Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
Hacía una mañana seca y soleada, y Marianne no había previsto que se produjera ningún cambio en el tiempo durante su estancia a bordo de The Cleveland. Por consiguiente, se llevó una sorpresa cuando comprobó que una persistente lluvia le impedía salir de nuevo después de comer. Había decidido dar un paseo al atardecer hasta la duna de barro, y tal vez recorrer toda la zona. El frío o la humedad no la habrían hecho desistir de su empeño, pero una lluvia torrencial y persistente era muy distinta de un tiempo seco y agradable para pasear.
Formaban un grupo reducido, y las horas transcurrieron apaciblemente. La señora Palmer con su hijo, y la señora Jennings con su labor de tapete, charlaron sobre los amigos que habían dejado atrás. Elinor, aunque el tema no le interesaba, participó en la conversación, y Marianne, que tenía la habilidad de dar con la biblioteca en todas las casas, no tardó en procurarse un oportuno montón de macabros libros sobre naufragios.
La señora Palmer se desvivía para que se sintieran cómodas. Su amabilidad, junto con su bonito rostro, resultaba atrayente; su estupidez, aunque evidente, no era desagradable, pues no era fruto de la arrogancia, y Elinor le perdonaba todo menos su risa.
Ella apenas había visto al señor Palmer, y las escasas ocasiones en que sí lo había hecho, él las había tratado a Marianne y a ella de forma tan imprevisible que la joven no sabía cómo se comportaría con su familia, en su casa flotante. Pero el señor Palmer demostró ser un perfecto caballero en su conducta con sus visitantes, mostrándose grosero sólo de vez en cuando con su esposa y la madre de ésta. No obstante, su única interacción directa con Elinor se produjo al cabo de unos días de que subieran al barco, cuando se acercó a ella en la veranda, donde la joven estaba respirando el aire fresco y húmedo, y le preguntó de sopetón:
—¿Sus parientes siguen en la isla Pestilente?
—Sí, y suponemos que aguardando nuestro regreso.
—Eso es lo que esperan ustedes.
Elinor recibió noticias sobre Edward por mediación del coronel Brandon, que había ido a Delaford para ayudarlo a instalarse en el faro junto al lago. Tratándola de inmediato como la desinteresada amiga del señor Ferrars, y su propia confidente, el coronel Brandon le habló extensamente sobre el faro en Delaford, describiendo sus deficiencias, y explicándole sus intenciones de remediarlas. Su comportamiento en ese aspecto, su gozo al volver a verla después de una ausencia de tan sólo diez días, su afán de conversar con ella, su interés por conocer su opinión y la forma en que sus tentáculos bailaban alegremente mientras hablaba parecían justificar el convencimiento de la señora Jennings del amor que Brandon sentía por Elinor. Pero a ésta no se le pasó esa idea por la cabeza, pues sabía perfectamente de quién estaba enamorado el coronel.
La cuarta noche a bordo de The Cleveland, Marianne dio otro de sus reconfortantes paseos al anochecer por la duna de barro. Se detuvo frente a un arroyo cantarín que serpenteaba a través de la ciénaga, asombrada de la semejanza que guardaba con el arroyo en el que había sido atacada por el pulpo gigante, antes de ser rescatada por el gallardo Willoughby. Absorta en las reflexiones que le producía la contemplación del arroyo, entre gratas e insoportables, Marianne se sentó en un tronco, del que en el acto brotó un furioso enjambre de mosquitos de una grieta en la madera. La molesta nube de insectos, que no cesaban de zumbar, se abalanzó sobre ella, que, impotente, se arrojó sobre el cenagoso suelo, agitando inútilmente los brazos para librarse de los mosquitos que cubrían cada centímetro de su piel como una manta. Estos clavaron una y otra vez sus diminutas mandíbulas en su carne, produciéndole docenas de profundas heridas —mientras Marianne no dejaba de llorar—, hasta que unos seis o siete de los condenados bichejos se introdujeron en su boca y su garganta. El dolor, unido a la picadura que recibió en un ojo, hizo que perdiera el conocimiento.
Unos tres cuartos de hora más tarde, una preocupada Elinor halló a su hermana, cubierta de llagas purulentas, y se apresuró a acostarla en su cama. Cuando se despertó a la mañana siguiente, Marianne comprobó que la hinchazón de las picaduras de los mosquitos se había reducido mucho, pero esa incomodidad había sido sustituida por otra: violentos síntomas que se sucedían unos tras otros. Como suele suceder, todos se afanaron en recomendar diversos remedios, que fueron rechazados. Aunque incómoda y aquejada por una fiebre alta, con el cuerpo dolorido, tos, dolor de garganta, jaqueca, sudores y vómitos, una noche de descanso aliviaría su malestar por completo, y Elinor se las vio y se las deseó para convencerla de que probara uno o dos de los remedios más sencillos.
