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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (44 page)

—No le deseo que todo le vaya muy bien —dijo Marianne al cabo de unos momentos, suspirando—, cuando quiero que sus reflexiones íntimas no sean más ingratas que las mías. ¡Bastante le harán sufrir!

—¿Acaso comparas tu conducta con la suya?

—No. La comparo con la que debió ser. La comparo con la tuya.

—Nuestras situaciones guardan escasa similitud.

—La ausencia de similitud no estriba sólo en nuestra conducta. No permitas, querida Elinor, que tu bondad defienda lo que sé que tu criterio censura. Mi enfermedad me ha hecho pensar, y llorar, y padecer unos picores terribles, y tener unas extrañas y febriles visiones de unos periquitos que picoteaban mis ojos... Pero también me ha hecho pensar. Mucho antes de estar lo bastante recuperada para hablar, era perfectamente capaz de pensar. Reflexioné sobre el pasado: vi en mi conducta, desde el inicio de nuestra amistad con Willoughby el pasado otoño, una serie de imprudencias con respecto a mí misma, y una falta de generosidad hacia los demás.

Vi que mis sentimientos habían propiciado mis sufrimientos, y que mi falta de entereza para sobrellevarlos había estado a punto de llevarme a la tumba. Y vi, como te he dicho, una bandada de periquitos multicolores, tan feroces como pintorescos, que se abalanzaban una y otra vez sobre mí para picotear mis ojos. Sé muy bien que mi enfermedad me la provoqué yo misma al descuidar mi salud.

—Tu enfermedad la provocaron unos mosquitos.

—Sí, me la provoqué yo y los mosquitos. Pero de haber muerto, habría sido un caso de autodestrucción. No fui consciente del peligro hasta que desapareció; pero con los sentimientos que me han inducido esas reflexiones, me asombra que me haya recuperado, me asombra que mi afán de vivir, de tener tiempo para expiar mis culpas ante mi Dios, y ante todos vosotros, no acabara conmigo de inmediato. Cada vez que echaba la vista atrás y contemplaba el pasado, veía que había omitido cumplir con un deber, o que había cometido alguna falta. Tengo la sensación de haber perjudicado a todo el mundo. La bondad, la incesante bondad de la señora Jennings, se la pagué con ingrato desdén. A los Middleton, los Palmer, las Steele...

Al oír el nombre de las dos hermanas Steele, Elinor sintió un fugaz, pero intenso dolor en la frente; el símbolo de cinco puntas apareció de nuevo en su imaginación durante un doloroso instante y luego desapareció. ¿Por qué? ¿Por qué había vuelto a aparecer?

La bruma sobre la charca volvió a disiparse, y Marianne prosiguió su discurso.

—Me comporté de forma insolente e injusta; con el corazón endurecido contra sus méritos, un humor irritado precisamente por sus atenciones. Con John, con Fanny, sí, incluso con ellos, me comporté de una forma que no se merecen. Pero a las que he tratado más injustamente ha sido a ti y a mamá. Yo, y sólo yo, conozco tu corazón y sus aflicciones; pero ¿en qué me influyó? ¿Acaso imité tu tolerancia? ¡No!

De pronto el rápido torrente de sus remordimientos cesó, y Elinor, impaciente por consolarla, aunque demasiado honrada para halagarla, le prestó al instante el aliento y el apoyo que su franqueza y contrición merecían. Marianne le apretó la mano y respondió:

—Si supiera lo que encierra su corazón, todo sería más fácil.

Con una mano apoyada en el silbato que le había dado Willoughby, Elinor reflexionó sobre la conveniencia o inconveniencia de aventurarse a relatarle la historia, y al caer en la cuenta que la reflexión no servía de nada, que debía tomar una decisión, al cabo de unos momentos entró en materia. Preparó a su impaciente interlocutor a con cautela, le refirió con sencillez y sinceridad los puntos principales sobre los que Willoughby había basado su disculpa, destacó su arrepentimiento, y suavizó sólo sus declaraciones sobre la estima que sentía actualmente por Marianne. Dijo que mientras hablaba, el aspecto de Willoughby indicaba que su arrepentimiento era sincero, al igual que el de Monsieur Fierre. Marianne no dijo nada. Temblaba, tenía los ojos fijos en el suelo, y sus labios más pálidos que durante su enfermedad. En su corazón bullían mil preguntas, pero no se atrevió a formular ninguna. Estaba pendiente de cada sílaba que pronunciaba Elinor; involuntariamente, su mano apretó la de su hermana, y unas lágrimas rodaron por sus mejillas.

Elinor la condujo a casa, y hasta que alcanzaron la puerta de la destartalada casita, no hablaron más que de Willoughby y de la conversación que habían mantenido. En cuanto entraron y se quitaron sus botas de goma, Marianne, con un beso de gratitud y las palabras «díselo a mamá», dejó a su hermana y subió paso a paso la escalera. Elinor no quiso turbar la soledad que su hermana lógicamente buscaba, de modo que entró en el cuarto de estar para cumplir los deseos que ésta le había transmitido cuando se habían separado. La conversación que habían mantenido era de gran trascendencia; a Elinor casi le parecía como si el corazón de Marianne se hubiera trasladado a su propio pecho, incluso tenía la sensación, mientras observaba a su hermana subir con paso cansino a su habitación, que la isla en la que se hallaban se había movido debajo de sus pies.

