Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
—¡Ay! —exclamó llevándose las manos a la cabeza—. Este dolor...
Aunque ansiaba desesperadamente averiguar más detalles, no estaba en condiciones de preguntar a Thomas de dónde había obtenido esa información. La señora Dashwood se encargó al instante de ello, y Elinor se enteró de todo sin tener que hacer el menor esfuerzo.
—¿Quién te ha dicho que el señor Ferrars se ha casado, Thomas?
—Yo mismo vi al señor Ferrars esta mañana en Exeter, señora, y a su esposa, la señorita Steele, como se llamaba de soltera.
Cada vez que el criado repetía el nombre —señorita Steele—, el dolor reaparecía, amplificado por la reiteración.
—Se habían detenido a la puerta de la hostería' New London Inn. Yo miré por casualidad al pasar en la calesa, y vi que era la menor de las señoritas Steele.
El dolor... Era un dolor casi insoportable. Elinor trató por todos los medios de prestar atención al relato del criado para averiguar qué había sido de Edward.
—De modo que me quité el sombrero, y la señorita me reconoció y me llamó, y preguntó por usted, señora, y por las señoritas, especialmente por la señorita Marianne, y me pidió que la saludara de su parte y del señor Ferrars.
—Pero ¿te dijo ella que se había casado, Thomas?
—Sí, señora. Sonrió y dijo que desde que se había trasladado a vivir ahí, había cambiado de nombre. Siempre fue una señorita muy afable y simpática.
—¿Iba el señor Ferrars en el coche con ella?
—Sí, señora, lo vi recostado en el asiento, pero no levantó la vista... Nunca fue un caballero muy aficionado a hablar.
Elinor comprendió en su fuero interno el motivo de que Edward no dijera palabra, y a la señora Dashwood probablemente se le ocurrió la misma explicación.
—¿No había nadie más en el coche?
—No, señora, sólo ellos dos.
—¿Sabes de dónde provenían?
—Venían de la ciudad, como me dijo la señorita Lucy..., la señora Ferrars.
—¿Y se dirigían al norte?
—Sí, señora, pero no permanecerán allí mucho tiempo. Regresarán pronto, y sin duda tomarán un barco adecuado y bien armado para trasladarse a las islas, y vendrán a visitarlas.
La señora Dashwood miró a su hija; pero Elinor sabía que no sería así. Reconoció a Lucy en el mensaje, y estaba segura de que Edward no se acercaría a ellas.
La información procurada por Thomas parecía haber concluido, y Elinor deseaba averiguar más.
—¿Los viste partir antes de marcharte?
—No, señora. Habían sacado los caballos, pero yo no podía entretenerme; temía llegar tarde.
—¿Tenía buen aspecto la señora Ferrars?
—Sí, señora, pero a mí siempre me pareció una joven muy guapa, y parecía muy satisfecha.
Ala señora Dashwood no se le ocurrió otra pregunta, y Thomas y el mantel, ahora innecesarios, desaparecieron. El hombre regresó a la cocina y se puso a cortar cangrejo para el desayuno del día siguiente.
La señora Dashwood y sus hijas permanecieron largo rato pensativas y en silencio. La señora Dashwood temía aventurar un comentario, y no se atrevía a ofrecer consuelo. Comprendía que se había equivocado al creer el relato que Elinor le había ofrecido sobre su situación, y comprendió acertadamente que lo había suavizado todo, para ahorrarle una mayor congoja, un sufrimiento como el que le había causado Marianne. Por su parte, Elinor experimentaba un dolor tan atroz como si tuviera la cabeza atrapada en un tornillo de banco.
Por fin comprendió que era justo que explicara a su madre y a su hermana que el motivo de su dolor no eran únicamente los violentos pellizcos que había sentido en el corazón ocasionados por la información sobre Edward y la flamante señora Ferrars. Les habló sobre el extraño símbolo que había aparecido en su mente por primera vez por la época en que las Steele habían llegado a las islas. Luego les explicó que éste había reaparecido en varías ocasiones durante los meses sucesivos y, por último, que lo había visto en un solo lugar, en la parte inferior de la espalda de Lucy Steele, cuando se habían cambiado de ropa a raíz del ataque de la Bestia Colmilluda.
—No entiendo nada, querida —respondió la señora Dashwood perpleja—. ¿Qué significa? ¿Qué relación hay entre ese dolor recurrente en tu cerebro y esa chica?
—Yo le diré lo que significa. —Sir John apareció de pronto en la casita, con aspecto muy serio. La señora Jennings estaba junto a él, estrujándose las manos—. Lo que significa —continuó el anciano— es que esa joven no es una chica. ¡Es una bruja marina! Y el señor Ferrars corre un grave peligro.
