Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (33 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

De pronto la señora Jennings apareció junto a ella, moviendo los labios y diciendo en silencio: «¡abra el traje!» Elinor respiró hondo, aspirando tanto oxígeno como le fue posible, y con un tremendo esfuerzo, logró abrir la placa frontal venciendo la presión del agua.

La gélida temperatura de las profundidades marinas le golpeó la cara como una bofetada. Sin tiempo para pensar en el intenso frío que empezaba a invadir su cuerpo, o cuántas yardas se había alejado de la antecámara que conducía de regreso a la Estación y al preciado oxígeno, u observar las expresiones horrorizadas en los rostros de la señora Jennings y la señorita Steele, Elinor agarró al escorpión marino con ambas manos, aplastando el caparazón entre sus guantes protectores y tirando con fuerza para desprenderlo de su cuello. Pero el animal seguía aferrado a ella, clavándole sus apéndices con fuerza en la carne. Cuanto más tiraba Elinor, más aumentaba su dolor, y con cada segundo que pasaba tenía más dificultad para respirar. Pero siguió tirando hasta lograr vencer la endemoniada persistencia del euriptérido, obligándolo a soltarla y arrancando de paso un trozo de carne de su cuello. De la herida brotó un chorro de sangre, y al verla, unido a la intensa frialdad del agua y el oxígeno que le faltaba, a Elinor se le nubló la vista y perdió el conocimiento.

Se despertó sentada en una mullida butaca forrada de piel de nutria, en el suntuoso Centro de Visitantes de los Jardines Subacuáticos de Kensington, con las manos y los pies sumergidos en agua tibia para aliviar la hipotermia. Al otro lado de la habitación estaba Anne Steele, cepillándose el pelo para restituirle su aspecto original después de llevarlo toda la tarde recogido dentro del casco de buceo.

La señora Jennings, sentada junto a Elinor, le susurró de inmediato:

—¡Gracias a Dios que ha sobrevivido!

Y después de preguntarle con su habitual entusiasmo y afecto cómo se sentía, y asegurándole que la herida en su cuello cicatrizaría al cabo de un tiempo, la dama señaló con la cabeza a la señorita Steele y comentó:

—Aproveche para sonsacárselo todo, querida. Ha sufrido usted un grave percance y ha estado a punto de morir; sin duda la señorita Steele se compadece de usted y estará más que dispuesta a hablar. Le dirá todo lo que usted le pregunte.

Dado lo mareada que se sentía, Elinor tardó unos instantes en comprender que la señora Jennings estaba deseosa de arrancar a la señorita Steele más detalles sobre el compromiso de Lucy con Edward. No obstante, por suerte para la curiosidad de la señora Jennings, y también de Elinor, la señorita Steele se mostró dispuesta a revelar lo que fuera sin que nadie se lo preguntara, pues de otro modo no habrían averiguado nada. Elinor se levantó y atravesó con paso vacilante la habitación, tocándose con cautela el vendaje del cuello.

—Me alegro de verla y de que lograra arrancarse ese espantoso monstruo del cuello y la señora Jennings y yo pudiéramos arrastrarla de regreso a la Estación Submarina antes de que pereciese —dijo la señorita Steele tomando a Elinor afectuosamente del brazo—, pues deseaba verla. —Luego, bajando la voz, añadió—: Supongo que la señora Jennings se ha enterado de todo. ¿Está enojada?

En esos instantes lo único que preocupaba a Elinor era el feroz monstruo semejante a un cangrejo que se había introducido en su casco y le había clavado uno de sus temibles quelíceros en el cuello.

—Con usted creo que no.

—Menos mal. ¿Y lady Middleton, está enojada?

—Me parecería imposible que lo estuviera.

—Me siento monstruosamente aliviada. ¡Cielo santo! ¡Qué mal lo he pasado! Jamás había visto a Lucy tan furiosa. Pero ¿y usted, querida, está bien? Yo que usted no me lo tocaría.

El último comentario era en respuesta a la mueca de dolor de Elinor; había levantado una de las vendas, y al hacerlo había sentido un dolor tan intenso como cuando el escorpión marino le había clavado su apéndice.

—Pero, señorita Dashwood —continuó la señorita Steele con tono triunfal—, por mucho que la gente diga que el señor Ferrars ha declarado que no iba a casarse con Lucy, le garantizo que no es cierto; es una vergüenza que se difundan esos rumores tan malintencionados. Al margen de lo que Lucy piense de sí misma, los demás no tienen derecho a criticarla.

—Le aseguro que no he oído nada en ese sentido —respondió Elinor.

—¿Ah, no? Pues me consta que más de uno lo ha dicho. Durante el evento celebrado la noche del jueves en Hidro-Z, del hombre contra el siluro gigante, la señorita Goldby dijo a la señorita Spark que nadie en su sano juicio podía esperar que el señor Ferrars renunciara a una mujer como la señorita Morton, con una fortuna de treinta mil libras, y encima heredera de la familia constructora de la Estación Submarina Alfa, por Lucy Steele, que no tiene un céntimo.

