Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
—¡Dios mío! —exclamó Elinor.
—Por si fuera poco, comprobé que cuanto más me esforzaba en liberarme de esa trampa mortal, más me hundía en la tierra. No fue hasta que la arena me alcanzó el cuello, amenazando con cubrirme la boca y la nariz, arrebatándome la vida, que me fijé en una parra que colgaba sobre mí; al margen de lo valiosa que pueda ser mi vida, fue una suerte que se me ocurriera alzar las manos sobre la cabeza antes de que la arena me cubriera del todo, y consiguiera sujetarme a la parra y salvarme de una muerte segura.
—En efecto, fue una suerte —dijo Elinor—. Nos alegramos mucho de que lograra salvarse.
—Aunque le agradezco el comentario, no he mencionado este episodio para hacerme merecedor de sus felicitaciones, sino para explicar por qué llevo esta desgarrada vela en lugar de un pantalón. Tenía el pantalón tan manchado de barro por haberme caído en las arenas movedizas que preferí quitármelo para no ensuciarles el salón.
El tema atrajo la atención de Marianne, aunque fue el comentario que hizo Edward de pasada sobre el admirable paisaje, más que la peligrosa ciénaga que había estado a punto de engullirlo, lo que suscitó su interés, y le rogó que les diera más detalles.
—No me haga muchas preguntas, Marianne. Recuerde que no soy un experto en lugares pintorescos, y temo ofenderla con mi ignorancia y falta de gusto si entramos en detalles. Por lo demás, me fue imposible prestar la debida atención a la singular belleza del paraje, dado lo ocupado que estaba tratando de mantener la boca sobre la superficie para seguir respirando oxígeno. Conténtese con las frases de admiración que puedo ofrecerle. Me parece una isla magnífica, llena de abruptas colinas, imponentes árboles en los que anidan aves que no cesan de chillar y que no había visto nunca, y pequeñas cuevas atestadas de espectaculares murciélagos que cuelgan cual numerosas estalactitas negras de ojos rojos. Además, ninguna de las ranas con las que me topé tenían garras ni intentaron abalanzarse sobre mi cuello. Bueno, de hecho, una sí lo intentó. Pero sólo una. La isla responde a mi idea de un lugar espléndido, porque auna una belleza extraña con elementos prácticos. Imagino que está llena de rocas y promontorios, de musgo y leña menuda, aunque no sabría darle más pormenores. No sé nada sobre lugares pintorescos.
—Creo que tiene razón —dijo Marianne—. Pero ¿por qué se jacta de ello?
—Sospecho —terció Elinor— que, para evitar cierta afectación, Edward ha caído en otra. Puesto que cree que las personas fingen sentir más admiración por las bellezas de la naturaleza de la que sienten realmente, él simula una mayor indiferencia al juzgarse a sí mismo de la que realmente posee. Es demasiado escrupuloso, lo que le hace incurrir en cierta afectación.
—Es muy cierto —respondió Marianne— que la admiración del paisaje se ha convertido en mera jerga. Detesto todo tipo de jerga, salvo el argot de los marineros y piratas. Cuando no se me ocurren frases interesantes con las que describir un paisaje, prefiero guardarme mi opinión.
Al cabo de unos momentos abandonaron el tema, y Marianne permaneció en silencio, pensativa, hasta que otro tema suscitó su interés. Estaba sentada junto a Edward, y éste, al tomar una taza de té de manos de la señora Dashwood, mostró sin darse cuenta una decorativa brújula, con un mechón de pelo en el centro, que colgaba de una cadena de reloj en el interior de su levita.
—No le había visto nunca lucir una brújula, Edward —comentó Marianne—. ¿Ese mechón pertenece a Fanny?
Al observar la turbación de Edward, Marianne se reprochó su desconsideración. El se sonrojó y, tras dirigir una breve mirada a Elinor, respondió:
—Sí, es un mechón de pelo de mi hermana. Como saben, el cristal del estuche de la brújula arroja siempre una tonalidad distinta sobre él.
Elinor cruzó una mirada con Edward, sintiéndose tan contrariada como él. De inmediato comprendió, al igual que Marianne, que el mechón era de Fanny; pero mientras que su hermana creía que se trataba de un regalo, Elinor dedujo que el joven Ferrars lo había conseguido mediante algún ardid que ella desconocía.
La turbación de Edward duró un buen rato, y terminó en una incapacidad para prestar atención aún más acentuada. El joven se mostró extremadamente grave durante toda la mañana; sólo probó un bocado del estofado de cartílago de tiburón. No obstante, antes del mediodía recibieron la visita de sir John y la señora Jennings, quienes, al enterarse de la llegada de un caballero a la casita, decidieron ir a echar un vistazo al visitante. Con ayuda de su suegra, sir John no tardó en averiguar que el apellido de Edward, Ferrars, empezaba por efe, lo cual propició un torrente de chanzas contra la estimada Elinor. Pero las bromas cesaron rápidamente cuando sir John recordó a una vieja y arrugada adivina que tiempo atrás le había prevenido sobre un intruso que ostentaba esa inicial, quien al principio se mostraría como un amigo y más tarde le asesinaría mientras dormía. El anciano, con una celeridad que desmentía su avanzada edad, se abalanzó sobre Edward, le agarró por la pechera de la camisa y sacó su cuchillo de escamar para desmembrar a su adversario. Por fortuna, la señora Jennings recordó que lo que empezaba por una efe era el nombre de pila del desconocido asesino, no su apellido, por lo que el incidente concluyó sin mayores problemas. Despues de las disculpas y risas de rigor, la señora Dashwood sirvió más ponche a todos.
