Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
—¡Tállelo como si fuera un trozo de madera!
Elinor comprendió enseguida a qué se refería la anciana, y, además, en su mano sostenía el instrumento apropiado: la daga de Willoughby, una hoja curvada de cinco pulgadas de longitud, muy semejante a un cuchillo de tallar madera de deriva. Alzó la daga y empezó a borrar su sucia sonrisa del rostro del pirata, inflingiéndole un corte tras otro, seguido de una serie de feroces tajos, imaginando que su grotesco rostro tostado como una nuez no era sino un pedazo de madera de deriva con la que esculpía una figurita.
Mientras Elinor le rajaba la cara, sobre ella cayó un chorro de sangre negra que se apresuró a escupir. Al cabo de unos momentos el pirata la soltó, pues la joven lo había matado a puñaladas. La señora Jennings, vestida con su camisón y su gorro de dormir, corrió junto a ella y la ayudó a levantarse.
—Debemos apresurarnos —balbució Elinor—. Nos enfrentamos...
—A Barba Feroz, querida, lo sé. —La señora Jennings señaló hacia donde se hallaba The Jolly Murderess, que continuaba navegando hacia ellas y se hallaba tan sólo a treinta pies de distancia. Barba Feroz seguía en la proa, alfanje en mano, habiendo presenciado sin pestañear la muerte de los dos hombres que había enviado como avanzadilla. Pero de pronto, mientras Elinor y la señora Jennings observaban, The Murderess se detuvo y durante varios minutos permaneció inmóvil. La joven pensó con alivio durante unos breves segundos que sus adversarios se disponían, por alguna misteriosa razón, a dar media vuelta y poner rumbo mar adentro. Pero cuando volvió a mirar con el catalejo vio a Barba Feroz alzar su enorme alfanje sobre la cabeza, como una señal, al tiempo que emitía un grito escalofriante. A esa señal sus tripulantes —desde sus diversas posiciones, situados en la proa, congregados en la toldilla, incluso colgados de los aparejos— alzaron sus arcos y dispararon un bombardeo de flechas.
Elinor y la señora Jennings se ocultaron detrás del timón mientras los mortíferos proyectiles silbaban a su alrededor formando una borrosa nube.
—¡Rendios! —gritó Barba Feroz con voz gutural desde la proa de The Murderess—. Rendios, y quizás os ahorre pasar debajo de la quilla y me contente con rebanaros el cuello y arrojar vuestras entrañas a los tiburones. Por respeto a que sois mujeres. O quizá no lo haga.
Ante la ocurrencia del pirata, sus colegas mercenarios soltaron un coro de estrepitosas carcajadas.
Haciendo acopio de valor, Elinor asomó la cabeza por detrás del timón y gritó:
—Jamás nos...
Pero no pudo terminar la frase, pues una de la segunda ronda de flechas disparadas por los piratas la hirió en el brazo, causándole un dolor lacerante. Acto seguido, la señora Jennings demostró que su temor a los piratas era tan intenso como el de Elinor, y su habilidad para pelear contra ellos incluso superior.
Emitiendo un sonoro alarido, la dama corrió hacia los cañones y disparó las carroñadas de The Cleveland con mortífera precisión; al cabo de unos minutos había logrado abatir a varios de sus enemigos, que cayeron en cubierta heridos de muerte. No obstante, el barco siguió avanzando hacia ellas al tiempo que los hombres de Barba Feroz arrojaban los restos de sus antiguos compañeros por la borda.
—Nos estamos acercando, guapas —gritó Barba Feroz desde su lugar en la proa—. ¿Quién será mi primera pareja de baile? Me encanta la compañía de una dama.
En esos momentos Elinor recordó el silbato. Cuando The Jolly Murderess se aproximó lo suficiente como para no necesitar el catalejo para ver las lascivas expresiones en los rostros de sus enemigos, sacó del bolsillo el silbato largo y cilindrico que Willoughby había tenido el descaro de entregarle hacía una hora, aunque parecía como si hubiesen pasado años.
Elinor emitió repetidos silbidos, sin saber si el artilugio resultaría eficaz o no, convencida sólo de que era la única oportunidad que tenían de salir con vida de ese trance. De repente, en un abrir y cerrar de ojos, surgió de las inescrutables profundidades del océano un largo y viscoso tentáculo, cubierto de ventosas, que se deslizó sobre el costado del buque pirata hasta alcanzar el castillo de proa. Acto seguido, apareció otro tentáculo, seguido de otro, y de un cuarto. Al cabo de unos instantes The Murderess estaba rodeada por ocho monstruos provistos de tentáculos, que se agitaban en las negras aguas, golpeando sus inmensas cabezas oblongas contra el casco al tiempo que extendían sus numerosos tentáculos hacia las galeras. Los piratas profirieron unas exclamaciones en su jerga de mercenarios, confundidos y aterrorizados, mientras un largo y poderoso tentáculo los agarraba uno por uno y los sumergía en el mar. Elinor se quedó helada, con el silbato entre los labios, mientras los cefalópodos llevaban a cabo su macabra tarea.
