Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
Sacando fuerzas de flaqueza, agitó los pies y ascendió rápidamente hacia el atún. Sabía, por sus conversaciones con la inteligente Elinor, que había un lugar idóneo donde atacar a una bestia marina: las agallas. Sujetando al sorprendido pez por ambos lados de su ancha cara, Edward le clavó los dedos en sus carnosas aberturas, hundiéndolos y arrancando implacablemente grandes trozos de carne de pez. Cara a cara con la bestia, con los ojos desorbitados debido a la falta de oxígeno, fijando la vista en los fríos ojos del animal, que estaban también desorbitados debido a la sorpresa y el dolor causado por el ataque de Edward, éste le clavó los dedos más profundamente, hurgando con sus uñas en la parte interior de la cara del atún, hasta que el animal cesó de revolverse y la mirada fría y cruel de sus ojos dio paso a una expresión vidriosa y moribunda.
Al cabo de unos momentos Edward subió a la superficie, boqueando, y comenzó a nadar lentamente hacia la orilla.
Edward comenzó a forcejear con la cola del gigantesco pez, pero ésta se deslizó entre sus dedos al tiempo que el monstruo abría sus inmensas y chorreantes fauces sobre la cabeza de la señora Dashwood.
A todo esto, Elinor se hallaba en su habitación en el segundo piso de Barton Cottage, a medio vestir, doblada hacia delante y sujetándose las sienes debido al dolor provocado por la estrella de cinco puntas. Lo que no sabía —¿cómo iba a saberlo?— era que el momento en que había aparecido de nuevo esa figura en su mente, eliminando todo pensamiento e invadiendo su cuerpo con un exquisito y lacerante dolor, había sido precisamente el instante en que Edward había corrido más peligro.
Poco después de acompañar a casa a la señora Dashwood, calada hasta los huesos y aturdida, Edward partió, en un estado de ánimo tan abatido como antes. Ese abatimiento les causó a todas una mayor congoja a la hora de la despedida, y dejó una incómoda impresión en el ánimo de Elinor, que le requirió cierto esfuerzo y tiempo para superarlo. Pero comoquiera que estaba decidida a no dar la sensación de que sufría más que el resto de su familia, se abstuvo de adoptar el método de entregarse a la soledad, empleado tan juiciosamente por Marianne en una ocasión análoga. No se encerró en su habitación con relatos de marinos enloquecidos por el hambre, ni recitó con voz trémula estrofas de antiguas canciones marineras mientras se estremecía y suspiraba. La manera de ambas hermanas de expresar su abatimiento era tan distinta como las causas que lo producían.
Tan pronto como Edward abandonó la casa, Elinor se sentó a su mesa para tallar madera de deriva, y permaneció todo el día afanándose en transformar la madera que contenía un cubo que acababa de recibir en un desfile de querubines alados. No buscó ni evitó mencionar el nombre de Edward, y se mostró tan interesada como siempre en los asuntos que afectaban a la familia. En su mente bullían mil interrogantes sobre la conducta de Edward, sobre sus propios sentimientos y sobre la curiosa e incómoda alucinación —suponiendo que lo fuera— que seguía atormentándola. Pero esas consideraciones estaban presentes sólo en su mente, nunca en la conversación; si con esa conducta Elinor no lograba atenuar su tristeza, al menos impedía que ésta se intensificara innecesariamente, y evitaba que su madre y sus hermanas se preocuparan por ella.
Sin aislarse, ni abandonar la casa en busca de soledad para rehuir a su familia, o permanecer en vela toda la noche para entregarse a sus meditaciones, Elinor comprobó que cada día le ofrecía el tiempo necesario para pensar en Edward y en su conducta, a través de distintos prismas: con ternura, lástima, aprobación, reproche y duda.
Una mañana, se despertó al oír unos pasos fuera. Estaba sola. El crujir de la desvencijada escalera de madera hizo que dirigiera los ojos hacia la ventana, y vio a un nutrido grupo de personas que se encaminaba hacia la casa. Entre ellas, estaban sir John, lady Middleton y la señora Jennings, pero había otras dos, un caballero y una dama a los que no conocía. Elinor se encontraba sentada junto a la ventana, y cuando sir John la vio, dejó al resto del grupo la ceremonia de llamar a la puerta y, apoyándose en su bastón, se situó junto a ella de un salto y la obligó a hablar con él.
—Hemos traído a unos forasteros —dijo el anciano—. ¿Qué les parecen?
—¡Chitón, que pueden oírle!
—No me importa. Sólo son los Palmer. Charlotte es muy bonita, se lo aseguro. Si mira hacia allí, usted misma lo comprobará.