—Las brujas marinas deambulan por la superficie cuando les conviene, pero su auténtica morada son las grutas submarinas, donde llevan viviendo y prosperando desde hace muchos siglos —dijo sir John con gesto grave—. Pero no constituyen una raza inmortal, contrariamente a lo que suele decirse de ellas. De hecho, nosotros estaríamos más seguros si lo fueran, puesto que la única forma garantizada de que una bruja marina prolongue su nefasta existencia es consumiendo médula ósea humana, que representa para ellas el más preciado elixir. De ahí que aparezcan de vez en cuando, bajo la guisa de atractivas mujeres, en medio del mundo terrestre, en el que enamoran a un hombre incauto, se casan con él sin que éste conozca su verdadera naturaleza, y a la primera ocasión que se presenta, lo matan y le succionan la médula ósea.
Elinor y la señora Dashwood escucharon esa explicación estupefactas y en silencio, esforzándose por conciliar en su mente la imagen de la encantadora Lucy Steele, que había vivido entre ellas durante tantos meses, con esta nueva descripción, de un espíritu diabólico surgido de una caverna acuática para beber el jugo de huesos humanos.
—¿Y la mayor de las Steele? —preguntó Marianne—. ¿Cómo es posible que no supiera que su hermana había sido suplantada por una bruja marina?
—Es imposible que no lo supiera —respondió sir John—. Pues la hermana de una bruja marina también tiene que ser una bruja marina.
—¡No obstante, Anne Steele no ha encontrado ningún hombre con quien casarse! —protestó la señora Dashwood.
—Como he dicho, las brujas asumen la forma física de mujeres humanas —le explicó sir John—. No pueden modificar sus personalidades.
Consumida por su preocupación por Edward, y confiando en hallar una justificación para no creer en lo que les había dicho sir John, Elinor le preguntó cómo había llegado a tan infausta conclusión.
—El símbolo de cinco puntas que usted ha descrito, y el sufrimiento que causa —respondió el anciano—. Ciertas personas sensibles intuyen la presencia de la brujería marina; llegan a intuir con claridad la presencia de una bruja, lo cual les produce un dolor intenso y lacerante, tal como el que usted ha descrito.
Como para confirmar esa conclusión, el malestar reapareció de nuevo, y Elinor fue presa de un dolor atroz que le atenazaba todo el cuerpo de la cabeza a los pies. Edward... Edward.., fue lo único que pensó.
—Si su amigo ha cometido la imprudencia de casarse con una bruja marina —concluyó sir John—, seguramente ésta ya le habrá atacado mientras dormía, partiéndole los huesos y alimentándose del preciado fluido blanco como si fuera leche materna.
Elinor comprendió —mientras inmensas oleadas de dolor le recorrían el cuerpo— que la esperanza que albergaba, mal que le pesara, de que sucediera algo que impidiera que Edward se casara con Lucy se fundaba en una sensación intuitiva del horrible peligro que su compromiso comportaba. ¡Ojalá se hubiera producido alguna circunstancia, debida a la propia determinación de Edward, la mediación de amigos o la aparición de un partido más apetecible para esa señorita, que hubiera satisfecho a todos e impedido que Edward se convirtiera en un bocado destinado a preservar la inmortalidad de una bruja! Pero él estaba casado, y por tanto condenado. Excepto que...
—Un momento —dijo Elinor—. Si el dolor y la sensibilidad a las que usted se refiere funcionan como una alarma que advierte sobre las pérfidas intenciones de una bruja...
—Como así es.
—¿Por qué me atormenta en estos momentos ese dolor si Lucy Steele ya ha tenido la oportunidad de atacar a Edward y consumirlo?
Sin saber por primera vez qué responder, sir John se devanó los sesos en busca de una respuesta. Pero entonces la señora Dashwood les indicó a ambos que se acercaran a la ventana. La figura de un hombre que acababa de desembarcar de un esquife y lo había amarrado al desembarcadero había llamado poderosamente su atención. El hombre se acercó a la puerta de la casita. Era un caballero. ¡El coronel Brandon! Pero ¿qué hacía el coronel Brandon, que había surcado noblemente las aguas a nado para ir en auxilio de Marianne, despojándose, según creían, del complejo de sus rasgos de pez, apareciendo a bordo de un esquife? No, no era el coronel Brandon. Ni su aire..., ni su estatura..., ni sus tentáculos que no cesaban de chorrear una mucosidad. De ser posible, la señora Dashwood habría jurado que era Edward. Miró de nuevo al hombre, que se disponía a subir la escalera. La señora Dashwood no se equivocaba. Era Edward. ¡Intacto! ¡Aquí!
El dolor se evaporó de la mente de Elinor, pero se sentía abrumada. Se apartó de la ventana y se sentó.
—Debo conservar la calma, mi autodominio.
Vio que su madre y Marianne palidecían y cambiaban unas frases en voz baja. Elinor tenía que demostrar a todos que era capaz de hablar, y hacerles comprender que confiaba en que ninguno de ellos mostrara la menor frialdad o desdén hacia Edward; pero no podía articular palabra y tuvo que dejarlo todo al criterio de los demás.