Al cabo de unos minutos, los piratas habían sido derrotados; todos, menos Barba Feroz, que seguía incólume en la proa de la fragata, sus ojos negros centelleando. A sus pies había un montón de tentáculos que había rebanado con certeros golpes de su reluciente alfanje; debajo de su pie aparecía el machacado cráneo de un pulpo, que el pirata había triturado con el tacón de su imponente bota. El corsario miró a Elinor de hito en hito, sosteniendo su alfanje sobre la cabeza, en sus ojos una expresión virulenta, mientras el buque seguía avanzando.
—Tienes unos amigos fascinantes para una chica de tu edad —se burló Barba Feroz, y arrojó de una patada la cabeza de un pulpo por la borda—. Estoy impaciente por conocer... ¡Aaaaah!
El bucanero soltó un agudo alarido de dolor y sorpresa al tiempo que alguien —o algo— le asestaba un golpe brutal en la parte posterior de la cabeza con una tabla. El capitán pirata trastabilló, dando al extraño tiempo para arrebatarle el alfanje y, con un potente y certero golpe, cortarle la cabeza.
El héroe era el coronel Brandon. Elinor lo saludó con gritos de alegría desde la cubierta de The Cleveland, a los que el coronel correspondió sosteniendo en alto la cabeza decapitada del temible Barba Feroz.
—¿Brandon? Pero eso significa...
Elinor se volvió rápidamente en la cubierta de la casa flotante y exclamó: —¡Mamá!
La señora Dashwood, cuyo terror, montada sobre el coronel Brandon mientras éste se aproximaba a nado a la casa flotante, casi la había llevado a convencerse de que Marianne había muerto, no pudo articular palabra para preguntar por su hija, ni siquiera para saludar a Elinor; pero ésta, sin esperar un saludo ni una pregunta de su madre, la tranquilizó al instante exclamando:
—¡Marianne está viva, mamá! ¡Está viva! ¡Y hemos vencido a los piratas! ¡Hoy es un día feliz!
Su madre, asimilando las palabras de su hija con su habitual ternura, se sintió de pronto tan abrumada por la dicha como se había sentido antes por sus temores. Se arrojó en brazos de Elinor, en la cubierta del barco, y ambas observaron mientras el coronel Brandon cortaba el cadáver de Barba Feroz a pedazos con un hacha que había tomado de la cubierta del barco y arrojaba sus restos, uno tras otro, por la borda a los pulpos que habían resultado tan útiles. Luego Brandon saltó desde la borda y comenzó a nadar a través del agua teñida de rojo hasta aparecer junto a ellas sobre la veranda de The Cleveland.
Mientras The Jolly Murderess se alejaba lentamente mar adentro, su peligro definitivamente neutralizado, la señora Dashwood fue conducida entre su hija y su amigo al salón, donde, rompiendo a llorar de alegría, aunque aún no podía articular palabra, abrazó a Elinor una y otra vez, volviéndose de vez en cuando para apretarle la mano al coronel Brandon, con una expresión que indicaba con toda elocuencia su gratitud y su deseo de que él compartiera con ella la felicidad que sentía en esos momentos. El coronel, no obstante, la compartió sumido en un mutismo aún mayor que el de la señora Dashwood.
Tan pronto como la dama recobró la compostura, expresó el deseo de ver a Marianne, y al cabo de dos minutos se reunió con su amada hija, a la que quería aún más debido a su ausencia, su sufrimiento y el peligro que había corrido. La alegría de Elinor, al observar lo que ambas sentían al volver a verse, sólo se vio empañada por haber interrumpido el sueño de Marianne, pero la señora Dashwood sabía mostrarse serena, incluso prudente, cuando la vida de una hija estaba en juego, y la joven, satisfecha de tener a su madre junto a ella, y consciente de estar demasiado débil para conversar, se sometió dócilmente a la necesidad de permanecer en silencio y tranquila. La señora Dashwood le aseguró que pasaría toda la noche a su lado, y Elinor, acatando los ruegos de su madre, fue a acostarse. Pero su alterado estado de ánimo le hurtó el descanso que tanto necesitaba, después de no haber pegado ojo en toda la noche, tras muchas horas de agobiante ansiedad y de pelear con los piratas. Willoughby, «el pobre Willoughby», como le llamaba ahora, estaba constantemente en sus pensamientos. Elinor, que al principio se había negado en redondo a escuchar sus argumentos en defensa de su conducta, tan pronto se reprochaba como se exoneraba a sí misma por haberle juzgado antes con tanta dureza. Pero su promesa de referir a su hermana las explicaciones que éste le había ofrecido era inevitablemente dolorosa. La aterrorizaba tener que contarle lo ocurrido, temiendo el efecto que podía tener en Marianne; dudaba si después de esa explicación su hermana podría ser feliz con otro hombre, y durante unos instantes deseó que Willoughby fuera devorado por un gigantesco pulpo, como les había ocurrido a los piratas recientemente. Luego, acordándose del coronel Brandon, se reprochó haber pensado eso, considerando que su hermana debía una mayor gratitud al sufrimiento y a la constancia de éste que a los de su rival, y se desdijo de su deseo de que el señor Willoughby muriera.
