Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (11 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Comprendía que no pudieran casarse de inmediato, pues aunque Willoughby era independiente, nada indicaba que fuera rico. Sir John calculaba que su patrimonio rondaba las seiscientas o setecientas libras anuales, pero el joven llevaba un ritmo de vida difícil de sostener con esos ingresos, entre la manutención de una pequeña manada de perros adiestrados para buscar tesoros y el cuidado y la alimentación de sus exóticos animales acuáticos. Willoughby vivía con la constante esperanza y expectativa de que un día hallaría un tesoro enterrado que le haría económicamente independiente, pero entretanto se lamentaba a menudo de su pobreza. Pero Elinor no comprendía el motivo del extraño silencio relativo al compromiso entre él y Marianne, que de hecho no ocultaba nada; y desmentía de forma tan flagrante la opinión de todos, que a veces dudaba de que estuvieran prometidos.

Nada expresaba de forma más elocuente la relación entre ambos, a los ojos de los demás, que el comportamiento de Willoughby. Con respecto a Marianne, mostraba la singular ternura que es capaz de ofrecer el corazón de un enamorado, y con respecto al resto de la familia, las afectuosas atenciones de un hijo y un hermano. Daba la impresión de que Willoughby amaba la destartalada casita construida en el promontorio, sobre la ensenada, como si fuera su hogar. Pasaba más horas allí que en la mansión de su tía en la isla Allenham, y cuando no tenían que acudir a algún evento en la isla Viento Contrario, la caza del tesoro que Willoughby emprendía cada mañana concluía casi siempre allí. El resto del día lo pasaba junto a Marianne, con Monsieur Fierre colgado de la cintura de la joven.

Aunque Willoughby dedicaba prácticamente toda su atención a Marianne, trataba con gran cordialidad a la señora Dashwood y a Elinor, e incluso tomaba el pelo afectuosamente a la joven Margaret, burlándose de que andará siempre enredando, se paseara por la casa murmurando con aire sombrío sobre «ellos» y «la cosa», y pasara horas sentada ante la ventana que daba al sur, con los ojos fijos en la inhóspita cima del Monte Margaret.

Un día esa fascinación provocó una situación arriesgada, y Willoughby tuvo la segunda oportunidad de salvar a una Dashwood de un peligro inminente. La familia estaba reunida en el cuarto de estar del segundo piso, escuchando a Marianne tocar el pianoforte, cuando oyeron a Margaret gritar desde la planta baja.

—K'yaloh D'argesh F'ah! —gritaba la niña—. K'yaloh D'argesh F'ah!

—¿Qué significan esas palabras? —preguntó Elinor.

—¿Y a quién está gritando? —añadió la señora Dashwood—. En esta isla no hay un alma, excepto nosotras.

De pronto oyeron cerrarse la puerta principal de un portazo. Cuando se apresuraron hacia la entrada, Elinor, Willoughby y la señora Dashwood vieron a Margaret bajar corriendo frenéticamente por la escalera de madera, que estaba resbaladiza debido a la lluvia, que unía el acantilado con la playa.

—¡Ten cuidado, Margaret! —gritó la señora Dashwood.

—¡Tengo que encontrarlos! ¡Tengo que encontrarlos! —A continuación la joven se puso a gritar de forma delirante a través de las colinas, entre las cuales reverberaba el eco de su voz—: K'yaloh D'argesh F'ah!

Marianne oyó ese tumulto desde el interior de la casa, pero no se movió de donde estaba, pues al levantarse de la banqueta del pianoforte, había dirigido la vista por azar hacia la ventana que daba al sur y la había visto: una columna de vapor que surgía con fuerza de la colina situada en el centro de la isla.

—Elinor... —murmuró con voz trémula—. ¿Elinor?

Pero su hermana no la oyó, pues en esos momentos se hallaba en lo alto de la escalera, observando horrorizada mientras Margaret, en su delirio, resbalaba y caía de cabeza a la bahía. Sin pérdida de tiempo, Willoughby salió disparado de la casa y se zambulló en las turbias aguas. Fue providencial, pues un banco de anjovas rodeó de inmediato a la histérica Margaret, como pichones abalanzándose sobre un pedazo de pan, hundiendo sus afilados dientes en el torso y las piernas de la niña, removiendo el agua con sus colas ahorquilladas en su entusiasmo ante el inesperado festín de carne humana.

—Procura estarte quieta —advirtió Willoughby a Margaret, tras lo cual sacó un alfanje de seis pulgadas de largo de un bolsillo de su escafandra, respiró hondo y desapareció bajo el agua. Mientras las demás mujeres observaban atónitas y en silencio, empezaron a aparecer en la superficie, uno tras otro, los cadáveres de las anjovas, formando un macabro círculo alrededor de la cabeza de Margaret, mostrando todos una herida de cuchillo. Willoughby estaba llevando a cabo su sangrienta tarea debajo del agua. Al cabo de unos instantes, el joven reapareció sosteniendo un pescado ensartado y coleando en la punta de su cuchillo como un prisionero de guerra. Mientras las hermanas mayores Dashwood aplaudían, Willoughby arrancó la cabeza del pescado de un mordisco, se echó a Margaret al hombro y se dirigió nadando airosamente hacia la orilla.

