Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
No es necesario relatar cuánto tardó el joven en tomar esa decisión, cuánto tardó en presentarse la oportunidad de llevarla a cabo y cómo fue acogida. Baste decir que cuando todos se sentaron a la mesa a las cuatro, aproximadamente tres horas después de que Edward se presentara, el joven había obtenido la mano de su dama, con el consentimiento de la madre de ésta, y no sólo se hallaba en un estado de éxtasis como todo enamorado, sino que se sentía uno de los hombres más felices del mundo. Su situación era superior a la de la dicha común y corriente. Su corazón rebosaba de alegría por el triunfo de haber conseguido que su amor fuera aceptado. Había sido liberado de su compromiso sin hacerse el menor reproche, de una mujer a la que hacía tiempo había dejado de amar, y que (según le habían informado ahora) era un espíritu inmortal y malévolo, que había salido de una cueva situada a muchas brazas bajo la superficie del mar para atrapar a una víctima a la que succionar el zumo de la vida para su propio y diabólico uso. Había pasado de la tristeza a la felicidad, y el cambio era visible en una genuina y torrencial alegría como sus amigos no habían contemplado jamás en él.
Su corazón estaba ahora abierto a Elinor, habiéndole confesado todas sus debilidades, todos sus errores, y habiéndole relatado su primer y juvenil enamoramiento de Lucy con toda la filosófica dignidad de sus veinticuatro años.
—Cuando la conocí, Lucy me pareció la encarnación de la amabilidad y bondad. Además, era muy bonita, al menos eso me pareció entonces, y yo había conocido a tan pocas mujeres que no era capaz de hacer comparaciones, y no vi sus defectos. Aunque bien pensado, a veces notaba que sus ojos mostraban un color rojo intenso, y cuando se reía de una broma, emitía unas carcajadas estridentes y alarmantes. Por tanto, teniendo en cuenta todos los factores, por absurdo que fuera nuestro compromiso, por absurdo que ha demostrado ser en todos los aspectos, creo que en esos momentos no era un capricho antinatural o inexcusable.
»Y ahora —concluyó Edward fijando los ojos en el rostro radiante de Elinor— tengo la sensación de que el mundo se ha movido debajo de mis pies.
Se produjo un largo silencio, en el que todos los presentes comprendieron que la frase utilizada por Edward, aunque fortuita, resultaba literal y figurativamente cierta. En efecto, la habitación se había movido debajo de los pies de todos, y cuando cambiaron de postura para acomodarse a esa leve pero evidente inclinación, la habitación se inclinó en sentido contrario, y todos cayeron violentamente al suelo.
—¡Dios mío! —exclamo sir John, concluyendo la acrobacia aérea que había ejecutado y plantándose en el suelo con las piernas separadas, a fin de conservar el equilibrio contra la alarmante inclinación del suelo.
—Cielos —dijo la señora Jennings, que estaba debajo de la mesa—. ¿Qué ha ocurrido?
—Acaba de comenzar —contestó una voz ronca desde la puerta de la casita. Todos se volvieron para contemplar a Margaret, aunque ya no se parecía a la joven que había sido, sino que tenía el aspecto de un temible ser semejante a un gnomo surgido de las tinieblas. Estaba calva como una bola de billar, tenía las mejillas manchadas de tierra y los ojos entrecerrados para protegerse de la luz diurna.
—¡Margaret! —gritó la señora Dashwood—. ¡Cariño!
Al acercarse a ella con los brazos abiertos, la joven emitió un sonido sibilante, enseñando a su madre unos colmillos afilados como los de una serpiente.
—¡No te acerques, mujer terrenal! ¡El Leviatán se está despertando, debemos prepararnos para cuando se despierte! —Luego, echando la cabeza hacia atrás, gritó con voz potente y sobrenatural—: K'yaloh D'argesh F'ah! K'yaloh D'argesh F'ah! K'yaloh D'argesh F'ah!
Esta jaculatoria propició la previsible reacción; todos los presentes se miraron alarmados antes de percibir que la casa volvía a temblar y se inclinaba dramáticamente de cuarenta y cinco a ochenta y cinco grados en sentido opuesto. La señora Jennings salió lo más rápido que pudo de debajo de la mesa y chocó violentamente contra el pianoforte.
—Todo era cierto —se lamentó sir John—. Palmer me lo advirtió..., pero no le hice caso... ¡Todo es cierto!
—K'yaloh D'argesh F'ah! K'yaloh D'argesh F'ah! —gritó Margaret de nuevo.