El héroe era el coronel Brandon.
Marianne siguió mejorando cada día; sus pústulas se abrieron y cicatrizaron, sus mejillas estaban más frescas y su pulso se normalizó. El alegre optimismo que ofrecía el aspecto y el estado de ánimo de la señora Dashwood demostró que era, como repetía con frecuencia, una de las mujeres más felices del mundo. Elinor no podía oír esa declaración, ni observar las pruebas que lo confirmaban, sin preguntarse si su madre se acordaba alguna vez de Edward. Ambas se turnaban en cubierta para vigilar por si aparecían más piratas, pero no apareció ninguno. Aún así la señora Dashwood, confiando en la serena descripción que le había hecho Elinor de su desengaño, y llevada por la exuberancia de su alegría, sólo pensaba en la forma de incrementarla. Marianne se había salvado de un peligro que, como la propia dama empezaba a comprender, ella misma había contribuido a propiciar al fomentar la infortunada relación entre su hija y Willoughby.
Sólo en una ocasión, durante esas alegres jornadas, observó Elinor que el rostro de su madre se ensombrecía, cuando le preguntó cómo estaba su hermana menor.
—Margaret... —respondió la señora Dashwood mirando ansiosamente a Marianne, a la que no quería turbar con una noticia desagradable—. Margaret sigue en la isla.
Cuando Elinor le preguntó el significado de una respuesta tan ambigua, la señora Dashwood se limitó a menear la cabeza con el ceño fruncido, y la joven decidió no insistir en el tema.
La señora Dashwood tenía otro motivo de alegría que Elinor ignoraba. Su madre se lo comunicó a la primera oportunidad que tuvieron de charlar en privado.
—Por fin estamos solas. Querida Elinor, aún no conoces todos los motivos de mi alegría. El coronel Brandon está enamorado de Marianne. Me lo ha dicho él mismo.
Su hija, sintiéndose por momentos complacida y consternada, sorprendida y no sorprendida, la escuchó en silencio.
—Tú no eres como yo, querida Elinor, de otro modo me chocaría tu compostura en estos momentos. De haber deseado la mayor felicidad para mi familia, habría llegado a la conclusión de que lo más conveniente era que el coronel Brandon se casara con una de vosotras. Creo que de las dos, Marianne será quien se sienta más feliz con él. Siempre y cuando, claro está, logre olvidarse del montón de oscilantes tentáculos que tiene en la cara.
Elinor despachó ese comentario con una sonrisa.
—El coronel me abrió ayer su corazón, cuando nos detuvimos para descansar sobre una resbaladiza roca, a medio camino entre la isla Pestilente y este lugar. Surgió de forma espontánea, impremeditada. Como es natural, yo sólo pensaba en mi hija, y él no podía ocultar su consternación. Observé que su aflicción era análoga a la mía, y el coronel me habló de su sincero, tierno y constante afecto por Marianne. Me confesó, querida Elinor, que la amaba desde el primer momento en que la vio.
Aquí Elinor no percibió el lenguaje ni las expresiones del coronel Brandon, sino los naturales adornos de la viva imaginación de su madre, que prestaba a todo el delicioso aire que a ella le complacía.
—Su amor por Marianne, infinitamente superior a lo que Willoughby sentía o fingía sentir por ella, por ser más cálido, más sincero y constante, o como quieras llamarlo, ha persistido, pese a conocer la infortunada atracción que ella sentía por ese despreciable joven. ¡Y sin el menor atisbo de egoísmo! ¡Sin alimentar esperanza alguna! ¡Te aseguro que la belleza de su corazón guarda una proporción inversa a la fealdad de su rostro! Nadie puede llamarse a engaño con él.
—El carácter del coronel Brandon —observó Elinor—, en cuanto hombre excelente, ha quedado ampliamente demostrado.
—Lo sé —respondió su madre poniéndose seria—. El hecho de venir a buscarme, demostrándome una amistad tan firme y sincera, dispuesto incluso a colocarse una pequeña silla en la espalda para que yo viajara más cómoda mientras él nadaba, confirma que es uno de los hombres más admirables que he conocido.