47

La señora Dashwood no escuchó impasible la justificación del egocéntrico cazador de tesoros que había gozado de su favor. Se alegraba de que quedara exonerado de una parte de su culpa. Se compadecía de él; deseaba que fuera feliz. Pero los sentimientos del pasado no podían volver. Nada podía borrar el hecho de lo que Marianne había sufrido por su causa, ni eliminar la culpa de su conducta con Eliza. Nada podía, por tanto, restituir la estima que la dama había sentido por él, ni perjudicar los intereses del coronel Brandon.

De haber escuchado la señora Dashwood, al igual que su hija, la historia de Willoughby de sus propios labios, de haber contemplado su consternación y visto la penosa expresión semihumana en la cara del orangután, que lamentablemente había sido asesinado por los piratas, es probable que su compasión habría sido mayor. Pero Elinor no podía, ni quería, suscitar en otra persona los sentimientos que ella misma había experimentado. La reflexión había serenado su juicio, y suavizado su opinión sobre el hecho de que Willoughby hubiera abandonado a dos jóvenes enamoradas de él. Por consiguiente, deseaba tan sólo declarar la verdad escueta, exponiendo los hechos relacionados con su carácter, sin embellecerlos con una ternura que confundiera la imaginación.

Por la noche, cuando las tres estaban reunidas, Marianne comenzó de nuevo a hablar de él, pero no sin esfuerzo, tal como dejaba entrever su voz trémula.

—Deseo aseguraros a las dos —dijo— que veo todo esto tal como deseáis que haga.

La señora Dashwood se habría apresurado a interrumpirla con palabras de consuelo, de no haberle hecho Elinor, que anhelaba escuchar la opinión imparcial de su hermana, un signo para que se callara. Marianne continuó pausadamente:

—Lo que Elinor me ha contado esta mañana me ha aliviado mucho, pues he oído justo lo que deseaba oír. —Marianne dejó de hablar durante unos instantes, pero tras recobrar la compostura, añadió, y con más sosiego que antes—: Ahora me siento perfectamente satisfecha, no deseo que nada cambie. ¿Habéis... habéis oído eso?

Elinor no podía negar que lo había oído, y por la expresión de inquietud de su madre dedujo que ésta lo había oído también: era el sonido de unas voces cantando al unísono, pero muy tenues, como a lo lejos. Elinor aguzó el oído durante un momento, pero el sonido se desvaneció; la señora Dashwood se estrujó las manos y miró a su hija mayor desesperada; sabían que Margaret se hallaba en alguna parte de la isla, y fuera cual fuera la fuente de esos cánticos, encerraba la llave del paradero de la joven.

El sonido se disipó; Marianne, demasiado absorta en sus confesiones para prestar atención al misterio, continuó:

—En resumidas cuentas, jamás habría sido feliz con él, sabiendo, como más pronto o más tarde habría sabido, todo esto. Le habría perdido toda confianza, toda estima. Nada habría podido eliminar esos sentimientos.

—Lo sé, lo sé —exclamó su madre, cuya natural preocupación por la felicidad de su hija estaba teñida por la incertidumbre con respecto a la situación de su hija menor—. ¡Cómo ibas a ser feliz con un hombre de costumbres libertinas! ¡Con un hombre que había perturbado la paz del mejor de nuestros amigos, y del hombre más admirable! ¡No, mi Marianne no tiene un corazón que le permita ser feliz con un hombre semejante! Su conciencia, su delicada conciencia, habría sentido todo lo que la conciencia de su esposo habría debido sentir.

La joven suspiró y repitió:

—No deseo que nada cambie.

—Enfocas la cuestión —dijo Elinor— tal como una persona inteligente y sensata debe hacer. Ves las suficientes razones para convencerte de que tu matrimonio te habría procurado numerosos problemas y desengaños. De haberte casado, habrías sido pobre siempre. El propio Willoughby reconoce que tiene un carácter derrochador, y toda su conducta confirma que ignora el significado de la palabra abnegación. Sus exigencias y tu inexperiencia, viviendo con un sueldo modesto, habrían conducido a una situación desastrosa que te habría perjudicado mucho...

Elinor se interrumpió al percibir de nuevo el sonido que habían oído antes, pero esta vez más fuerte, resonando a través de la ladera; las sílabas sonaban ahora con la suficiente claridad para captarlas: ¡K'yaloh D'argesh F'ah!

—¡Santo Dios! —exclamó Marianne, dejando por unos momentos de pensar en Willoughby—. Es el espantoso estribillo que perturbaba tanto a nuestra Margaret. Apropósito, ¿dónde está Margaret?

Tras dirigir una mirada de cautela a su madre, Elinor condujo la conversación por sus anteriores derroteros.