Elinor, tras precipitarse de la cima de la felicidad al miasma del terror —y de una punta del salón a la otra—, miró con ojos desmesuradamente abiertos por la ventana sur de la casa. Vio erguirse allí el Monte Margaret, del cual surgía una nube de humo gris negruzco, mientras unas grotescas criaturas semejantes a gnomos trepaban por las escarpadas laderas como insectos hacia la cima.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó alarmada a Edward, que sangraba copiosamente debido a un corte que se había hecho al caerse por primera vez en la habitación—. ¿Qué ocurre?
Ésa fue la última frase que pudieron emitir durante largo tiempo. Al cabo de unos instantes, toda la casa, y su contenido, se elevó cien pies en el aire y se precipitó en el mar.
Elinor ascendió a la superficie de las frías y agitadas aguas frente a la costa de Devonshire, tratando de asirse al resto de algún mueble, pensando con nostalgia en el traje flotador que había lucido en la Estación Submarina Beta. Vio deslizarse frente a ella lo que quedaba de Barton Cottage, unos cuantos fragmentos arrastrados por las tumultuosas aguas: los travesanos de madera del marco de la puerta, algunos escalones de la desvencijada escalera de madera; la banqueta del pianoforte; su colección de esculturas de madera de deriva... Todo había quedado reducido a un montón de desperdicios a merced de la corriente, al igual, como sospechaba Elinor, que ella misma.
De pronto contempló —frente a ella— el espectáculo más escalofriante que había visto jamás. La isla Pestilente, su hogar, empezó a surgir del agua; con un prolongado y fluido movimiento, la isla de cuatro millas de extensión se elevaba más y más, mostrando debajo de la superficie el inconfundible aspecto de una cara —una bestia de un tamaño increíble, y la isla que había constituido su hogar era simplemente la cabeza—; no, la cresta de la cabeza. La bestia siguió elevándose, chorreando agua de mar por los cuatro costados, un muro de imponentes cascadas que se precipitaban en el océano.
La imponente cabeza se alzó sobre la superficie, observando el horizonte con unos ojos gigantescos que se movían en sus órbitas; sus dos pinzas cubiertas de púas y escamas, grandes como buques de guerra, agitaban el agua con violencia. El Leviatán miraba de un lado a otro, moviendo furiosamente sus descomunales ojos, al tiempo que un chorro de vapor surgía del orificio nasal en la cresta de su cabeza, lo que durante todos esos meses, como comprendió ahora Elinor, habían denominado Monte Margaret. Toda la cabeza estaba cubierta de hendiduras y orificios viscosos y flexibles, semejantes a agallas. Había sido sobre una de esas agallas, pensó Elinor, que Marianne y ella se habían sentado hacía poco para hablar de Willoughby, donde habían observado la bruma cernirse y disiparse sobre la charca, una minúscula faceta de la masiva operación del sistema respiratorio de la Cosa. No es que diera la impresión de que la charca respirara, sino que efectivamente respiraba.
Mientras Elinor observaba, el Leviatán metió una gigantesca pinza en el agua, recogió un banco de monstruosos atunes, cada uno grande como una vaca, y los arrojó en sus fauces como si fueran cacahuetes.
La isla se había despertado, y estaba hambrienta.
Elinor comenzó a nadar. Nadó tan rápidamente como pudo, moviendo los pies y las manos a toda velocidad, rumbo a Allen-ham, la siguiente isla en la cadena, aunque sabía que ésta se hallaba a cuatro millas, demasiado lejos para que ella la alcanzara a nado, y que la bestia no tenía más que alargar su gigantesca pinza delantera para atraparla al instante.
¿Dónde estaban su madre y Marianne? ¿Las había devorado el Leviatán como había hecho con los atunes? ¿Y dónde estaba su querido Edward?
Elinor siguió nadando, desterrando todo pensamiento, pensando sólo en respirar, nadar, sobrevivir.
El Leviatán miraba de un lado a otro, moviendo furiosamente sus descomunales ojos.
¡Qué rápidamente se habían precipitado las cosas ese día! En primer lugar, se había producido un enorme cambio que había incidido en las mentes y la felicidad de las Dashwood. Y ahora esto, una carrera para salvar la vida, para escapar del Leviatán, famélico después de su largo sueño, que había constituido su hogar.
Elinor siguió nadando, pero los brazos le dolían y estaba aturdida. Lo imposible de su tarea pesaba en ella tanto como su vestido de lana; jamás conseguiría su propósito. Desesperada, empezó a sentir una poderosa corriente que la arrastraba, aunque no había resaca, ahí no había nadie, pues estaba a muchas millas de la costa. Al volver la cabeza confirmó sus temores: el monstruo había acercado el morro a la superficie, había abierto la boca y aspiraba el agua de mar. El agua entraba en sus insaciables fauces, arrastrándola. La joven luchó contra la resaca como pudo, moviendo furiosamente los pies, resistiéndose a dejarse succionar por la corriente con todas sus fuerzas.