Puesto que Elinor sabía que la vería dentro de un par de minutos, sin tomarse esa libertad, rechazó la sugerencia.
—¿Dónde está Marianne? ¿Ha huido al vernos llegar?
—Creo que ha ido a dar un paseo por la playa.
—Espero que tenga cuidado. Mientras nos acercábamos en la canoa, observé un rastro de lodo en la ensenada; probablemente confirma la presencia de la Bestia Colmilluda.
—¿Cómo dice?
Pero en ese momento se acercó la señora Jennings, que estaba impaciente por relatar su historia y no aguardó a que abrieran la puerta. Se plantó de un salto junto a la ventana y preguntó:
—¿Cómo está, querida? ¿Cómo está la señora Dashwood? ¿Dónde están sus hermanas? ¡Cómo! ¿Está sola? En tal caso, se alegrará de que hayamos venido a hacerle compañía. He traído a mi hija y a su marido a visitarlas. ¡Se han presentado de improviso! Anoche me pareció oír una canoa o un clíper mientras tomábamos el té, pero no se me ocurrió que fueran ellos. Pensé que podía ser el coronel Brandon, que había regresado, de modo que le dije a sir John: «Creo haber oído que amarraban una canoa en el desembarcadero. Quizá sea el coronel Brandon que ha vuelto...»
Elinor tuvo que darle la espalda, mientras la señora Jennings seguía parloteando, para recibir al resto del grupo; lady Middleton le presentó a los dos forasteros. La señora Dashwood y Margaret bajaron la escalera al mismo tiempo, y todos se sentaron para mirarse entre sí.
La señora Palmer era la hermana menor de lady Middleton, que también había sido raptada a punta de machete por sir John y sus compañeros cazadores. Baja y rolliza, había sido adjudicada como trofeo al señor Palmer, el brazo derecho de sir John en esa expedición. La señora Palmer, varios años más joven que lady Middleton, era totalmente distinta a ella en todos los aspectos. Tenía un rostro bonito, y una expresión afable y risueña. Su talante no denotaba el resentimiento que alimentaba su hermana, y no daba la impresión, como hacía en ocasiones lady Middleton, de que si se le presentara la oportunidad no dudaría en rebanarles el cuello a todos los presentes y regresar a su país nativo. Llegó sonriendo, y no dejó de sonreír durante toda la visita, excepto cuando se reía a carcajadas. Su marido era un hombre de aspecto grave, con un aire más elegante y sensato que su esposa, pero menos dispuesto a complacer o mostrarse complacido. Luciendo las botas y el viejo gorro de caza de un ex aventurero, entró en la habitación dándose aires de importancia, saludó a las damas con una leve inclinación de cabeza, sin decir palabra, y después de observarlas a ellas y su entorno, cogió un periódico de la mesa y siguió leyéndolo durante todo el rato que permaneció allí.
—El señor Palmer —dijo sir John en voz baja a Elinor, a modo de explicación— tiene un carácter adusto. Algunos hombres, como yo, viajamos por el mundo y regresamos de excelente humor, complacidos con las cosas que hemos conocido y visto. Otros, en cambio, regresan con un espíritu sombrío.
La señora Palmer, por el contrario, estaba dotada por la naturaleza de un carácter invariablemente cortés y alegre.
—¡Qué habitación tan deliciosa! ¡Jamás he visto nada tan encantador! ¡Me entusiasmaría vivir en una casa como ésta! ¿No estás de acuerdo, señor Palmer?
Éste no respondió, ni siquiera levantó la vista del periódico.
—El señor Palmer no me ha oído —dijo su esposa riendo—. Nunca me hace caso. ¡Es ridículo!
Esa idea representaba una novedad para la señora Dashwood, a quien la grosería de alguien nunca le había parecido cómica, y no pudo por menos de mirarlos a ambos sorprendida.
Entretanto, la señora Jennings no dejaba de hablar a voz en cuello, prosiguiendo con la historia de la sorpresa que se había llevado la víspera al ver aparecer a su familia, y no calló hasta habérsela contado a todos los presentes. La señora Palmer rió de buena gana al recordar el asombro de su madre, de sir John y de lady Middleton, y todos convinieron, reiteradamente, en que había sido una sorpresa muy grata.
—Imagínese la alegría que nos llevamos al verlos —añadió la señora Jennings, inclinándose hacia Elinor y bajando la voz como si no quisiera que la oyeran los otros, aunque estaban esparcidos por toda la habitación—, pero no puedo por menos de lamentar que hayan hecho un viaje tan rápido y tan largo, pues han venido desde la Estación Submarina Beta para hacer unas gestiones, y como puede suponer —dijo moviendo la cabeza con un gesto cargado de significado y señalando a su hija—, ha sido una imprudencia en su estado. Yo quería que esta mañana se quedara en casa descansando, pero insistió en acompañarnos, pues tenía muchas ganas de conocerlas.