Elinor y la señora Dashwood le contemplaron admiradas; Marianne aún más, dada su habitual fascinación por los monstruos que había engendrado la Alteración, unida a la emoción de ver a Willoughby correr de nuevo en auxilio de una de ellas. Esa noche, el corazón del joven parecía más receptivo que de costumbre a un sentimiento de afecto por los objetos que le rodeaban. Cuando la señora Dashwood comentó que en primavera se proponía mejorar las medidas para proteger la casita de posibles ataques de los monstruos, él se opuso con energía a cualquier reforma de un lugar que, debido al cariño que le inspiraba, se le antojaba perfecto.

—¡Cómo! —exclamó, abriendo los ojos desmesuradamente debajo de su elegante sombrero de nutria—. ¡Mejorar esta maravillosa casita! No. Jamás lo consentiré. Si no quiere herir mis sentimientos, no debe añadir otra tabla de refuerzo a sus muros, otro cañón del nueve al pintoresco baluarte, otra capa de revestimiento de plomo al embalse.

—No se alarme —respondió Elinor—, no haremos nada de eso. Mi madre nunca tendrá el dinero suficiente para acometer esas reformas.

—En mi opinión, este lugar es perfecto —prosiguió Willoughby—. Lo considero el único edificio en el cual es posible alcanzar la dicha, y si yo fuera lo bastante rico, derribaría de inmediato mi casa solariega de Combe Magna, en Somersetshire, para reconstruirla según el plano exacto de esta deliciosa casita.

—Supongo que con una escalera estrecha y oscura y una cocina que echa humo —comentó Elinor.

—Sí —respondió Willoughby con ardor—. Con todos los detalles que contiene. Entonces, y sólo entonces, me sentiría tan feliz en mi casa de Combe como lo he sido yo en Barton Cottage. Siempre sentiré por este lugar un afecto que no puedo sentir por otro.

La señora Dashwood miró complacida a Marianne, cuyos hermosos ojos, fijos en Willoughby, mostraban una expresión que denotaba lo bien que le conocía. Monsieur Fierre observó satisfecho a la feliz pareja, y Elinor tuvo la impresión de que el simio le guiñaba el ojo.

—¿Le veremos mañana a la hora de comer? —inquirió la señora Dashwood cuando Willoughby se despidió de ellas—. Serviremos camarones en unas barquitas con salsa de mantequilla.

El joven les prometió llegar a las cuatro, y llevar su propio babero para no mancharse. Margaret no oyó esa conversación, pues se hallaba sentada de nuevo ante la ventana, envuelta en unas mantas, con sus heridas vendadas, mirando a lo lejos con gesto sombrío la espesa niebla que se aproximaba.

15

A la mañana siguiente la señora Dashwood fue transportada en una canoa a la isla Viento Contrario para visitar a lady Middleton, acompañada por dos de sus hijas; Margaret, que seguía recuperándose de sus recientes traumas, apenas despegó los labios durante la breve travesía; Marianne se disculpó de ir pretextando que tenía cosas que hacer. Su madre dedujo que la noche anterior Willoughby le había prometido ir a visitarla mientras su madre y sus hermanas estuvieran ausentes.

De regreso vieron la balandra del joven, con su singular uve doble formada por cuatro palas en el casco, amarrada en el desembarcadero, y la señora Dashwood se convenció de que su deducción había sido acertada. Pero al entrar en la casa presenció un espectáculo que jamás había imaginado. No bien pusieron el pie en el pasillo que Marianne salió apresuradamente del salón muy agitada, enjugándose los ojos con un pañuelo, y sin reparar en la presencia de su madre y sus hermanas, corrió escaleras arriba. Sorprendidas y alarmadas, las damas entraron rápidamente en la habitación que Marianne acababa de abandonar, donde hallaron a Willoughby solo, vestido con su escafandra y su casco, apoyado en la repisa de la chimenea, de espaldas a ellas. Al oírlas se volvió, y cuando abrió la mirilla de su casco, observaron en su semblante la misma agitación que embargaba a Marianne.

—¿Ha ocurrido algo? —inquirió la señora Dashwood al entrar en el salón—. ¿Se trata del pulpo?

—¡Yo me encargo del atizador! —exclamó Elinor.

—Espero que no —respondió el joven tratando de asumir una expresión jovial. Elinor dejó el atizador, un tanto decepcionada.

Esbozando una sonrisa forzada, Willoughby les explicó—: Soy yo quien me siento mal, pues he sufrido una grave contrariedad. —¿Una contrariedad?

—Sí, porque no puedo quedarme a comer con ustedes. La señora Smith ha ejercido esta mañana el privilegio de su riqueza sobre su primo pobre y dependiente, enviándome a resolver unos asuntos a la Estación Submarina. Acabo de recibir mi despacho, me he despedido de Allenham y ahora he venido a despedirme de ustedes.

—¡A la Estación Submarina! ¿Y debe partir esta mañana?

