—Muy sencillo —repuso el taxiarca, sin perder la calma—. Todos los animales se quedan aquí.
—¿Cómo? —dijo el marido con voz quejumbrosa—. ¡Si dejo aquí mis bueyes, dejaré de ser un hoplita y volveré a ser un mísero jornalero de la cuarta clase! Una chispa de furia brilló en los ojos del taxiarca, pero la dominó enseguida y contestó con voz calmada.
—Así funciona la voluntad de los dioses, amigo.
Los demás colonos empezaron a protestar y amenazaron al oficial con denunciarlo en cuanto llegaran a Atenas si les privaba de sus posesiones. Él frunció el ceño; era evidente que le preocupaba que lo llevaran a juicio.
—Podemos pagar por esos bueyes —dijo Apolonia—. ¡Traemos dinero!
—No es buena idea decirlo, señora —susurró Arges.
—Nadie os lo robará —dijo el taxiarca, que debía de tener un oído muy fino—. ¿Lo habéis escuchado? —preguntó, dirigiéndose a los clerucos—. Se os pagará por vuestras bestias. Cuando lleguéis a Atenas podréis comprar otras, y os quedará la satisfacción de no haber abandonado a estas personas en la adversidad.
La mujer, que llevaba la voz cantante de todo el grupo, pidió cincuenta dracmas por cada buey.
El taxiarca le contestó que tendrían que conformarse con treinta y cinco, que era el precio que se estaba pagando en el Ática, y de ahí para abajo con los demás animales. La mujer juró y maldijo, pero él sacudió la cabeza, imperturbable.
Apolonia oyó cascos de caballo a su espalda y se volvió alarmada. Pero no eran los bárbaros, sino dos exploradores griegos montados.
—¡Se acerca un escuadrón de jinetes persas, Temístocles! —gritó uno de los jinetes.
—¿Cuántos son? —¡Más de cincuenta y menos de cien! ¡Temístocles! A Apolonia se le aceleró más el corazón al darse cuenta de que aquel hombre era el próxeno de su esposo, y de que Atenea había sabido guiar sus pasos hasta él.
Temístocles se volvió hacia el ecónomo de su trirreme y le ordenó que acelerara el embarque.
—Haz que suba todo el mundo ahora mismo, Grilo. Ya se aclararán las cuentas luego.
—Tenemos hombres suficientes para hacer frente a los persas —protestó Cimón.
—Y poco tiempo para desplegarlos en formación. Es mucho más práctico poner agua de por medio. Vamos, mi joven león —dijo el taxiarca, apretándole el brazo—. Tendrás muchos días para combatir.
A Apolonia y sus criados les tocó en suerte embarcar en el trirreme. La cubierta, dos largas plataformas montadas sobre el pescante donde bogaba la última bancada de remeros, estaba atestada. Los pasajeros tenían que sentarse y agarrarse como bien podían, pues no había bordas, los rociones de agua habían dejado la madera resbaladiza y cualquier bandazo podía dar con sus huesos en el mar. A los refugiados eretrios los hicieron bajar a la sentina, donde normalmente estaban los bancos de las dos filas inferiores de remeros; ahora los habían desmantelado para hacer sitio. De allí abajo subía una mezcla de hedores: agua estancada, sudor revenido, orines, la grasa de oveja que usaban para lubricar los remos e impermeabilizar las correas de los toletes. A Apolonia se le revolvió el estómago.
—Huele mal, mamá —se quejó Mnesiptólema, tapándose la nariz.
Por demorar la bajada a la bodega, Apolonia aprovechó que el taxiarca pasaba a su lado y le dijo:
—¿Eres el Temístocles que yo creo, el hijo de Neocles? —Sí. ¿Por qué?
—Yo soy la esposa de Jasón, hijo de Euforbo.
Temístocles abrió los ojos un instante, sorprendido. Pero enseguida reaccionó.
—¿Dónde está tu marido, Apolonia? A ella le halagó que Temístocles supiera su nombre. Sin duda, Jasón le había hablado de ella.
—Ha formado con los demás ciudadanos para frenar a los persas y ganar tiempo.
Temístocles bajó la cabeza y se mordió los labios; pero enseguida volvió a mirar a Apolonia a los ojos.
—Jasón ha sido un valiente. No hay nada más honroso que entregar la vida por los tuyos.
—¿Quieres decir que...? El ateniense, con un gesto de tristeza, señaló tierra adentro. La nube de polvo había tomado ya forma, para convertirse en una tropa a caballo que cabalgaba hacia la bahía entre gritos y relinchos.
Jasón, Amonio y los demás hoplitas habían retenido a los persas el tiempo justo para que sus familias embarcaran.
Bendita Atenea, que su muerte haya sido rápida
, rogó Apolonia, tratando de espantar las imágenes de prisioneros torturados que le acudían a la cabeza.
La pentecontera ya estaba alejándose de la orilla, y los barcos de transporte habían levado anclas.
