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Authors: Francesc Montaner

Tags: #Intriga, #Policíaco

Seis aciertos y un cadáver (13 page)

—Qué cabrón… —dijo Bastos, con la libreta de ahorros en la mano—. Se ha sacado más dinero este Solsona engatusando a una hija de papá durante tres meses que yo en dos años en el Cuerpo. Nos hemos equivocado de bando, señores.

Por mi parte, yo iba hojeando revistas de viajes que, a juzgar por las diferentes marcas de bolígrafo, Solsona consultó minuciosamente. Había subrayados destinos varios, precios, teléfonos de consulados y de agencias de viajes. Muchas marcas y anotaciones en muchas revistas. En la esquina de un anuncio de una agencia de viajes, donde una pareja corría por la playa cogida de la mano, entre la arena dorada y el eslogan «Nosotros nos encargamos de su felicidad», vi escrito un nombre: Cassandra. Rápidamente acudió a mi memoria la espalda tatuada del cadáver.

—¿Van a tardar mucho, caballeros? —preguntó el jefe de recepción, cuya precaución le llevaba a no separarse de la puerta.

Nadie le contestó. Seguí pasando páginas de revistas. Ofertas de vuelos sospechosamente baratos. Más marcas de bolígrafo. Redondeles. Cayeron varios folios sueltos de entre las páginas de una revista a mis pies. Eran papeles impresos de una página web. Solsona había estado buscando información de distintas islas griegas, y no precisamente turística, sino de ámbito político y social. Observé más detenidamente todas las portadas de las revistas; en todas se anunciaban viajes a las islas griegas. Seguí pasando páginas; el nombre de Cassandra aparecía varias veces. Si albergaba alguna duda de que se tratara del nombre de una mujer, esta quedó disipada al verlo escrito sobre la foto de unas ruinas griegas, dentro de un corazón dibujado sin demasiada traza y con una frase corta pero contundente: «Te querré siempre».

—Bastos, deberíamos llevarnos estas revistas —dije.

—¿Es absolutamente necesario? —preguntó el jefe de recepción—. ¿Y si el cliente pregunta por ellas?

—Si eso ocurriera, contrate a un buen médium y comuníquenle al señor Solsona que nosotros nos las hemos llevado —le dijo Bastos.

Tras levantar el colchón y asegurarnos de que no hubiera nada debajo de la cama, abandonamos el aparthotel con todos los documentos de Solsona y las revistas de turismo. Les expliqué que había visto el nombre de Cassandra escrito varias veces y una posible intención de viajar a Grecia.

Me dejaron en el hotel, llevándose a comisaría el material requisado en el apartamento de Solsona.

Ya en mi habitación, lo primero que hice fue tomar una larga ducha de agua templada. Estaba muy cansado, pero aún era demasiado temprano para irse a dormir. Me tumbé en pelotas sobre la cama y cogí el mando a distancia. Fui pasando canales hasta llegar a un canal porno. Porno duro a juzgar por lo que estaba viendo: una africana se estaba dejando encular por el dálmata más feliz del mundo. Curioso lo era, pero excitante no. Si quería hacerme una buena paja, que es lo que hacemos la mayoría de hombres a los diez minutos de estar solos en una cama si no tenemos sueño ni ganas de leer, o bien esperaba a que empezara otra película o bien apagaba la tele y escogía a alguna amiga o compañera de trabajo con la que hacer el amor con la imaginación. Por cuestión de proximidad, elegí a Hortensia Alegría y me empecé a masturbar imaginando que se desnudaba muy lentamente delante de mí. Sonó el móvil cuando el tema ya estaba muy avanzado y tuve que frenar en seco. Abrí los ojos y cogí mi Nokia de la mesilla. Era el capitán Varona, que llamaba para preguntarme cómo iban las cosas por Río. Se interesó por la colaboración con los cariocas y por si había contactado conmigo alguien del Consulado para tratar el asunto de la repatriación del cadáver de Solsona. Le conté que había quedado con el tal Cervantes el lunes a las nueve de la mañana en el hotel.

—A la familia de Solsona todavía no le hemos dicho nada —me informó—. Cuando el cadáver llegue a Barcelona tendrán que identificarlo. Hemos estado analizando la relación de españoles que estuvieron en Río la semana que asesinaron a Solsona; no hay nadie con antecedentes, pero hay un caso que nos llama la atención: se trata de un detective privado con despacho en Barcelona que estuvo varias semanas en Río y regresó un día antes de que a Solsona le dieran matarile.

—Curioso —dije.

—Le hemos pedido por fax a la Policía de Río que investiguen dónde estuvo alojado el sabueso, por dónde se movió y cualquier dato que sea útil de cara a establecer una conexión entre el sabueso y el cadáver, si es que la hay. Quería que lo supieras. Si estás en primera línea no puedes saber menos que nadie.

—Se lo agradezco, capitán.

—Este va a ser un caso fácil, Prats, y me encargaré personalmente de que salgas en las fotos. A mi derecha, obviamente. En el centro de las fotos, como siempre, saldré yo.

