire. Jasón sintió un impacto en el escudo, pero el dardo rebotó y cayó inofensivo delante de él, y durante un instante pensó que realmente tenían posibilidades de resistir, de ser tan impenetrables como el erizo de Arquíloco.
Mas, por desgracia, todos juntos formaban un erizo muy pequeño. En el mismo momento en que el último arquero de la formación enemiga pasaba por delante de Jasón, éste oyó un grito de alarma de Eudemo, el hombre que tenía detrás. Giró el cuello y vio que los jinetes persas ya estaban allí, disparándoles por la retaguardia. Habían rebasado sin problemas el flanco izquierdo de su reducida falange y ahora se dedicaban a cabalgar en círculo alrededor de ellos sin dejar de disparar. Al igual que los demás hoplitas de la primera fila, Jasón trató de darse la vuelta para protegerse de las flechas que ahora le venían por la espalda; su escudo se quedó enganchado con el de Antíoco y ambos estuvieron a punto de caer al suelo.
—¡No hagáis eso! —gritó Amonio—. ¡Los de la primera fila, escudos hacia delante! ¡Los de la segunda, escudos a retaguardia! ¡Confiad en vuestros compañeros! Pero pedir a aquellos caldereros, mercaderes, alfareros, perfumistas y taberneros que formaran una falange de dos frentes era esperar demasiado. Algunos hombres obedecían las órdenes de Amonio, otros se volvían contra la nueva amenaza y algunos, como el propio Jasón, trataban de mantener un precario equilibrio entre ambas acciones, girando nerviosos de un lado a otro. Los persas seguían galopando en círculo, tan cerca de ellos que algunas de sus flechas atravesaban la chapa de los escudos e incluso las corazas más débiles. Entre los silbidos de las saetas, los insultos y maldiciones en griego, las toses por la polvareda que levantaban los caballos y los rugidos de Amonio, empezaban a oírse ya gritos de dolor y estertores de agonía. Los proyectiles llegaban de todas partes, y muchos hoplitas se habían arrodillado ya en el suelo para acurrucarse detrás de sus escudos. Cuando Terámenes el perfumista hizo lo propio, Jasón miró a su izquierda y comprobó que la ordenada fila de veinte se había convertido en un caos y que ya había varios hombres tendidos en el suelo.
Jasón oyó una maldición a su lado, y algo caliente le salpicó el cuello. Al mirar a la derecha, vio que una certera saeta se había colado en el visor de Antíoco. El marmolista dejó caer ambos brazos y se desplomó de bruces como un guiñapo, tronchando el astil de la flecha con su peso. Ya no podría grabar las lápidas de los demás.
Un jinete persa se apartó del círculo de atacantes, se acercó a menos de diez metros de los hoplitas y apuntó su arco hacia Jasón. Éste vio venir la flecha hacia su cara y apartó la cabeza por reflejo. El proyectil rozó su yelmo con un desagradable rechinar metálico. «¡Cabrón!», masculló el mercader, y para su placer vio que el caballo tropezaba y caía. Terámenes, que seguía arrodillado, se puso en pie y corrió hacia el persa blandiendo la lanza sobre la cabeza. Varios hombres más lo siguieron.
—¡No! —gritó Amonio—. ¡No abandonéis la formación! Pero su orden fue en vano. Era más fácil combatir el miedo moviéndose que aguantando en el sitio, y el propio Jasón comprobó que sus piernas lo llevaban por sí solas hacia el enemigo caído.
Cuando parecía que los eretrios iban a cobrarse su primera víctima, el caballo se levantó de golpe y el jinete saltó sobre su grupa. Tras esquivar la lanza de Terámenes por menos de dos palmos, el persa se alejó entre carcajadas. El perfumista se quedó un momento maldiciéndolo, y al levantar el brazo derecho una flecha se clavó bajo su axila. Jasón, llevado por la inercia de la carrera, se plantó a su lado y trató de cubrir con su escudo al compañero herido.
En ese momento, un enorme bulto negro y dorado surgió de entre la nube de polvo. Jasón se volvió por instinto e interpuso el escudo cuando los cascos delanteros del caballo se precipitaron sobre él. Las tablas de roble aguantaron, pero su hombro se descoyuntó con un doloroso crujido, y Jasón cayó de espaldas.
En la franja del visor apareció la cabeza de su atacante, recortándose contra el cielo, tan alto e inalcanzable como Zeus en su trono. Por un segundo, Jasón pensó que era una estatua de metal dotada de vida, pero luego se dio cuenta de que el persa llevaba una máscara de oro labrada con una enigmática sonrisa. Por encima del yelmo picudo ondeaba un estandarte con un sol alado.
—
Mariya, dushmartiya!
Una sombra oscura tapó su visor, y Jasón comprendió que, en realidad, las alas del estandarte pertenecían a las Keres. Los pájaros de la muerte habían venido a llevarse su alma.
Apolonia, Nesi, que los dioses os protejan...
Apolonia habría querido correr, pero ni sus pulmones ni sus pies se lo permitían. Estaban ya en la llanura de Lelanto, atravesando unos campos segados que esperarían en vano la siembra otoñal.