»Estoy segura de que Lucy lo dio todo por perdido, pues desde que abandonamos la residencia de su hermano de usted el miércoles, no vimos al señor Ferrars ni el jueves ni el viernes ni el sábado, y no sabíamos qué había sido de él. Lucy pensó en escribirle, pero luego cambió de parecer. No obstante, esta mañana se presentó el señor Ferrars y nos lo explicó todo, que el miércoles había sido requerido en Harley Piscina, donde había sido sermoneado por su madre y todos los demás, y que había declarado ante ellos que amaba única y exclusivamente a Lucy, y que no se casaría con nadie, excepto con ella.

»Tan pronto como salió de casa de su madre, Edward ascendió a la superficie, abandonando la Estación en su submarino personal, y permaneció todo el jueves y viernes en una hostería para reflexionar sobre la situación. Y después de darle muchas vueltas, dijo que sería una injusticia para Lucy obÜgarla a mantener su compromiso con él. Si iba a ser un farero pobre, ¿cómo iban a vivir de su sueldo? Edward no soportaba pensar que por su culpa iba a impedir que Lucy hiciera un matrimonio más ventajoso, de modo que le rogó que, si lo deseaba, rompiera inmediatamente su compromiso con él y lo dejara para que se las apañara solo. Se lo oí decir con toda claridad. Y lo dijo por el bien de mi hermana, no por el suyo propio. Le juro que Edward jamás dijo una palabra sobre haberse cansado de ella, o desear casarse con la señorita Morton, ni nada por el estilo. Pero Lucy se negó en redondo a sus ruegos. Le dijo de inmediato (con exquisita dulzura, amor y todo eso, ya sabe..., no es correcto repetir esas cosas) que no tenía la menor intención de dejarlo, que era más que capaz de vivir con él, aunque ganara una miseria, y que por pobres que fueran, ella estaba dispuesta a aceptarlo. Ambos se mostraron monstruosamente felices, y hablaron sobre lo que debían hacer, y llegaron a la conclusión de que Edward debía ponerse a trabajar enseguida como farero, y que para casarse debían esperar hasta que consiguiera un puesto en un buen faro en una playa inhóspita e infestada de monstruos. Luego no oí nada más, pues mi prima me llamó desde abajo para decirme que la señora Richardson se acercaba en su tortuga para llevarnos a una de las dos a los Jardines; así que tuve que entrar en la estancia e interrumpirlos para preguntar a Lucy si le apetecía ir.

—No comprendo a qué se refiere al decir que los interrumpió —dijo Elinor—. ¿No estaban los tres en la misma habitación?

—¡Pues claro que no! Ay, señorita Dashwood, ¿acaso cree que la gente se hace arrumacos en presencia de otras personas? ¡Sabe perfectamente que no es así! No, Edward y Lucy estaban encerrados en el salón, y lo que oí fue porque sostuve el extremo parecido a un embudo de una caracola contra la puerta y escuché a través de él.

—¡Cómo! —exclamó Elinor—. ¿Me ha repetido lo que oyó espiando junto a la puerta? Lamento no haberlo sabido antes, pues no habría consentido que me revelara los pormenores de una conversación que jamás debió escuchar. ¿Cómo pudo hacerle eso a su hermana?

—¡Bah, no tiene importancia! Tan sólo me acerqué a la puerta, y escuché lo que pude. Estoy segura de que de haber estado en mi lugar, Lucy habría hecho lo mismo; pues hace un par de años, cuando Martha Sharpe y yo teníamos numerosos secretos entre las dos, Lucy nunca disimuló el hecho de que se escondía en un armario, o detrás de un panel de la chimenea, y en cierta ocasión incluso en el cadáver vaciado de una morsa, para escuchar lo que decíamos.

Elinor trató de cambiar de tema, pero era imposible alejar a la señorita Steele durante más de un par de minutos del asunto que la ocupaba.

—Qué mujer tan cruel es la madre de Edward, ¿no cree? ¡Y su hermano y su cuñada de usted tampoco se portaron bien con él! No obstante, no los criticaré en presencia de usted, pues al fin y al cabo nos enviaron a casa en su góndola, cosa que no me esperaba.

Elinor terminó de quitarse las vendas y, mientras Anne seguía parloteando, se miró en el espejo. Un profundo corte le atravesaba el cuello, justo donde el escorpión marino le había arrancado un trozo de carne con su apéndice semejante al de una langosta. Entonces pasó suavemente el dedo sobre la herida.

—¡Ah, ahí están los Richardson! Tengo mucho más que contarle, pero no puedo hacerles esperar más tiempo.