Tras la conversación con Varona volví a cerrar los ojos. Se me amontonaban los pensamientos. Traté de poner orden, y en eso estaba cuando caí rendido al sueño. Apenas diez minutos después de haber empezado a soñar, la melodía del móvil me despertó. Era un número no identificado.

—Soy Bastos.

—¿Alguna novedad? —pregunté.

—Hemos localizado el coche que conducía Solsona. Charly y yo estamos yendo hacia allí, donde un cerrajero nos lo abrirá. Creo que sería bueno que nos acompañara, Prats.

—Claro. ¿Pueden pasar a buscarme?

—Estamos aparcados frente al hotel.

Estrené una camisa negra que me había comprado horas antes en el centro comercial y que, la verdad sea dicha, no me quedaba nada mal.

De nuevo en el asiento trasero del coche de Cavaleiro, contemplaba las calles de Río a través de la ventanilla. El tráfico era caótico en Río, y los cariocas parecían sentir devoción por el claxon.

—La próxima a la derecha —indicó Bastos a Charly.

La noche empezaba a caer. Mi estómago reclamaba manduca y las muchas horas que llevaba sin dormir empezaban a pasarme factura. La cabezadita echada en el avión me sirvió para que el viaje se hiciera más corto, pero las pilas no se cargan por igual en un asiento reclinable que sobre un buen colchón.

Charly aparcó en doble fila, detrás del coche patrulla de los dos agentes que habían localizado el coche de Solsona, un hombre y una mujer, ambos muy jóvenes. El deportivo amarillo de Álex era uno de los coches que, aparcados en batería, formaban una hilera que iba de esquina a esquina.

—Aquí aparcó la noche que lo asesinaron —dijo Bastos mirando en derredor.

Tuvimos que esperar al cerrajero. A pocos metros de donde había aparcado Solsona había un club de alterne, ubicado entre un supermercado regentado por chinos y un restaurante libanés. Cavaleiro me explicó que estábamos en una zona donde por la noche había bastante ambiente.

—Y bastante alejada de la playa donde le mataron —añadió Bastos—. Es bastante improbable que Solsona decidiera pasear hasta allí. Son muchos kilómetros.

Parecía bastante claro: la noche que lo asesinaron, Solsona aparcó en esa calle y no volvió a utilizar su coche. O bien a la fuerza o bien engañado, Álex Solsona se subió a un coche que iba a conducirle a la muerte.

El cerrajero de la policía llegó en una Vespa de color rojo. Era un mulato bajito y gordo, muy sonriente. Llevaba consigo una caja de herramientas. Departió animadamente con Cavaleiro y Bastos, a quienes ya conocía. Luego se puso manos a la obra, y de qué manera: abrió la puerta del coche en menos de medio minuto, haciendo disparar la alarma. El claxon sonaba de forma intermitente, al compás de los
warning
. El ruido llamó la atención de transeúntes y vecinos; varias cabezas se asomaron a las ventanas más cercanas. El cerrajero se sentó al volante, estudió los mandos del coche y detuvo la alarma. Era un tío competente al que la policía había reclutado del bando enemigo. Los buenos ladrones siempre tienen trabajo en la policía.

No encontramos nada en el maletero ni debajo de los asientos. En la guantera estaba la documentación del vehículo, que iba a nombre del padre de Cristina Vidal. El seguro a todo riesgo, el permiso de circulación en regla… y, entre tanto documento, dos billetes de avión, uno a nombre de Álex Solsona.

—¿Apostáis algo a que el otro billete no va a nombre de Cristina Vidal? —preguntó Charly.

Bastos comprobó el nombre del titular del segundo billete: Sara Mir. Fuera quien fuese esa tal Sara Mir, iba a volar en el mismo avión que Álex Solsona el uno de enero de 2005 en un vuelo de Air France, un vuelo directo de París a Atenas. La información recabada por Solsona sobre las islas griegas parecía haberle convencido.

—Este tipo triunfaba más que tú con las mujeres, Charly —le dijo Bastos a su amigo.

Sara Mir era el tercer nombre de mujer que salía a la luz después de los de Cassandra —tatuado en la espalda de Solsona y escrito en una página de la revista de turismo («Cassandra, te querré siempre»)— y el de Cristina Vidal.

—Este coche no da para más —dijo Cavaleiro, cerrando la puerta del deportivo.

Bastos ordenó a los agentes municipales que se encargaran de que el coche de Solsona llegara a un garaje de la policía para que los de la científica husmearan en él. Se guardó los billetes de avión en el bolsillo interior de su americana. Tras el buen trabajo hecho, el cerrajero se subió a la moto, colocando la caja de herramientas en el reposapiés, y regresó con su familia para seguir disfrutando del fin de semana. Mi sueño y mi hambre iban a más. De haberme dado a elegir en ese momento entre una cama o un filete con patatas, la duda hubiera sido considerable.

—¿Un vodka, señores? —nos preguntó Bastos en un tono que evidenciaba que no era una copa a por lo que quería ir.