Nadie volvió a pronunciar una sílaba. Todos aguardaron en silencio a que el visitante apareciera. Oyeron sus pasos en la desvencijada escalera de madera en el sendero de grava; al cabo de unos momentos entró en el pasillo, y al cabo de unos segundos apareció ante ellos.
Su semblante, al entrar en la habitación, no mostraba una expresión alegre, ni siquiera al ver a Elinor. Estaba pálido debido a los nervios, parecía temer el recibimiento que le dispensarían, y era consciente de que no merecía que lo acogieran con amabilidad.
—¡Santo Dios! —murmuró sir John—. ¡Está medio consumido!
Pero al observarlo más de cerca comprobaron que caminaba derecho y respiraba con normalidad, lo cual sería imposible si le hubieran partido varios huesos y succionado la médula ósea.
La señora Dashwood, que ignoraba los requisitos sociales que exigía una situación en que un amigo acaba de casarse, pero (sin saberlo) con una bruja marina, lo saludó con una expresión de forzada complacencia, le ofreció la mano y le dio la enhorabuena.
Edward balbució una respuesta ininteligible. Elinor había movido los labios al unísono con los de su madre, y tras los saludos de rigor, se lamentó de no haberle estrechado la mano. Pero al cabo de unos momentos decidió que no podía permitir que su antiguo amigo ignorara la verdad sobre la mujer con quien se había casado. Decidida a esforzarse en prevenirle, aunque temiendo el sonido de su voz, Elinor dijo:
—Hay algo que debemos revelarle sobre la señora Ferrars. Se trata de una información aterradora, por lo que debe prepararse.
—¿Una información aterradora? ¿Sobre mi madre?
—Me refería —respondió Elinor tomando una labor de costura de la mesa— a una información aterradora sobre la señora de Edward Ferrars.
La joven no se atrevió a alzar a vista, pero su madre y Marianne fijaron los ojos en Edward. Éste se sonrojó, parecía perplejo, dubitativo, y por fin dijo:
—Quizá se refiera a mi hermano, a la señora de Robert Ferrars.
—¡La señora de Robert Ferrars! —repitieron Marianne y su madre con tono de estupor, y aunque Elinor no podía articular palabra, le miró también con una expresión entre impaciente y asombrada.
Edward se levantó de su asiento y se acercó a la ventana, aparentemente porque no sabía qué hacer. Cogió unas tijeras que había cerca y, estropeando tanto las tijeras como su funda —esta última la cortó en pedazos—, dijo apresuradamente:
—Quizás ignoren..., quizá no se hayan enterado de que mi hermano se ha casado hace poco con... la más joven..., con Lucy Steele.
Todos se hicieron eco de sus palabras con indescriptible estupor, salvo Elinor, que estaba en tal estado de nervios que ni siquiera sabía dónde se hallaba.
—Sí —dijo Edward—, se casaron la semana pasada, y en estos momentos se encuentran en Dawlish.
Elinor no podía seguir sentada. Salió corriendo de la habitación, y tan pronto como cerró la puerta, prorrumpió en lágrimas de alegría, que al principio temió que no cesaran. Edward, que hasta el momento había mirado hacia todos lados, excepto a Elinor, la observó salir apresuradamente, y quizá vio, u oyó, sus lágrimas de emoción; pues de inmediato se sumió en un estado meditabundo que ningún comentario, ni pregunta, ni palabras afectuosas por parte de la señora Dashwood lograron traspasar. Al cabo de un rato salió de la habitación, sin decir palabra, y fue a dar un reconfortante paseo por la playa, dejando a los otros pasmados y perplejos ante semejante cambio en su situación, tan maravilloso como imprevisto.
No obstante, Marianne se aventuró a añadir una nota de preocupación:
—¿No significa eso que Robert Ferrars será, o ha sido, consumido por la bruja marina?
Pero ninguno de los presentes pensó que merecía la pena preocuparse por esa posibilidad, que por otra parte no lamentaban.
Por inexplicables que le parecieran a toda la familia las circunstancias que habían propiciado la ruptura del compromiso de Edward, era evidente que estaba libre, y era fácil deducir en qué emplearía esa libertad. Pues después de experimentar las bendiciones de un imprudente compromiso, contraído sin el consentimiento de su madre, que había durado más de cuatro años, todos suponían que, tras el fracaso de ese compromiso, Edward se apresuraría a contraer otro.
Su visita a la isla Pestilente, a la destartalada casita conocida como Barton Cottage, era muy simple. Era para pedir a Elinor que se casara con él, y teniendo en cuenta que ya tenía experiencia en esos menesteres, resultaba chocante que se sintiera tan incómodo en el presente caso, tan necesitado de aliento y aire puro. Edward se paseó por la playa durante cinco minutos, mientras la señora Dashwood le observaba a través de la ventana salediza. En cierto momento gritó «¡cuidado!», y posteriormente explicó que el momento de gran felicidad de Elinor estuvo a punto de irse al traste, antes de hacerse realidad, cuando un gigantesco molusco bivalvo trató, y estuvo a punto de conseguir agarrar a Edward por sus tobillos desprotegidos.