Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online

Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (43 page)

—¿Y tú qué le respondiste? ¿Le diste alguna esperanza?

—¡Ay, cariño, en esos momentos no podía hablar de esperanza ni con él ni conmigo misma! Marianne corría el peligro de morir. La suya fue una confesión involuntaria, una efusión irreprimible a una amiga leal, no una petición a una madre. Pero al cabo de un rato le dije, en primer lugar, que me sentía abrumada, que si Marianne se salvaba, como confiaba que ocurriera, mi mayor dicha sería promover el matrimonio entre ambos, y desde nuestra llegada, desde nuestra maravillosa confianza en su recuperación, se lo he repetido en varias ocasiones, animándole en su empeño. El tiempo, un poco de tiempo, lo solucionará todo. Marianne no puede echar a perder su corazón con un hombre como Willoughby. El coronel logrará conquistarla con sus méritos.

—A juzgar por el estado de ánimo del coronel, no parece que le hayas contagiado tu optimismo.

—En efecto. El coronel cree que el afecto de Marianne está demasiado arraigado para experimentar ningún cambio, e incluso suponiendo que su corazón estuviera libre, teme que debido a la diferencia de edad y temperamento, aparte, claro está, de esos viscosos..., ya sabes... Ciertamente, no es tan apuesto como Willoughby, pero al mismo tiempo su rostro posee algo infinitamente más agradable. Si recuerdas, siempre hubo algo en los ojos de Willoughby que me disgustó.

Elinor no lo recordaba, pero su madre, sin esperar una respuesta, prosiguió:

—Estoy convencida de que, aunque Willoughby hubiese resultado ser un hombre tan agradable como ha demostrado no ser, Marianne no habría sido tan feliz con él como lo será con el coronel Brandon.

Elinor se retiró para meditar sobre todo ello en privado, deseando éxito a su amigo y sintiendo al mismo tiempo lástima por Willoughby. Sonrió para sus adentros y acarició el silbato para atraer pulpos que llevaba aún en el bolsillo.

46

La enfermedad de Marianne, aunque compleja y debilitante, no había durado tanto como para dilatar su recuperación y gracias a su juventud, su vigor natural y la presencia de su madre para ayudarla, procedió con la suficiente rapidez para permitirle trasladarse, cuatro días después de la llegada de la señora Dashwood, al vestidor de la señora Palmer. Marianne estaba impaciente por expresar su agradecimiento al coronel Brandon por haber ido en busca de su madre, haberla traído con tanta presteza con su enérgico y potente crol y haber decapitado al temible pirata Barba Feroz. Así pues, le invitó a visitarla.

La emoción del coronel al entrar en la habitación, al ver las pústulas resecas que le cubrían la cara y el cuello y al estrechar su pálida mano —tenía las uñas amarillentas y quebradizas debido a la enfermedad—, que Marianne le tendió enseguida, era palpable. Según dedujo Elinor, su emoción debía obedecer a algo más aparte de su afecto por Marianne o de ser consciente de que los demás estaban al tanto. Pronto descubrió en la mirada melancólica del coronel, y en la leve y turbada agitación de sus apéndices cuando miraba a su hermana, el probable recuerdo de numerosas y tristes escenas en su mente, evocadas por la semejanza entre Marianne y Eliza que él mismo había reconocido, y ahora se veía reforzada por la mirada distraída, la piel cenicienta, el aspecto de debilidad, el lento pero sistemático hilo de pus que brotaba de diversos orificios y la cálida expresión de gratitud que su hermana le dedicaba.

La señora Dashwood no observó en la conducta del coronel nada más que la consecuencia de unas sensaciones simples y evidentes, mientras que los gestos y las palabras de Marianne, que pronunciaba con voz ronca debido al daño que su infección había causado a sus cuerdas vocales, la convencieron de que la joven comenzaba a sentir algo más que agradecimiento hacia el coronel.

Al término de otros dos días, mientras Marianne recobraba visiblemente sus fuerzas cada doce horas, la señora Dashwood, atendiendo a sus deseos y los de su hija, propuso que se trasladaran a Barton Cottage. Las iniciativas de sus amigos dependían de las suyas; la señora Jennings no podía abandonar The Cleveland mientras las Dashwood permanecieran en él y el coronel Brandon había empezado a considerar, a instancias de las damas, que su presencia allí era también determinante, cuando no indispensable. Entre el coronel y la señora Jennings lograron convencer a la señora Dashwood de la conveniencia de que aceptara regresar a bordo del barco de recreo del coronel, totalmente equipado y recientemente remozado, para mayor comodidad de la enferma, y Brandon, atendiendo a la invitación de la señora Dashwood y de la señora Jennings, cuyo persistente optimismo la convertía en una presencia reconfortante y entrañable para otras personas y para ella misma, se comprometió encantado a ir a visitarlas en la casita de la isla al cabo de unas semanas.