Sir John nunca visitaba a las Dashwood sin dejar de invitarlas a cenar al día siguiente en la isla Viento Contrario o a asistir a una ceremonia nocturna consistente en el sacrificio de una salamandra para beber su sangre, considerada un talismán. En esta ocasión, a fin de agasajar al visitante, los invitó a ambos eventos.
—¡Tienen que beber sangre de salamandra con nosotros esta noche! —insistió sir John—, pues estaremos solos, y mañana almorzarán con nosotros, pues hemos invitado a un numeroso grupo de personas.
La señora Jennings insistió en que era preciso que fueran.
—Y quién sabe, quizá haya baile —dijo—. Lo cual sin duda la tentará, señorita Marianne.
—¡Un baile! —exclamó la joven—. ¡Imposible! ¿Quiénes participarán en el baile?
—¿Quiénes? Pues ustedes, y los Carey, y los Whitaker. ¡Cómo! ¿Acaso pensó que no bailaría nadie porque cierta persona que no mencionaré se ha ido?
—Deseo de todo corazón que Willoughby regrese pronto junto a nosotros —dijo sir John.
Esto, y el rubor de Marianne, suscitaron ciertas sospechas en Edward.
—¿Quién es Willoughby? —preguntó en voz baja a Elinor, junto a la cual estaba sentado.
Ella le dio una breve respuesta. El semblante de Marianne era más comunicativo. Edward observó en él lo suficiente para comprender no sólo a qué se referían los otros, sino el significado de la expresión de la joven que antes le había desconcertado, y cuando los visitantes se fueron, se acercó de inmediato a ella y murmuró:
—He hecho algunas conjeturas. ¿Quiere saber lo que creo?
—¿A qué se refiere?
—¿Quiere que se lo diga?
—Desde luego.
—Pues bien, creo que el señor Willoughby es un cazador de tesoros.
Marianne se sintió a un tiempo sorprendida y confundida, pero no pudo por menos de sonreír ante el grave talante del joven Ferrars. Tras unos momentos de silencio, dijo:
—¡Oh, Edward! Estoy segura de que le caerá bien.
—No lo dudo —respondió él.
Edward permaneció sólo una semana en la destartalada casita construida sobre Barton Cove. Como si estuviera empeñado en mortificarse, parecía decidido a partir precisamente cuando más disfrutaba de la compañía de sus amigas. Su estado de ánimo, durante los dos o tres últimos días, mejoró sensiblemente. Se sentía cada vez más a gusto en la casita y sus inmediaciones, no hablaba nunca de partir sin un suspiro, dijo no tener compromiso alguno que le obligara a marcharse, mencionó su temor de volver a subir a bordo de un velero y confiar su suerte a las mareas, pero insistió en que debía irse. Nunca había pasado una semana tan rápidamente, apenas daba crédito a que hubiera transcurrido. Lo dijo repetidamente, al igual que otras cosas, que indicaban la orientación de sus sentimientos y desmentían sus actos. En Norland no se sentía a gusto, detestaba ir a la Estación Submarina; pero tenía que ir a Norland o a la Estación Submarina Beta. Apreciaba la amabilidad de las Dashwood por encima de todo, y su mayor gozo consistía en estar con ellas. Pero tenía que abandonarlas dentro de una semana, pese a los deseos expresados por sus amigas y por él mismo, esta vez sin moderación.
Elinor atribuyó la chocante forma de comportarse de Edward a la señora Ferrars, rechazando la idea de su madre de que el fantasma de un pirata fuera de nuevo responsable de las ambigüedades en la conducta de su huésped. El desánimo de Edward, su franqueza y su coherencia fueron atribuidas a su deseo de independencia, y a haber averiguado las intenciones y la voluntad de su madre. La brevedad de su visita, la firmeza de su propósito de abandonarlas, tenía su origen en las trabas que le ponía la señora
Ferrars para que siguiera sus inclinaciones, en la inevitable necesidad de contemporizar con ella.
—Creo, Edward —dijo la señora Dashwood la última mañana, cuando ambos se hallaban en el desvencijado desembarcadero, donde la dama, deseosa de aprovechar la oportunidad de mantener una conversación íntima con él, le había convencido para que le hiciera compañía durante el habitual cuarto de hora que dedicaba cada mañana a pescar con arpón—, que sería un hombre más feliz si tuviera una profesión. Ello representaría sin duda algunas inconveniencias para sus amigos, ya que no podría dedicarles tanto tiempo. Pero cuando se despidiera de ellos, sabría a dónde ir.