A la derecha había huertos de higueras y de viñedos que habían quedado sin recoger. Mnesiptólema lloriqueaba, diciendo que tenía hambre y sed. Al pasar junto a un bardal medio derribado, Apolonia estiró el brazo y arrancó un par de racimos. Después, como un pájaro alimentando a su cría, quitó las pepitas de las uvas con su propia boca y le pasó la pulpa a Nesi.
—¿Dónde está papá? —preguntó la niña.
—Se ha quedado detrás porque no es capaz de andar tan rápido como nosotras —contestó Apolonia, con un nudo en la garganta—. ¿Te has dado cuenta de qué rápidas somos? Pero no debían serlo tanto, porque, en ese momento, las alcanzó Arges, jadeante y sudoroso. Al oír que los persas les pisaban los talones, Apolonia se volvió hacia atrás. De momento no se veía a los bárbaros; tan sólo la penosa columna de marcha que formaban los fugitivos, con huecos cada vez más amplios entre cada grupo. Pero por encima de sus cabezas seguía flotando la nube de polvo, y ahora entre los relinchos de los caballos sonaban también gritos y alaridos confusos.
—¡Mirad! ¡Barcos! —gritó Zósima, la esposa del perfumista, señalando hacia delante. Allí, por delante de un cabo que se proyectaba hacia el suroeste, una hilera de naves desfilaba hacia el continente.
—Deben de ser los atenienses —dijo Arges—. Hay que darse prisa, antes de que se larguen.
Aunque todos estaban exhaustos, apretaron el paso. Pronto descrestaron una pequeña cuesta, y ante ellos se abrió una bahía de aguas transparentes y arenas blancas. Aún quedaban fondeados cinco barcos de transporte de cascos negros, redondos y panzudos, y dos naves de guerra con las popas varadas en la playa. Una era una alargada pentecontera y la otra un trirreme pintado de azul, con dos ojos enormes en la proa. Sobre las velas de ambos barcos ondeaban sendos gallardetes con la lechuza de Atenea. Apolonia le dio gracias a la diosa, se encomendó de nuevo a su protección y, olvidándose de las heridas y ampollas de sus pies, corrió directamente hacia el trirreme.
Delante de cada nave había grupos de gente que hacían cola para subir a bordo. Ante el trirreme aguardaban unas cuarenta personas entre hombres, mujeres y niños. Traían con ellos ovejas y cabras, mulas y unos cuantos bueyes. Los carromatos habían quedado abandonados junto a la orilla, y las posesiones que cargaban ahora colgaban de grandes cestos de los hombros de los colonos, o hacían equilibrios en aparatosos fardos sobre las cabezas de sus mujeres.
—¿Adónde te crees que vas? Apolonia, que casi había llegado a la escalerilla del trirreme, se dio la vuelta. Una mujerona con hombros de estibador la miraba con los brazos en jarras.
Apolonia se quedó un instante sin saber qué decir. Se había alegrado tanto al ver las naves que ni por un segundo se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que no hubiera sitio en ellas.
—Venimos huyendo de los persas. Tenemos que darnos prisa, no tardarán en llegar.
—¿Tenemos? ¿Quién eres tú para darnos órdenes? —dijo la mujer. Su marido, un hombrecillo de aspecto tímido, se acercó a ella y le agarró el brazo murmurando algo, pero la mujer se lo sacudió de encima diciendo—. Tú no te metas en esto.
—¿Sois atenienses? —preguntó Apolonia.
—¿Pues de dónde íbamos a ser?
—Entonces tenéis que ayudarnos. ¡Nos lo prometisteis!
—Yo no recuerdo haberte prometido nada, ricura.
Apolonia señaló hacia las columnas de humo negro que se levantaban al este y que la brisa llevaba tierra adentro, hacia el monte.
—Ésa era nuestra ciudad. Los persas la han quemado mientras esperábamos vuestra ayuda. ¡No podéis abandonarnos ahora!
—Pues si no tienes ciudad —intervino otro colono—, ¿qué vienes ahora a reclamar? Apolonia miró en derredor, desesperada. Los demás fugitivos eretrios se habían repartido por las diversas colas, y en todas ellas encontraban el mismo problema.
—¿Qué demonios pasa aquí? Apolonia se volvió hacia la escalerilla que subía junto al codaste. Por ella bajaba un hombre joven y alto, armado con una reluciente coraza cuyo repujado representaba a un león. Lo seguían otro soldado y un marinero que tomaba notas con un punzón en una tablilla de cera.
—Venimos huyendo de los persas —le dijo Apolonia—. ¡Tenéis que ayudarnos! El ateniense se paró ante ella, con las manos cruzadas a la espalda. Apolonia calculó que no tendría mucho más de veinte años, y sin embargo desprendía un aura de seguridad impropia de alguien tan joven. Tal vez tenía que ver con su atractivo. Poseía unos rasgos perfectos y una figura digna de Apolo, con los hombros anchos y cuadrados, la cintura angosta y las piernas largas y musculosas. Llevaba la barba muy recortada, y el cabello le caía en largas trenzas negras sobre los hombros. Pero la mirada de sus ojos grises era fría como el mar bajo un cielo encapotado.