Por fin llegó el día de la separación y partida, y Marianne se despidió de forma especial y prolongada de la señora Jennings, expresándole efusivamente su gratitud no sólo por haberla cuidado durante su enfermedad, sino por su participación en el combate contra los piratas, cuyo ataque y derrota le refirieron cuando estuvo más recuperada. La joven se sentía tan profundamente agradecida, tan llena de respeto y amables deseos como la bondadosa dama merecía, reconociendo en su fuero interno que con anterioridad había demostrado escasa simpatía por ella. Al despedirse del coronel Brandon con la cordialidad de una amiga, él la ayudó con delicadeza a subir a bordo de su barco de recreo. La señora Dashwood y Elinor subieron tras ella, y ellos dos se quedaron solos, para hablar sobre los viajeros y conscientes de su propia insulsez, luego el coronel Brandon emprendió de inmediato su solitario viaje a Delaford.

Las Dashwood permanecieron dos días a bordo, y Marianne sobrellevó la travesía sin cansancio. Izaron la bandera capturada de The Jolly Murderess, la cual, bien porque indicaba que viajaban a bordo del buque pirata más temido, bien porque ponía de manifiesto que lo habían destruido, mantuvo a raya a posibles atacantes.

Cuando llegaron al archipiélago de sir John y las agitadas aguas de la isla Pestilente, contemplaron unos escenarios a lo largo de la costa que evocaban recuerdos especiales, algunos dolorosos. Marianne se mostró silenciosa y pensativa, y volviendo la cara para ocultar su emoción, se puso a mirar por la ventana. Elinor, al contemplar las marismas, los retorcidos árboles, la familiar cima del Monte Margaret, sintió que algo había cambiado decididamente en el paisaje de su antiguo hogar —como si algo se hubiera desplazado—, pero no pudo darse el lujo de reflexionar sobre sus impresiones. Su única prioridad era observar atentamente a Marianne en busca de algún signo que indicara que los conocidos parajes la incomodaban o hacían que volviera a enfermar, sumiéndola de nuevo en la melancolía.

Pero Elinor no podía sorprenderse ni culpar; y al ver, cuando el barco echó amarras en el desembarcadero de madera que había sido reconstruido y ayudó a Marianne a descender por la pasarela, que ésta había estado llorando, advirtió sólo una emoción demasiado natural para suscitar en ella otra cosa que una tierna compasión. Al entrar en la sala de estar de la casita, Marianne miró a su alrededor con gesto de firmeza, observando el tejado inclinado y las desvencijadas ventanas como decidida a acostumbrarse de inmediato a ver cada objeto que pudiera recordarle a Willoughby. Apenas habló, pero cada frase que pronunció lo hizo con tono jovial, y aunque a veces se le escapaba un suspiro, siempre iba acompañado de una sonrisa. Después de cenar decidió tocar el pianoforte. Se sentó ante él, pero la partitura en la que posó los ojos era el lamento de unos marineros en seis estrofas que le había dado Willoughby y que contenía algunos de los duetos favoritos de ambos, en uno de los cuales había un verso que decía «una chica apetitosa» que rimaba con «una bicha con ventosas», y en la portada ostentaba el nombre de Willoughby escrito de su puño y letra. Eso fue demasiado. Marianne meneó la cabeza, apartó la partitura y, después de ejecutar algunas escalas, se quejó de que sus dedos carecían de agilidad —lo cierto es que al deslizar las manos brevemente sobre el teclado, un fragmento de una de sus frágiles uñas se había partido y caído al suelo— y cerró de nuevo el instrumento, declarando no obstante su propósito de dedicar en el futuro muchas horas a practicar con él.

Sólo cuando Marianne se retiró a su antigua habitación para un merecido descanso, Elinor se aventuró a formular de nuevo la pregunta que le daba vueltas por la cabeza desde que había divisado la isla Pestilente desde el barco.

—Mamá ——dijo con tono vacilante—, ¿dónde está Margaret?

La señora Dashwood rompió a llorar, y al cabo de unos momentos respondió con tristeza. La chica había desaparecido hacía varias semanas. La noche después de que ella escribiera su última misiva a Elinor y Marianne, que contenía las inquietantes noticias sobre la depilación de Margaret y el nuevo e insólito aspecto de sus dientes, semejantes a colmillos, la joven había vuelto a salir, sin pedir permiso, para emprender uno de sus absurdos paseos nocturnos, y no había regresado.

La señora Dashwood se habría temido lo peor de no ser por el extraño incidente que relató a Elinor, un incidente que parecía garantizar que la joven seguía viva, por más que era una garantía bastante desagradable. Al parecer, una noche reciente en que había llovido a mares, hacía poco, la señora Dashwood se había despertado pasada la medianoche al oír lo que estaba segura que era la voz de su hija menor, que sonaba aguda y penetrante a través de las rocosas colinas de la isla Pestilente, repitiendo varias veces la misma frase extraña y distorsionada: K'yaloh D'argesh F'ah!

Convinieron en no decir una palabra de eso a Marianne, por temor a perjudicar su recuperación. Por fortuna, a la mañana siguiente los halagüeños síntomas no parecían haber remitido.