Bastos quería respuestas, y pensó que tal vez las encontraría en el puticlub que había a pocos metros del deportivo amarillo. Tal vez solo fuera casualidad que el coche de Solsona estuviera aparcado tan cerca de un puticlub, pero debíamos cubrir la posibilidad de que no lo fuera. Cruzamos la puerta negra del local, adentrándonos en un muy particular microuniverso. Era como si, en lugar de solo una puerta, hubiéramos cruzado una galaxia. Local oscuro. Música electrónica, esa que se compone dándole al
intro
. Una barra circular en el centro, alrededor de la cual había varias mesas y sofás. Debido a la acentuada oscuridad, tenías que acercarte mucho para poder hacer una descripción física de clientes y trabajadoras. Las pocas sombras silueteadas que acerté a distinguir eran de hombres, la mayoría mayores, bebiendo una copa en compañía de chicas ligerísimas de ropa que se mostraban absolutamente receptivas a conversaciones y manoseos.

—Es un local muy concurrido por turistas europeos y norteamericanos —me dijo Cavaleiro—. Vienen a por
garotas
jóvenes, si pueden ser menores, mejor. Es una pequeña aportación de Río al turismo sexual. Todavía no somos Cuba, pero estamos en ello.

No habíamos dado dos pasos cuando nos cruzamos con un par de chicas muy jóvenes con vestuario mínimo, que nos lanzaron estudiadas miradas lascivas, y un viejo barrigudo inglés, visiblemente borracho, ataviado con la camiseta del Manchester United. Nos sentamos en la barra y, al momento, fuimos abordados por chicas jóvenes que salían a manadas de los claroscuros. Nos daban dos besos, nos cogían de las manos y nos invitaban a sentarnos con ellas en los sofás, propuesta que declinamos. Tras la barra nos observaba un negro musculoso que, a juzgar por sus bíceps y pectorales, debía de pasar muchas horas en el gimnasio. Llevaba una camiseta de tirantes, pañuelo en la cabeza y una cadena con dos placas identificativas en el cuello, como las que lucen los soldados de algunos ejércitos.

—En este local no se admiten maricones —nos espetó, esbozando una mueca de asco al comprobar que desestimábamos la compañía de sus chicas.

—No somos maricones —dijo Bastos—. Pero nos gustan más mayores. Como tu madre.

Buenoooo… El negro clavó la mirada en las pupilas de Bastos. Antes de que cometiera una estupidez, Bastos sacó su placa como escudo ante la posible leche que el negro estuviera pensando soltarle. Si en lugar de la placa le hubiera mostrado la pistola, a saber lo que podría haber sacado el chaval. Estando en Río, todo era posible.

—Puedes contestarnos a unas preguntas o podemos encender las luces y llenar esto de pasma —le dijo Bastos.

—Este local es legal.

—Hay menores prostituyéndose —replicó Bastos.

—¿Y eso es ilegal? —preguntó el negro con sorna.

Un tipo solitario se sentó a nuestro lado. Pidió una copa. Una vez servido, se acercaron a él varias chicas que, entre risas y carantoñas, se lo llevaron a un sofá. Actuaban como hienas. En otro rincón del local, dos chicas y un joven turista, cogidos de la mano, subían por unas escaleras que llevaban a las habitaciones. Un negro gordo con el que se cruzaron se hizo a un lado para dejarles pasar.

—¿En qué puedo ayudar a la pasma? —preguntó el camarero, de nuevo con cierto retintín.

Cavaleiro sacó del bolsillo interior de su americana una foto de Álex Solsona. El negro cogió la foto, le echó un vistazo y sonrió. La personalidad de Solsona jugaba a nuestro favor: si había estado en algún lugar, solía recordársele, incluso en sitios como un club de putas, donde la memoria debería estar siempre fuera de servicio.

—Es el filósofo —dijo el negro, devolviéndole la foto a Charly.

—¿El filósofo? —preguntó Bastos, pidiendo una aclaración.

Pocas horas antes de ser asesinado, Solsona celebró la que fue su última cena en el restaurante de un exclusivo club de tenis en compañía de Cristina Vidal y un grupo de amigos de esta, todos ellos hijos de banqueros, jueces o empresarios acaudalados. Ocupaban mesa en una amplia terraza con maravillosas vistas de la bahía de Guanabara. Solsona sabía amoldar su personalidad a cualquier ambiente, y tenía un extraño don para ganarse a cualquiera. Manejaba como nadie los tempos de una velada; sabía cuándo tenía que hablar y cuándo escuchar, cuándo soltar una ocurrencia divertida o cuándo fingir que le habían hecho reír. Siempre en su sitio. Solsona sabía que seducir a los amigos de Cristina era en realidad seducirla a ella un poco más, y el ego de Cristina amenazaba con explotar cuando, en el lavabo, mientras se retocaba el maquillaje, sus amigas le hacían saber lo simpático, guapo y encantador que les resultaba Álex. «Es mío —pensaba Cristina Vidal—, es mío porque lo estoy pagando yo».

En el coche, de camino a la mansión de los Vidal, Cristina sacó de su bolso un sobre marrón repleto de billetes grandes para seguir pagando cual alquiler el falso amor que le profesaba su adquirido galán español.

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