Elinor se alegró de que Anne se marchara. Ahora conocía unos pormenores que sin duda estimularían durante un tiempo su capacidad de análisis, aunque apenas había averiguado mucho más de lo que había previsto e imaginado. El matrimonio de Edward y Lucy estaba tan firmemente decidido, y la fecha en que se celebraría seguía siendo tan incierta, como ella había supuesto.

Mientras se dirigían a casa en góndola, la señora Jennings se mostró tan insistente en ser informada de lo ocurrido que parecía haber olvidado que un diabólico escorpión marino había estado a punto de arrancarle a Elinor la cabeza. Puesto que ella deseaba difundir la menor cantidad de una información que Anne había averiguado de forma tan aviesa, se limitó a referir los detalles menos importantes que estaba segura que a Lucy no le importaría que se supieran. Así pues, lo único que reveló fue la continuación de su compromiso, y los medios que iban a utilizar para promover el feliz desenlace, lo que indujo a la señora Jennings a hacer el siguiente comentario:

—¡Esperar a que Edward obtenga un puesto en un buen faro! ¡Ya sabemos cómo terminará eso! Esperarán un año, y al comprobar que las cosas no resultan como habían esperado, él se contentará con ocupar el puesto de farero en una mísera playa por cincuenta libras anuales. ¡Luego tendrán un hijo cada año! ¡El Señor los asista! ¡Serán más pobres que las ratas! ¡Tendrán que ganarse el sustento bailando a cambio de tortitas y vivir debajo de una canoa! Tengo que pensar qué puedo darles para ayudarles a amueblar su casa.

A la mañana siguiente el kayak que transportaba la correspondencia trajo a Elinor una carta de Lucy a través del correo de dos peniques. La carta decía lo siguiente:

Confío, señorita Dashwood, que me disculpe por tomarme la libertad de escribirle; sé que la amistad que me profesa hará que le complazca oír las buenas noticias sobre mi querido Edward y yo. Aunque hemos sufrido mucho, ambos nos sentimos satisfechos y tan felices como siempre en el amor que sentimos el uno por el otro. Hemos soportado duras pruebas, y graves persecuciones, del corazón y, en el caso de Edward, también de los pies, pero por fortuna tenemos muchos amigos, entre los cuales se encuentra usted. Me consta que le alegrará saber, al igual que a la querida señora Jennings, que ayer tarde pasé dos horas maravillosas con Edward, quien se negó en redondo a aceptar nuestra ruptura, por más que le rogué que lo hiciera por una cuestión de prudencia. Ciertamente, nuestras perspectivas no son muy halagüeñas, pero confiamos en que todo salga bien. Si usted pudiera recomendar a Edward a alguna persona que tenga un faro y necesite un farero, sé que no se olvidará de nosotros. Se me está acabando la tinta de calamar, por lo que le ruego presente mis respetos a la querida señora Jennings, así como a sir John y a lady Middleton, y a sus adorables hijos, cuando tenga ocasión de verlos, y salude cariñosamente a Marianne de mi parte. Se despide atentamente, etcétera, etcétera.

En cuanto Elinor terminó de leer la carta, hizo lo que dedujo que su autora deseaba que hiciera, depositarla en manos de la señora Jennings, quien la leyó en voz alta repetidas veces aderezadas con numerosos comentarios de satisfacción y admiración.

—¡Excelente! ¡Qué bien escribe esa chica! Sí, hizo muy bien en ofrecer a Edward la oportunidad de romper con ella si lo deseaba. Es muy propio de Lucy. ¡Pobrecita! ¡Ojalá yo pudiera conseguir a Edward un puesto de farero! Como habrá observado, Lucy se refiere a mí como la querida señora Jennings. Es la joven más buena que conozco. Esa frase la ha bordado. ¡Ay, Elinor, le está sangrando el cuello! Tenga, oprima esta esponja contra la herida. Disculpe, siempre olvido lo que le ha ocurrido.

39

Las señoritas Dashwood llevaban más de dos meses viviendo en la Estación Submarina Beta, y la impaciencia de Marianne por marcharse aumentaba cada día. Suspiraba por el aire, la libertad y el nocivo pero reconfortante viento marino de la isla Pestilente, e imaginaba que el único lugar que podía procurarle sosiego era la destartalada Barton Cottage.

Elinor no estaba menos impaciente por partir, pero era consciente de las dificultades que entrañaba una travesía tan larga, cosa que Marianne se negaba a reconocer. Empezó a pensar en la forma de lograr su propósito, y ya había expresado los deseos de ambas a su amable anfitriona, que se resistía a dejarlas marchar con toda la elocuencia de su buena voluntad, cuando propuso un plan que, aunque las obligaría a retrasar su regreso a casa durante unas semanas, a Elinor le pareció mucho más aceptable que cualquier otro. Los Palmer iban a trasladarse a su casa flotante, TheCleveland, a fines de marzo, para las vacaciones de Pascua, y la señora Jennings había recibido una amable invitación de Charlotte para que fuera con ellos, junto con sus dos amigas.

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