Sólo quedaba varado el trirreme. Entre unos cuantos marineros lo empujaron con palancas hasta desembarrancar la popa, y después treparon a bordo agarrándose a unos cabos con nudos. El jefe de boga dio una orden, y los remeros clavaron las palas. La nave, que normalmente llevaba el triple de dotación, se movió entre crujidos perezosos, pero, poco a poco, se separó de la orilla.
A Apolonia se le empañaron los ojos pensando en su casa, en su ciudad quemada, en las tumbas de sus padres. En Jasón, al que ni siquiera podría enterrar. Todo quedaba atrás, perdido en aquella isla. Pero apretó con más fuerza a su hija y se dispuso a bajar a la sentina con los demás.
—No —le dijo Temístocles—. Quédate aquí en la cubierta. A partir de ahora tú y los tuyos estáis bajo mi protección.
—Gracias, señor.
—No me llames así, te lo ruego. Tu esposo era un buen amigo. Te prometo que no os faltará de nada, Apolonia, y cuando llegue el momento le daré una dote a tu hija como habría hecho su padre.
Al ver que Temístocles acariciaba los rizos de Nesi, Apolonia se dejó llevar por un impulso, le tomó la mano y se la besó. Los dedos de Temístocles eran largos y finos, y olían a aceite de almendra. Le sorprendió notar que tenía callos en la palma de la mano, pues no parecía hombre que necesitara trabajar para ganarse el pan.
—Te llevarás bien con Arquipa, mi esposa —añadió Temístocles, algo turbado por el gesto de la joven.
Aquellas palabras cayeron como agua fría sobre Apolonia. Así que tenía esposa. Claro, había dicho antes que tenía cuatro hijos.
¿Cómo puedes pensar en eso ahora?
, se reprochó. Pero otra voz interior le dijo que no hacía tan mal. Acababa de quedar viuda. Desde hacía años era huérfana y no tenía hermanos; y de haberlos tenido, seguro que ahora estarían muertos o en poder de los persas.
¿Quién podía echarle en cara que buscara un protector legal para ella y su hija?
Un protector legal, sí. Un compañero de cama, no
, le canturreó una tercera vocecilla.
Arges, que se había quedado con ella en la popa, le preguntó al taxiarca:
—¿Por qué no vinisteis a ayudarnos? Hemos estado esperando hasta el último momento refuerzos de Atenas.
Apolonia temió que Temístocles respondiera con algún exabrupto al esclavo que se atrevía a dirigirse a él con tanto descaro. Pero el taxiarca miró a Arges a la cara y, sin parpadear ni alterar el tono, le respondió:
—Ya lo he dicho antes. Ha sido decisión del colegio de los generales, a sugerencia de Milcíades, el padre de Cimón. —Temístocles señaló hacia el apuesto joven, que estaba en la proa hablando con otro soldado. Después se volvió hacia Apolonia y añadió—. Siento mucho lo que ha pasado en tu ciudad. Pero ahora tengo que luchar para que no ocurra lo mismo con la mía.
Los persas habían llegado ya a la playa, y la mayoría frenaron sus monturas al borde del agua.
Pero uno de ellos, que montaba un enorme corcel negro cargado de metal, hizo que su animal entrara en el agua hasta los jarretes, sacó una flecha del carcaj que colgaba a un flanco del caballo y tensó el arco.
—Lleva una máscara —musitó Temístocles.
Apolonia no alcanzaba a ver tanto, pero sí había notado un brillo extraño en el rostro del jinete, como si estuviera pintado de oro. El persa soltó la cuerda y el proyectil silbó en el aire. Apolonia y Arges se agazaparon tras la popa, mientras los demás tripulantes, incluido el piloto, se agachaban como podían. El único que no se movió fue Temístocles. Sólo cuando oyó el sordo impacto de la flecha en la madera, Apolonia dejó a Nesi en brazos de su esclavo y se atrevió a asomarse.
El ateniense seguía apoyado en el borde del codaste. Entre ambas manos se había clavado una flecha. La pluma negra de su astil aún vibraba.
—Nos volveremos a ver, persa —dijo Temístocles, con la vista fija en la orilla—. No a tiro de arco, sino de lanza.
En otra persona aquellas palabras le habrían parecido jactancia, pero Apolonia pensó que si Temístocles lo había dicho, su amenaza se cumpliría.
Con este hombre mi hija estará segura, se dijo.
Lo siguiente no lo pensó, sino que lo sintió en el vientre, y se escandalizó de ello. Pues si su vientre hubiera podido hablar, le habría dicho algo así como:
Y los hijos que tendrás con él también estarán seguros.
—C
listines se está muriendo.
La noticia que le traía Mnesífilo planteó un dilema a Temístocles. Ya estaba listo para ir a la asamblea. Aunque no había amanecido todavía, le gustaba acudir de los primeros a la Pnix para enterarse del orden del día y también de los rumores y chismorreos que corrían entre los más madrugadores. Sabía que cuando se levantara el sol haría calor, pero se había puesto sobre la túnica un manto muy fino de lana de Alepo. Si tenía que tomar la palabra para explicar al pueblo ateniense lo que había visto en Eubea, quería estar elegante, y nada realzaba más las palabras de un orador que un manto bien recogido en el brazo izquierdo.