—Cuando el tiempo mejore y yo haya recobrado las fuerzas —dijo Marianne—, daremos un largo paseo todos los días. Nos acercaremos a las dunas en la orilla del agua; iremos a la isla Viento Contrario y pasearemos por los exóticos jardines de sir John; recorreremos de nuevo las zonas pantanosas y treparemos a los árboles marcados por un rayo. Sé que seremos felices. Sé que el verano transcurrirá alegremente. Me propongo no levantarme nunca más tarde de las seis, y desde esa hora hasta la de cenar, repartiré mi tiempo entre la música y la lectura. Me he trazado un plan, y estoy decidida a dedicarme a estudiar en serio. Conozco nuestra biblioteca lo suficientemente bien para saber que no ofrece nada más que mero entretenimiento. Pero en la mansión de sir John hay muchas obras que merecen ser leídas, y otras de factura más moderna que me consta que puedo pedir prestadas al coronel Brandon. Aprenderé ingeniería; estudiaré hidrología, biología y aeronáutica; trataré de aprender los principios de Mendel y zoología comparativa.

—Pero ¿de qué te servirán esos conocimientos? —preguntó Elinor con una sonrisa destinada a alentar a su hermana, pero que ocultaba cierto gesto burlón.

—Alguien —respondió Marianne volviendo la cabeza tímidamente— tendrá que construir una Estación Submarina Gamma.

Elinor la felicitó por un plan que se había originado de forma tan noble como ése; aunque sonriendo al observar que la misma desbordante imaginación que había conducido a Marianne al extremo de una lánguida indolencia y egoísta ensimismamiento ahora iba dirigida a introducir un exceso en un plan de empleo tan racional y de virtuoso autodominio. No obstante, su sonrisa dio paso a un suspiro cuando sintió, oculto en su corpino, el silbato para atraer a los pulpos, y recordó que aún no había cumplido la promesa que había hecho a Willoughby. Deseosa de demorar esa ingrata tarea, decidió esperar a que la salud de su hermana estuviera más afianzada antes de acometerla. Pero la decisión que había tomado estaba destinada a que la rompiera.

Hacía tres días que habían regresado a casa cuando la persistente bruma marina se disipó lo bastante para permitir que la convaleciente saliera a dar un paseo. Apoyándose en el brazo de Elinor, Marianne fue autorizada a caminar hasta que se fatigara por el serpenteante sendero que conducía tierra adentro desde la casita.

Las hermanas echaron a andar pausadamente, y cuando habían avanzado más allá de la casa, sólo hasta un punto que ofrecía una amplia vista de la colina, Marianne dijo con calma:

—Allí, justamente allí, en ese arroyo de aguas agitadas, donde me atacó el pulpo, fue donde vi a Willoughby por primera vez.

Su voz se quebró al decir esa palabra, pero se recobró enseguida y añadió:

—¡Me alegra comprobar que puedo contemplar ese lugar sin que apenas me duela! ¿Volveremos a hablar alguna vez de ese tema, Elinor? ¿O no te parece oportuno? Confío en poder hablar de él sin que me afecte.

Su hermana la invitó con delicadeza a que se expresara abiertamente.

—Por lo que se refiere a las lamentaciones —dijo Marianne—, no pienso volver sobre ellas, en lo que respecta a Willoughby. No quiero hablarte de lo que sentía por él, sino de lo que siento ahora. Desearía estar segura de una cosa, de que Willoughby no siempre había estado fingiendo, no siempre me había engañado, pero ante todo quisiera tener el convencimiento de que jamás fue tan malvado como mis temores me han inducido a veces a pensar, desde la historia de esa pobre chica...

Marianne se detuvo. Elinor atesoró con alegría sus palabras al tiempo que respondía:

—Si pudieras estar segura de eso, imaginas que te quedarías tranquila. —Se detuvieron durante su paseo para sentarse sobre un peñasco al borde de una pequeña charca envuelta en la bruma—. Pero ¿cómo justificarías su conducta?

—Lo consideraría voluble. Extremadamente voluble.

Elinor calló. No sabía si comenzar enseguida el relato de su historia o demorarlo hasta que Marianne se hubiese recuperado del todo. Mientras permanecían sentadas sobre el peñasco, la charca se llenó hasta alcanzar una altura de casi un palmo de agua turbia, alimentada por un manantial subterráneo; al cabo de unos segundos el agua retrocedió, mostrando el suelo enfangado del fondo. Permanecieron unos minutos en silencio, durante los cuales la charca se vació y llenó de nuevo; la reiterativa acción del agua en ella le resultó familiar a Elinor, pero no recordaba por qué. Quizá no tuviera importancia; quizá fuera cosa de su imaginación. No podía olvidar que Margaret había desaparecido, y deseó, con una punzada de nostalgia, que toda su familia estuviera a salvo y reunida.

Other books

Birth of a Dark Nation by Rashid Darden
Dead Is Not an Option by Marlene Perez
Something to Be Desired by Mcguane, Thomas
Verse of the Vampyre by Diana Killian
A Little Night Music by Andrea Dale, Sarah Husch
A Very British Coup by Chris Mullin
Primacy of Darkness by Brock E. Deskins
A Harum-Scarum Schoolgirl by Angela Brazil