—¡Eso es! —gritó una voz—. ¡Me encantan esas pantorri-llas!
Al volverse, alzando la cabeza sobre el agua, vio a su querido Edward, que nadaba junto a ella. Él le alargó la mano y Elinor extendió la suya; por el mero hecho de tocarse, aunando sus energías, cada uno sintió que su potencia se incrementaba. Siguieron nadando de ese modo, como un solo nadador, moviendo los brazos al unísono, hacia la goleta, donde estarían a salvo.
¿Una goleta? ¡En efecto, ahí estaba el señor Benbow, con su familiar rostro de cascarrabias y las plumas prendidas en la barba, gritando desde la proa de la Rusted Naill
—¡Náufragos a la vista! —gritó mientras sus compañeros aparecían: el señor Palmer y Peter el Tuerto, Scotty Dos Ojos y el afable Bill Rafferty, e incluso la señora Palmer, riendo jovialmente y sosteniendo a su hijito en brazos. La tripulación animó a Elinor y Edward con sus gritos, exhortándolos a seguir avanzando con las blasfemias y palabrotas propias de los piratas. Al cabo de unos momentos la pareja logró alejarse de la poderosa marea del monstruo y poco después trepaban por la escalerilla que les arrojaron por la popa y subían a bordo de la goleta.
—¡Rumbo a puerto, Peter! —dijo el señor Benbow—. Rumbo a puerto a toda vela. ¡Debemos huir de esta isla convertida en un demonio, o al anochecer estaremos nadando en sus fétidos jugos digestivos!
Marianne, la señora Dashwood y el resto ya habían sido rescatados del mar, y al cabo de un cuarto de hora se habían alejado de la costa de Devonshire y del Leviatán. Todos estaban envueltos en mantas, sentados en el castillo de proa de la Rusted Nail, bebiendo ponche caliente y escuchando al señor Palmer relatar con tono solemne lo que acababan de presenciar.
—Mi esposa insiste en decir que es «divertido» —dijo—, y otros lo califican de «amargura» o «dispepsia», pero yo les explicaré de qué se trata en realidad: una profunda e intensa melancolía por haber contemplado el ojo oscuro del tiempo y haber visto los secretos más tenebrosos de la Tierra.
»Ocurrió durante una travesía marítima, media docena de años después de haber abandonado yo el servicio de Su Majestad para lanzarme a la aventura con sir John y su tripulación en busca de la maldición tribal que había originado la Alteración. Encallamos en unas rocas a varias millas náuticas al nornoroeste de la costa de Tasmania. Allí vivimos durante catorce aciagos meses, tumbados en unos sacos sobre las rocas, debajo de improvisadas tiendas que confeccionamos con los restos de nuestra maltrecha vela. De día recorríamos el lugar, cazando lobos y monos para comer; por la noche, dormíamos, expuestos al áspero viento y a la mordedura de un millar de especies de mosquitos y bichos nocturnos.
»Un día encontré una cueva; al asomarme, vi un par de ojos que relucían en el interior de ella y oí unos extraños cantos. Cansado de nuestra monótona vida en la isla y convencido de que mi vida pronto llegaría a su fin, no dudé en arriesgarme a entrar para descifrar el misterio. De modo que decidí explorar la caverna. ¡Cómo me arrepiento, cada día que pasa, de esa decisión!
»Cuando hube penetrado unas pocas yardas en la cueva, sentí como si miles de manos me agarraran y derribaran a tierra. Esas cosas que atacaban a los hombres, pues estaba convencido de que eran cosas, bestias feroces, aunque posteriormente averigüé que eran seres humanos, siguieron entonando sus cantos mientras me arrastraban por el suelo de la cueva, recitando con voz espeluznante: K'yaloh D'argesh F'ah! K'yaloh D'argesh F'ah! K'yaloh D'argesh F'ah!
»Me rasuraron todo el pelo del cuerpo y me afilaron los dientes con unos fragmentos de sílex. Por fin me dejaron en paz, desnudo, temblando y sangrando, con el que hacía las veces de líder. Huelga decir la sorpresa que me llevé cuando éste se puso a hablar en inglés, aunque tenía la voz ronca y le faltaba práctica.
Palmer les explicó que ese individuo era miembro de una tribu de hombres prehistóricos que vivían en cuevas subterráneas, pero que antaño habían vivido en la superficie, como todas las demás razas humanas. Ahora, sin embargo, vivían en cavernas debajo de la superficie de la Tierra y adoraban un panteón de dioses-monstruos crueles y ocultos llamado los K'yaloh. Los K'yaloh eran una raza prehistórica, más antigua que el hombre, que la bestia, que la Alteración, incluso que el tiempo. Permanecían sumidos en un sopor, aguardando el día en que se despertarían. Cuando se despertaran, todo cuanto conocemos sería destruido.