—No pasará de hoy —añadió su amigo, leyéndole las dudas en el semblante.
Temístocles sopesó sus opciones. La de hoy sería tal vez la asamblea con más asistentes de la historia de Atenas. Sin duda, Milcíades llevaría la voz cantante, pues conocía de sobra a los persas e incluso al Gran Rey, y su experiencia era imprescindible para afrontar la invasión. Pero también habría oportunidades para que otros oradores, como Temístocles, ganaran prestigio entre los ciudadanos.
Por otra parte, no podía dejar que Clístenes muriese en su retiro de Salamina sin ir a verlo. El viejo era el abuelo materno de su esposa Arquipa, pero el vínculo que los unía era más antiguo y más estrecho que el matrimonial. Cuando Temístocles era un efebo que aún no había empuñado las armas por vez primera, Clístenes empezó a cultivar su amistad, hasta tal punto que muchos creyeron que eran amantes. Sin embargo, no era la belleza de Temístocles lo que había atraído al gran estadista, pues en la palestra había muchachos más bellos y que lucían sin ningún pudor sus cuerpos atléticos y brillantes de aceite. Lo que le había llamado la atención era su inteligencia, sus dotes de observación y su talento para estudiar las situaciones y prever el futuro. Él mismo había confesado que veía en Temístocles un trasunto de sí mismo cuando era joven. Por eso decidió adiestrarlo en la política, para asegurarse de que, cuando él muriera, alguien continuara su labor y no dejase que Atenas volviera a caer en manos de una tiranía o se desangrara en las luchas fratricidas de las facciones aristocráticas.
—Iré a verlo —decidió Temístocles, quitándose el manto.
—¿Faltarás a la asamblea?
—Seguro que Milcíades se basta y se sobra para convencer al pueblo de que no se rinda a los persas.
Temístocles eligió un capotillo más cómodo, y después ordenó a un esclavo:
—Por favor, despierta a Sicino y dile que venga lo antes posible.
—¿Para qué quieres al persa? —le preguntó Mnesífilo—. Ya sé que Sicino resulta más difícil de matar que Sísifo, pero no creo que le pueda contagiar su suerte a Clístenes. Me han asegurado que está en las últimas.
—Esta vez no me interesa su suerte, sino sus puños —respondió Temístocles—. Me temo que el Pireo no va a ser precisamente una balsa de aceite.
Fobo había llegado a la ciudad casi al mismo tiempo que Temístocles. Y el Miedo, aquel hijo del dios de la guerra, siempre traía disturbios y violencia en su estela.
La víspera, cuando se acercaban a Atenas, habían empezado a encenderse hogueras en las cimas del monte Pentélico. Temístocles aún estaba descifrando el mensaje que transmitían las almenaras cuando un mensajero a caballo los adelantó con tanta prisa que tuvieron que salirse del camino para que no los arrollara. Al preguntarle por su misión, el correo se volvió un instante a lomos del caballo para decir:
—¡Los persas han desembarcado en Maratón! Luego, conforme avanzaba la tarde, su avance se había visto entorpecido por las columnas de caminantes que confluían hacia la ciudad desde todos los demos de la zona: Afidna, Decelia, Hécale, Pedonas, Icarión, y también los del propio Maratón y Ramnunte, ocupados por los persas.
Todos los ciudadanos atenienses estaban convocados desde los rincones más apartados del Ática para una asamblea que se celebraría al amanecer siguiente en la colina de la Pnix, dentro de la ciudad. No era una
ekklesía
normal para tratar asuntos rutinarios, sino una movilización general.
Todos llevaban sus armas, ya fuera en sus espaldas o en la de sus esclavos o a lomos de sus acémilas. Algunos venían acompañados por sus familias, mientras que otros las habían enviado a las alturas del Parnes o del propio Pentélico, más confiados en la protección que podían brindar los montes que en las vetustas y estrechas murallas de Atenas.
El humor que reinaba en el camino era lúgubre. Muchos andaban con los hombros caídos y la mirada perdida en algún punto del negro futuro. Las conversaciones eran en susurros, como si temiesen que el viento las pudiera arrastrar hasta Maratón, a oídos de los persas. Cuando los que acudían a la ciudad se enteraron de que la comitiva de mujeres, niños, ancianos y esclavos que acompañaban a Temístocles eran supervivientes de Eretria, los acosaron a preguntas, y las respuestas sólo contribuyeron a encoger más sus corazones.
Los ánimos se levantaron un poco cuando aparecieron en el camino los ciudadanos de Acarnas.
En vez de dejar que cada uno fuese a su aire, su jefe de demo los había reunido a todos para dirigirse juntos a Atenas, y ahora desfilaban marciales blandiendo sus lanzas y entonando cantos bélicos y obscenos a partes iguales. Los acarnienses aportaban quinientos hoplitas que tenían fama de ser los más aguerridos del Ática, y también los más fanfarrones. Temístocles habría pagado un buen dinero por reclutarlos para las filas de su tribu. Pero tenían un buen jefe en Milcíades, general de la tribu Enea, que si bien no era acarniense, se parecía a ellos en lo bravucón.