—¿Sois de Eretria? —preguntó.
—Sí —respondió Apolonia—. Quién sabe si no somos los únicos supervivientes de nuestra ciudad. ¡Sacadnos de aquí, por favor!
—Lo siento, mujer, pero no tenemos sitio.
—Por favor —dijo Apolonia, tendiéndole a la niña en gesto de suplicante—. Señor, seas quien seas, no permitas que caigamos en manos de los persas.
—Me llamo Cimón, hijo de Milcíades —contestó el joven en tono orgulloso, mientras cogía a la niña con desmaña y la examinaba como si fuera un cachorro—. Siento lo de tu ciudad. Pero, como ya te he dicho, no tenemos sitio en los barcos.
Apolonia se volvió señalando a los demás eretrios, que aguardaban expectantes el resultado de aquella negociación.
—Míranos, hijo de Milcíades. Como mucho somos cien personas. ¿Es que no podéis acomodar a quince o veinte pasajeros más por barco? Será muy poco rato. Hasta la otra orilla no hay más de veinte estadios —argumentó, señalando hacia el continente, que parecía a la vez cercano y tan inalcanzable como la morada de los dioses.
Cimón frunció el ceño, pensativo. En ese momento, Mnesiptólema se puso a llorar. En vez de devolvérsela a su madre, el joven la levantó sobre su cabeza y empezó a sacudirla, creyendo tal vez que así la calmaría; pero a la niña no le hacían gracia las alturas, y gritó más fuerte. Mientras tanto, los demás fugitivos eretrios se habían sumado al coro de súplicas y discutían con los colonos. En aquel guirigay, gesticulaban tanto que las manos de unos y otros ya se tocaban, como si en cualquier momento fuera a estallar una pelea, y Apolonia, por más que pedía al joven ateniense que le devolviera a su niña, no conseguía hacerse oír.
Un trompetazo estridente y prolongado resonó en la cubierta del trirreme. Todo el mundo se calló y se quedó mirando hacia la nave de guerra. Por la escalerilla bajaba otro hombre, cubierto con una coraza de lino blanco ribeteada de rojo y reforzada con placas de metal. El oficial se acercó a Cimón y extendió los brazos.
—Deja que coja yo a esa criatura.
El joven le pasó a Nesi. El recién llegado la tomó con soltura y con cierta delicadeza. Algo debió ver la niña en él que la hizo confiar, porque se agarró a su cuello y dejó de llorar.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Cimón.
—Fácil. Teniendo cuatro hijos.
El oficial pasó junto al joven, que se apartó un poco. Antes de dejar a la niña en brazos de su madre, le acarició con un dedo la punta de la nariz y le sonrió. A Apolonia le gustó el detalle. La mayoría de los varones limitaban sus arrumacos a pellizcar con fuerza los mofletes de la cría, como si pensaran que aquello les hacía gracia a ella o a su madre.
Apolonia respiró hondo para controlar su voz y dijo:
—Gracias, señor. ¿Eres tú quien está al mando de estos barcos? El asintió.
—Soy taxiarca de la tribu Leóntide. He venido a evacuar a los colonos de Atenas por orden del colegio de generales.
Aquel hombre, que debía tener entre treinta y cuarenta años, no era tan alto como Cimón, y aunque estaba delgado, tampoco lucía tan buena planta. Pero a Apolonia le agradaron sus rasgos.
Tenía la nariz fina y algo aguileña, los labios carnosos y, sobre todo, unos ojos grandes y oscuros que entre pestañeo y pestañeo parecían absorberlo todo.
—Tenéis que sacarnos de Eubea —dijo Apolonia, tratando de mantener bajo el tono de su voz.
Algo le decía que con aquel hombre valían más los razonamientos que los gritos y los llantos—. Si nos dejáis aquí, caeremos en manos de los bárbaros, y nos matarán o nos convertirán en esclavas.
El taxiarca parpadeó por fin, con cierta languidez. La joven intuyó que bajo ese rostro y esos ojos convivían a la vez un intelecto frío y una apasionada sensualidad. Estaba tan cerca de ella que le llegó el olor de su perfume, una mezcla sutil en la que se percibía una pizca de mirra y también de azafrán. Sintió que el ombligo se le encogía y se dio cuenta de que, por primera vez en muchas horas, no era de miedo.
Por Hera, ¿qué estoy pensando?
, se reprochó. Su marido debía de estar muerto ya; y ella, mientras, se atrevía a mantener la mirada de aquel hombre.
—No os quedaréis aquí.
—El taxiarca se volvió hacia el marinero que llevaba la tablilla y el punzón—. Por favor, Grilo, intenta encontrar sitio a esta gente cuanto antes. Esa polvareda de ahí está cada vez más cerca.
—¿Cómo vamos a entrar todos en los barcos? —se quejó la mujer de los hombros anchos—. Tú mismo nos dijiste que el sitio estaba justo.