—Para resumir, y volviendo a los placeres de Willoughby, ¿no temes que, en lugar de influir en unos sentimientos demasiado egoístas para tolerarlos, tu influjo sobre su corazón habría mermado, haciendo que se arrepintiera de una relación que le había causado tantos problemas?

AMarianne le temblaban los labios, y repitió la palabra «¿egoísta?» con un tono que significaba «¿crees realmente que es egoísta?» Entretanto, la señora Dashwood miró preocupada a través de la ventana, confiando o temiendo ver no sabía muy bien qué.

—Todo este asunto —respondió Elinor—, de principio a fin, ha estado basado en el egoísmo. Fue el egoísmo lo que le llevó en primer lugar a conquistar tus afectos; lo que, más tarde, cuando él se enamoró de ti, le hizo demorar el momento de confesártelo, y lo que por último lo alejó de Barton Cottage. El principio por el que se regía era su propio placer.

—Es muy cierto. Nunca pensó en mi felicidad.

—En estos momentos —prosiguió Elinor— se arrepiente de lo que ha hecho. ¿Y por qué se arrepiente? Porque ha comprobado que no le ha beneficiado. No le ha hecho feliz. Sus circunstancias no le causan ninguna turbación. Eso no le preocupa; sólo piensa que se ha casado con una mujer de un carácter menos agradable que el tuyo. Pero ¿quiere ello decir que de haberse casado contigo habría sido feliz? En tal caso habría padecido problemas pecuniarios que, puesto que ahora no existen, no le preocupan. Habría sido siempre pobre, y probablemente habría aprendido muy pronto que las innumerables comodidades de una propiedad libre de cargas y una buena renta son mucho más importantes que el carácter de una esposa.

—No lo dudo —respondió Marianne—, y no tengo nada de que arrepentirme, salvo de mi estupidez.

—Digamos mejor de la imprudencia de tu madre, hija mía —terció la señora Dashwood, apartando los ojos de la ventana, pues los cánticos habían vuelto a remitir—. Ella es la culpable.

Marianne no la dejó seguir, y Elinor, satisfecha de que ambas hubieran reconocido sus errores, deseaba evitar a toda costa un análisis del pasado que pudiera empañar el estado de ánimo de su hermana. Por tanto, retomando el primer tema, se apresuró a decir:

—Creo que cabe sacar una conclusión de este asunto: que todos los problemas de Willoughby son consecuencia de la primera ofensa contra la virtud, en su conducta con Eliza Williams. Ese delito ha sido el origen de todas las demás faltas, y de su presente insatisfacción.

Marianne asintió para manifestar su conformidad con ese comentario, y su madre aprovechó para enumerar los sufrimientos y los méritos del coronel Brandon, con un calor dictado por la simpatía que le inspiraba y una clara intención. No obstante, su hija apenas parecía haber escuchado sus palabras.

Según sus expectativas, Elinor comprobó durante los dos o tres días siguientes que Marianne no seguía recobrando sus fuerzas al mismo ritmo que antes, pero aunque seguía firme en sus resoluciones y trataba de aparecer alegre y relajada, su hermana confiaba en que el tiempo acabaría restituyéndole por completo su salud. Cada día las pústulas que cubrían su piel cicatrizaban, y la fresca brisa del mar (aunque maloliente) que penetraba por las ventanas de Barton Cottage parecía animarla.

Elinor aguardaba con impaciencia alguna noticia sobre Edward. No había sabido nada de él desde la destrucción de la Estación Submarina, no sabía nada de sus planes, ni siquiera sabía con certeza dónde vivía actualmente. Ella y su hermanastro habían cruzado algunas cartas, motivadas por la enfermedad de Marianne, y la primera misiva de John, en la que relataba los persistentes efectos de sus experimentos en la Estación, incluyendo un insaciable apetito de larvas, contenía la siguiente frase: «No sabemos nada sobre nuestro infortunado Edward, y no podemos hacer indagaciones, pues lo tenemos prohibido». Era la única información sobre Edward que su hermanastro procuró a Elinor por carta, pues en las siguientes ni siquiera mencionaba su nombre. Con todo, ella no tardaría mucho en averiguar qué había sido de él.

Una mañana enviaron a su mayordomo, Thomas, en canoa a Exeter para realizar una gestión. Esa tarde, mientras servía un cuenco de la última especialidad culinaria de la señora Dashwood —una sopa de langosta servida en el cráneo vaciado de una marsopa—, Thomas les ofreció motu proprio la siguiente información:

—Supongo que sabrá, señora, que el señor Ferrars se ha casado.

Marianne se llevó un tremendo sobresalto, miró a Elinor, vio que había palidecido y se dejó caer en la silla presa de un ataque de histeria. La señora Dashwood, cuyos ojos habían tomado instintivamente la misma dirección, se asombró al comprobar el sufrimiento que denotaba el semblante de Elinor.

Su mente estaba en llamas; todo su ser se vio sacudido por la consternación. Al oír la noticia que les transmitió el criado, el símbolo de las cinco puntas, ese tótem de agonía, reapareció en su encarnación más intensa, girando y vibrando en su imaginación.

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