La señora Palmer se rió y dijo que eso no la perjudicaría.
—Mi hija calcula que el parto será en febrero —continuó la señora Jennings.
Lady Middleton, haciendo un esfuerzo, pues no podía seguir soportando esa conversación, preguntó al señor Palmer si el periódico contenía alguna noticia interesante.
—Un ballenero ha sido devorado por una ballena. Toda la tripulación ha muerto —respondió secamente su cuñado, y siguió leyendo.
—¡Ah, ahí viene Marianne! —exclamó sir John—. Ahora, Palmer, verás a una joven monstruosamente bella.
El señor Palmer no levantó la vista, sino que pasó despacio la hoja del periódico, indicando con ello que la belleza en una joven le parecía algo de lo más trivial, comparado con el cúmulo de fealdad que abundaba en el mundo.
Sir John tomó su bastón y salió al vestíbulo, abrió la puerta de entrada y recibió él mismo a Marianne. En cuanto ésta apareció, la señora Jennings le preguntó si había ido a la isla Allenham, y al oír esa pregunta la señora Palmer se rió a carcajadas, como insinuando que había captado el significado. Al fijarse de pronto en la escultura del Palacio de Buckingham tallada en madera que decoraba el aparador, la señora Palmer se levantó para examinarla.
—¡Qué bonita escultura, qué bien tallada! ¡Mira, mamá, qué delicia! ¡Es exquisita! Podría admirarla eternamente. —Acto seguido, sentándose de nuevo, se olvidó enseguida de la escultura, aunque el palacio tallado en madera de deriva olía desagradablemente debido a las algas que tenía aún adheridas.
Cuando lady Middleton se levantó para marcharse, el señor Palmer hizo lo propio, dejó el periódico, se desperezó y miró al resto de los presentes.
—¿Has descabezado un sueñecito, amor mío? —preguntó su esposa riendo.
El señor Palmer no respondió, y tras limitarse a observar, después de echar otro vistazo a la habitación, que tenía el techo muy bajo y torcido, se despidió con una reverencia, emitió un largo suspiro y se marchó con los demás.
Sir John había insistido a las Dashwood con tono perentorio que fueran a pasar el día siguiente con ellos en la isla Viento Contrario. La señora Dashwood, que no quería ir a comer allí con más frecuencia de la que ellos venían a comer a la casita, se negó; sus hijas podían hacer lo que quisieran. Pero las jóvenes no sentían la menor curiosidad por observar cómo comían el señor y la señora Palmer, ni suponían que se divertirían con ellos. De modo que trataron de excusarse también: el tiempo era imprevisible, la niebla tan espesa que era prácticamente imposible ir en canoa... Pero sir John no aceptó sus excusas. Dijo que les enviaría su balandra, equipada con faros antiniebla, insistiendo en que debían ir. La señora Jennings y la señora Palmer les rogaron también que fueran, y las jóvenes no tuvieron más remedio que capitular.
—¿Por qué nos han invitado? —preguntó Marianne cuando los visitantes se fueron—. La renta de esta casucha es baja; pero los términos del contrato son muy duros si incluyen tener que ir a comer a la isla Viento Contrario cada vez que reciban a un huésped en su casa, o nosotras en la nuestra.
—Sólo pretenden mostrarse educados y amables con nosotras —respondió Elinor, afanándose en tallar un nuevo pedazo de madera de deriva, al que quería dar la forma de Enrique VIII—. Si sus huéspedes nos parecen tediosos y aburridos, la diferencia no reside en ellos. El cambio debemos buscarlo en otra parte.
Mientras entraban en el salón de lady Middleton por una puerta, la señora Palmer lo hizo apresuradamente por la otra, mostrando un aspecto tan afable y jovial como de costumbre. Les estrechó la mano de forma efusiva y expresó su gozo de volver a verlas.
—¡Me alegro mucho de verlas! —dijo sentándose entre Elinor y Marianne—, porque la niebla hoy es tan espesa, y presenta un aspecto tan inquietante, que temí que se perdieran en el mar, que chocaran contra las rocas o murieran ahogadas, lo cual habría sido una lástima, dado que mañana partimos. Debemos irnos, porque la semana que viene recibimos la visita de los Weston. Nuestro viaje aquí fue improvisado, yo no sabía nada al respecto hasta que amarraron el clíper en el desembarcadero y el señor Palmer me preguntó si deseaba acompañarlo. Es un hombre muy divertido. ¡Nunca me informa de nada! Lamento mucho que no podamos quedarnos más tiempo, pero espero verlas muy pronto en la Estación Submarina.