—Le aseguro —respondió Edward arrojando su arpón al agua y, puesto que estaba sujeto a su muñeca con una cuerda larga, plantando los pies firmemente en el suelo para no ser arrastrado por él— que he reflexionado detenidamente sobre ese tema. Siempre he lamentado, y siempre lamentaré, no tener un trabajo al que dedicarme o que me proporcione cierta independencia económica. Pero, por desgracia, mi buen carácter, y el de mis amigos, me han convertido en lo que soy, un ser perezoso e inútil, aislado con mis eruditos mamotretos y mi teoría sobre la Alteración. Nunca nos pusimos de acuerdo en la elección de una profesión. Siempre imaginé que sería un farero, y sigo pensándolo. Una tranquila habitación en lo alto de un puesto de observación, encendiendo mi faro cuando fuera preciso, satisfecho con la compañía de mis libros y mis pensamientos. Pero eso no era lo bastante elegante para mi familia. —Suspiró al tiempo que recogía su arpón sin haber capturado ningún pescado, y añadió con una risita irónica—: Supongo que a la lista de profesiones para las que no estoy capacitado podemos añadir la de exterminador de peces.
—Vamos, vamos, esas reflexiones son fruto de su desánimo, Edward. Está de un humor melancólico, e imagina que cualquier persona que no sea usted se siente feliz. ¡Uf! —Con un gruñido, la señora Dashwood recogió su arpón, en el que estaba ensartado un magnífico atún—. Pero recuerde que el dolor de separarse de sus amigos será en ocasiones compartido por todos, sea cual sea la educación o condición de éstos. Debe hallar su propia felicidad. Es cuestión de paciencia. Con el tiempo, su madre le proporcionará esa independencia que tanto ansia. ¿Qué importan unos meses más?
—Creo —respondió Edward— que pasarán muchos meses antes de que consiga mi propósito. —El joven pasó el arpón distraídamente de una mano a otra, como pensando si debía clavárselo en el corazón en lugar de arrojarlo a las aguas azul negruzcas, donde no esperaba que alcanzara el blanco.
Pero antes de tomar una medida tan drástica, un atún del tamaño de un hombre chocó contra un pilar del desembarcadero. La húmeda madera cedió, emitiendo un ruido sordo al partirse, y la señora Dashwood y Edward cayeron a las agitadas aguas.
Boqueando, él trató con gallardía de interponerse entre su an-fitriona y el atún de seis pies de longitud y una anchura imponente, pero fue en vano; el pez lo apartó violentamente con el hocico y se abalanzó sobre la señora Dashwood, que apenas lograba permanecer a flote embutida en su vestido estilo imperio y su corsé. Aparte de su tremenda fuerza, su adversario mostraba en sus ojos una expresión inequívocamente malévola, imposible de confundir con la simple hambre del pez; la señora Dashwood había dado muerte a su compañero y el atún estaba decidido a vengarlo. Edward comenzó a forcejear con la cola del gigantesco pez, pero ésta se deslizó entre sus dedos al tiempo que el monstruo abría sus inmensas y chorreantes fauces sobre la cabeza de la señora Dashwood, confiando en no tener que masticarla y poder tragársela entera.
La dama, que no estaba dispuesta a reunirse con su marido en el cielo, ni en el estómago de un monstruoso morador del océano, consiguió sacar de su escote una larga aguja de coser, afilada como un cuchillo, que había prendido ahí esa mañana después de arreglar el vestido de fiesta de Marianne. En el preciso momento en que el atún se disponía a cerrar su repugnante boca sobre la frente de la señora Dashwood, ésta clavó la aguja en el paladar de la bestia.
Sorprendido e indignado, el atún empezó a revolverse en el agua, tratando de librarse de la aguja de coser, mientras la mujer se soltaba y se dirigía nadando como los perros hacia el pilar del desembarcadero que permanecía en pie. Edward, al ver su oportunidad de contribuir a derrotar a su atacante, respiró hondo y se sumergió para nadar debajo del cuerpo de la bestia, emergiendo de pronto sobre la superficie frente a ésta. En un paroxismo de furia y dolor causado por la aguja de coser que tenía clavada en el paladar, el atún golpeó al joven en el pecho con su gigantesca cabeza, arrojándolo hacia atrás y cortándole la respiración. Tras desaparecer debajo de la superficie, sintiendo que la boca se le llenaba de agua salada, Edward se enfrentó de golpe con la perspectiva de que su anhelo de morir, debido a su melancólico estado de ánimo, hallara su consumación antes de lo deseado.
Cuando se hundió en el agua, el atún le golpeó en el cráneo con el costado de su cabeza larga y achatada. Edward se volvió, tratando de localizar, con la vista nublada de un hombre a punto de ahogarse, el lugar donde estaban clavados los pilares del embarcadero en el fondo del mar. El pez le golpeó de nuevo, decidido (o eso parecía) a acabar con él antes de devorarlo. Entonces pensó en Elinor. Había perdido toda esperanza, no tenía medios con los que contraatacar, ninguna arma salvo sus manos.