A la mañana siguiente Marianne se levantó a la hora acostumbrada, respondió a todas las preguntas afirmando que se sentía mejor y trató de demostrarlo llevando a cabo sus quehaceres habituales. Pero el hecho de pasar toda la jornada tumbada en una hamaca, tiritando, con un libro entre las manos que apenas era capaz de leer, o tendida, cansada y lánguida, en un sofá, no indicaba una marcada mejoría. Cuando por fin se fue a la cama, sintiéndose cada vez más indispuesta, al coronel Brandon le asombró la compostura de Elinor, quien, aunque atendió y cuidó de Marianne durante todo el día, confiaba en la eficacia del sueño, y no parecía preocupada por el estado de su hermana.
No obstante, una noche febril y agitada dio al traste con las esperanzas de ambas. Cuando Marianne, después de insistir en levantarse, confesó que era incapaz de permanecer sentada, y entró de nuevo en la vivienda para acostarse, Elinor decidió llamar al señor Harris, el boticario de los Palmer.
El señor Harris llegó en una lancha rápida desde tierra firme, examinó a la paciente y, tras averiguar que había sido mordida por un enjambre de mosquitos, declaró que Marianne había contraído la malaria.
Ese diagnóstico inquietó a la señora Palmer, que temía que su hijito se contagiara. La señora Jennings, que había nacido y crecido en una costa infestada de mosquitos, y había pensado desde el principio que la indisposición de Marianne era más seria de lo que Elinor suponía, consideró el diagnóstico del señor Harris muy serio y, confirmando los temores y la cautela de Charlotte, la conminó a abandonar de inmediato la casa flotante con su bebé. Una vez decidida su partida, y una hora después de que llegara el señor Harris, Charlotte se marchó, con su hijito y la nodriza, para alojarse en casa de una parienta cercana del señor Palmer que vivía a pocas millas al otro lado de Bath. Ante los ruegos de Charlotte, su marido le prometió reunirse con ella en cuanto pudiera, y ésta imploró también a su madre que la acompañara. Pero la señora Jennings, con una generosidad de corazón que hizo que Elinor sintiera adoración por ella, declaró su intención de no abandonar The Cleveland mientras Marianne estuviera enferma, y tratar, por todos los medios a su alcance, de ocupar el lugar de la madre de la cual la había separado.
La pobre Marianne, lánguida y deprimida debido a la malaria, vomitando violentamente el contenido de su estómago a intervalos irregulares en un orinal de plata que tenía junto a la cama, y que era preciso enjuagar repetidas veces, no confiaba en que al día siguiente se hubiera recuperado. Al pensar en lo que habría sucedido al día siguiente, de no ser por su infortunada enfermedad, incrementó sus dolores y su malestar, pues ese día deberían haber iniciado su regreso a casa, transportadas hasta allí por los viejos colegas de Palmer a bordo de la Rusted Nati, sorprendiendo a su madre con su llegada a la tarde siguiente. Lo poco que decía Marianne era para lamentarse de la inevitable demora; por más que Elinor trataba de animarla, y convencerla, como ella misma estaba convencida, de que la demora sería muy breve.
Al día siguiente el estado de la paciente no había experimentado ningún cambio; Marianne no estaba mejor y tenía todo el cuerpo cubierto de pústulas enormes y purulentas. Su ojo derecho, que había sufrido la picadura del insecto de mayor tamaño, estaba tan hinchado que lo tenía siempre cerrado, y el párpado cubierto por una costra de pus.
El grupo era ahora más reducido, pues el señor Palmer se disponía a ir a reunirse con su esposa, y mientras ultimaba los preparativos, el coronel Brandon expuso, aunque con más aspavientos, su intención de marcharse también. No obstante, la señora Jennings intervino oportunamente para hacer ver al coronel que su intención de partir cuando su amada estaba tan atribulada debido al estado de su hermana sería privarlas a ambas de todo consuelo; por tanto, le dijo que su permanencia en The Cleveland era necesaria para ella misma, que por las noches jugarían al Karankrolla mientras la señorita Dashwood estaba arriba con su hermana. La señora Jennings insistió tanto en que se quedara que el coronel, que en el fondo también deseaba hacerlo, no pudo por menos de acceder.
Elinor comprendió demasiado tarde las graves consecuencias de la partida del señor Palmer. Había sido él quien años atrás había salvado la vida de Barba Feroz, por lo que su presencia garantizaba su seguridad contra una invasión del infame rey de los piratas. Con su partida, a las penosas circunstancias de la enfermedad de Marianne se uniría la evaporación de esa seguridad. No queriendo preocupar a su pobre hermana, ni socavar los amables desvelos de la señora Jennings, Elinor compartió su inquietud con el coronel Brandon, cuyos gruesos apéndices faciales se pusieron rígidos de temor. Después de que la señora Jennings se retirara a su habitación en el segundo piso de la casa flotante, y Marianne, instalada en la habitación contigua y consumida por la fiebre, se sumiera en un agitado duermevela, tosiendo y murmurando palabras sin sentido fruto de sus alucinaciones, Brandon y Elinor acometieron la ingrata tarea de preparar la embarcación (según dijo el coronel) para la batalla. Recogieron grandes cortinas de musgo y hojas de Sagittaria que colgaron de los aleros de la casa flotante para ocultar su posición, cubrieron las puertas vidrieras con paños negros, ajustaron los cañones y las carroñadas sobre sus correderas y se aseguraron de que disponían de la cantidad suficiente de tacos y balas para cada pieza de artillería.