—Ahora mismo. No tengo previsto regresar a la costa de De-vonshire de inmediato. Mis visitas a la señora Smith nunca se repiten dos veces en un año.

—¿Acaso la señora Smith es su única amiga? ¿Y Allenham la única isla del archipiélago en la que es bienvenido? ¡Debería avergonzarse, Willoughby! ¿No esperaba recibir una invitación aquí?

El joven se sonrojó; turbado, cerró la mirilla de su casco, fijó la vista en el suelo y contestó:

—Es usted demasiado amable.

La señora Dashwood miró a Elinor sorprendida. Ésta estaba también estupefacta. Durante unos momentos todos guardaron silencio. Luego la señora Dashwood dijo:

—Sólo me cabe añadir, estimado Willoughby, que siempre será bien recibido en Barton Cottage, en la isla Pestilente.

—Los asuntos que debo resolver ahora —respondió el joven con voz metálica y sofocada debido al casco— son de una naturaleza... que... no me atrevo a pensar...

El joven se detuvo. La señora Dashwood estaba demasiado atónita para articular palabra, por lo que se produjo otro silencio, que Willoughby, finalmente, rompió.

—Es absurdo que me entretenga. No seguiré atormentándome permaneciendo un minuto más con unas amigas de cuya compañía no puedo gozar en estos momentos.

Tras despedirse de ellas, Willoughby salió apresuradamente de la habitación, haciendo flapflap flap con las aletas que calzaba. Le vieron subir a bordo de su balandra. Cuando el capitán ajustó la botavara y comenzaron a avanzar lentamente, un caimán sacó su alargado hocico del agua y trató de hincar los colmillos en el casco. El capitán golpeó al animal con un bichero, una y dos veces; por fin, tras golpearlo por tercera vez, el caimán soltó a regañadientes su presa y se hundió bajo las aguas.

Willoughby agitó la mano con tristeza desde la cubierta de proa y desapareció.

La intensa emoción que sentía la señora Dashwood le impedía hablar, y abandonó de inmediato el salón para entregarse, a solas, a su inquietud y desazón.

La preocupación de Elinor no era menor que la de su madre. Se dirigió a la cocina, donde se afanó en arrancarles los ojos a los camarones, un acto ritual que la calmaba y le permitía poner en orden sus ideas. La turbación de Willoughby y sus esfuerzos por mostrarse animado al despedirse de ellas, así como su negativa a aceptar la invitación de su madre —una reacción muy chocante en un enamorado— la inquietaban profundamente. Tan pronto temía que las intenciones del joven con respecto a Marianne nunca hubieran sido serias, como pensaba que se había producido una desafortunada discusión entre ellos. Pero fueran cuales fueran los detalles de la separación de ambos jóvenes, la consternación de su hermana era palpable. Elinor pensó con tierna compasión en el profundo pesar al que sin duda Marianne no se había abandonado como un mero desahogo, sino que alimentaba y fomentaba como un deber. Al comprobar que tenía las manos pegajosas debido al jugo de los camarones, se las lavó repetidas veces hasta que sólo quedaron unos ínfimos y obstinados vestigios debajo de sus uñas.

Al cabo de media hora regresó su madre, y aunque tenía los ojos enrojecidos, su rostro no reflejaba tristeza.

—Nuestro querido Willoughby se halla ahora a muchas millas náuticas de la isla Pestilente, Elinor —dijo mientras se sentaba y se ponía a trabajar—. ¡Ha partido muy disgustado!

—Todo es muy extraño. ¡Se ha ido tan precipitadamente! En cuestión de unos momentos. Anoche se mostraba tan contento y alegre, tan afectuoso... ¡Y ahora, en menos de diez minutos, se ha ido sin intención de regresar! Debe de haber ocurrido algo. ¿Qué puede ser? ¿Crees que Marianne y él se han peleado? ¿Qué otro motivo tendría Willoughby para negarse a aceptar tu invitación a quedarse aquí?

—No ha sido por falta de ganas, Elinor; lo vi claramente en su rostro. No podía aceptar. Le he dado muchas vueltas, y creo haber descubierto la posible explicación de todo cuanto en un principio me pareció tan chocante a mí como a ti.

—¿De veras?

—Sí. Me lo he explicado de una forma plenamente satisfactoria, aunque sé que a ti, Elinor, que te encanta dudar de todo, no te satisfará. No obstante, no dejaré que me convenzas de que estoy equivocada. Estoy segura de que la señora Smith sospecha de los sentimientos de Willoughby hacia Marianne y, como no los aprueba, ha decidido separarlo de ella. O bien, Willoughby, en su búsqueda de un tesoro, ha descubierto el lugar donde descansan los restos de un capitán pirata y ha despertado las iras del fantasma del capitán, que le ha condenado a surcar durante el resto de su vida los siete mares, hasta que el destino lo reclame. Tiene que ser una de esas dos explicaciones.

—Pero, mamá...

—Sé que dirás que puede que eso sea cierto y puede que no; pero no haré caso de tus argumentos, a menos que puedas ofrecerme otra razón para descifrar el enigma tan satisfactoria como las dos opciones que te he explicado. Y bien, ¿qué tienes que decir, Elinor?

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