Al día siguiente ocultaron a Marianne, cuyos momentos de lucidez eran efímeros, los preparativos que estaban llevando a cabo. La joven ignoraba que ella había sido el motivo de que los propietarios de The Cleveland se hubieran marchado, unos siete días despues de la llegada de las Dashwood, y los nuevos peligros que su partida había engendrado. No le sorprendió no ver a la señora Palmer, y puesto que su ausencia no la inquietaba, no mencionaba nunca su nombre.
Habían transcurrido dos días desde la partida del señor Palmer, y la situación de Marianne no había experimentado cambio alguno. El señor Harris, que iba a verla todos los días, seguía insistiendo en que no tardaría en recuperarse, pero las expectativas de los otros eran menos optimistas. La señora Jennings, tras haber observado que los momentos de lucidez de la joven eran cada vez más raros y más efímeros, llegó a la penosa conclusión de que no sólo había contraído la malaria, sino también la fiebre amarilla, y, en suma, que no se recuperaría. El coronel Brandon, cuya principal utilidad consistía en escuchar los malos presentimientos de la señora Jennings, no estaba en estado de ánimo apto para resistirse a su influjo. Trató de razonar consigo mismo para desterrar sus temores, e incluso pasaba varias horas cada mañana pescando sardinas en los bajíos con sus tentáculos, para que Marianne pudiera alimentarse adecuadamente cuando recuperara el apetito, pero las numerosas horas del día que permanecía solo no hacían sino favorecer esas melancólicas ideas, y no podía borrar de su mente el convencimiento de que no volvería a ver a Marianne.
Durante todo el día siguiente, Elinor permaneció sentada en la cubierta de The Cleveland, montando guardia junto a las carroñadas; su atención oscilaba entre los pensamientos sobre su pobre hermana, que yacía postrada y febril en la cabina, y su creciente terror de que el perturbado capitán no tardaría en aparecer para asesinarlos a todos y arrojar sus cadáveres a los monstruos del mar.
La jornada terminó de forma aún más inquietante. Durante un rato, Marianne pareció haberse recuperado un poco, pero por la noche volvió a empeorar, mostrándose más aletargada, inquieta e incómoda que antes. El largo sueño de la joven se prolongó durante mucho rato, y Elinor decidió permanecer a su cabecera mientras el coronel Brandon montaba guardia junto a las carroñadas, y la señora Jennings se retiraba temprano.
Durante la noche, el sueño de Marianne se hizo más agitado, y Elinor, pendiente de cada cambio de postura y de los frecuentes pero ininteligibles sonidos quejumbrosos que su hermana emitía, casi deseaba despertarla de un sueño tan doloroso, cuando, de pronto, la enferma se incorporó y preguntó:
—¿Ha venido mamá?
—Aún no —respondió la otra, ocultando su terror y ayudándola a acostarse de nuevo—. Pero confío en que no tardará en venir. Es un largo trayecto desde Barton Cottage hasta aquí.
—¡No debe pasar por la Estación Submarina Beta! —exclamó Marianne expresándose atropelladamente—. Si lo hace, no volveré a verla.
Elinor se percató alarmada de que estaba delirando. No tenía sentido recordarle en esos momentos que la Estación había sido engullida por el mar. Mientras trataba de calmarla, le tomó el pulso. ¡Era más débil y acelerado que antes! Comprendió que debía mandar llamar de inmediato al señor Harris, y enviar un mensajero a Barton Cottage para avisar a su madre. Debía consultar con el coronel Brandon la mejor manera de llevar a cabo lo segundo. De modo que en cuanto hubo llamado a la señora Jennings para que la sustituyera a la cabecera de su hermana, salió de la cabina y encontró a Brandon en su puesto de batalla. No había tiempo que perder. Le explicó de inmediato sus temores y problemas al coronel Brandon. Éste la escuchó en silencio y abatido, manoseando enérgicamente sus tentáculos, pero enseguida resolvió los problemas de Elinor, pues con la presteza que requería la ocasión, y habiendo ya tomado su decisión, se ofreció como mensajero para ir en busca de la señora Dashwood. Era una decisión tan terrible como necesaria. Aunque la marcha de Brandon dejaría a Elinor y a la señora Jennings solas para defender el barco contra Barba Feroz, era el método más rápido y eficaz para trasladar a la señora Dashwood a The Cleveland.
—Puedo navegar por estas aguas con más rapidez que cualquier barco —dijo el coronel.