Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
—¡Sir John también es un hombre encantador! —declaró la hermana mayor.
En esta ocasión, los elogios de la señorita Dashwood, simples y justos, carecieron también de brillo. Se limitó a observar que era un hombre de buen carácter y jovial, que en cierta ocasión había sobrevivido tres meses navegando por el Amazonas, guiándose por las estrellas y bebiendo agua de lluvia filtrada.
—¡Y tienen unos hijos deliciosos! ¡Jamás he conocido a unos hijos tan ricos! Confieso que me he encariñado con ellos, pues los niños me encantan.
—Es evidente —respondió Elinor con una sonrisa—, por lo que he observado esta mañana.
—Tengo la impresión —dijo Lucy— de que opina que los pequeños Middleton están un tanto consentidos. Quizá su madre los mima en exceso, pero en lady Middleton es natural, y a mí me encanta ver a niños rebosantes de vida y alegría. No soporto verlos callados y quietecitos.
—Confieso —respondió Elinor— que cuando estoy en la isla Viento Contrario no me disgustan los niños callados y quietecitos.
Tras ese comentario se produjo un silencio. Las olas rompían sobre la playa, y el viento gemía en el cielo. Al cabo de unos minutos la señorita Steele, a quien estaba claro que le apetecía conversar, preguntó de sopetón:
—¿Le gusta Devonshire, señorita Dashwood? Supongo que lamentó abandonar Sussex.
Un tanto sorprendida por la familiaridad de esa pregunta, Elinor respondió afirmativamente.
—Norland es un lugar muy hermoso, ¿no es así? —añadió la señorita Steele inclinándose un poco hacia delante y dirigiendo a Elinor una mirada cargada de significado.
—Supongo que todo el mundo lo admira —contestó ésta—, aunque pocas personas pueden apreciar su belleza como nosotras.
—¿Ha tenido allí muchos pretendientes? Supongo que no debe de tener muchos en este lugar.
—¿Qué te induce a pensar —intervino Lucy, avergonzada de su hermana— que en Devonshire no hay tantos jóvenes refinados como en Sussex?
—Querida, no digo que no los haya. Estoy segura de que hay muchos buenos partidos en Plymouth; es una ciudad costera, que atrae a numerosos jóvenes aventureros deseosos de exterminar a monstruos marinos. Pero como comprenderás, ignoraba si había jóvenes elegantes y educados en las islas frente a las costas, y temía que las señoritas Dashwood se aburrieran aquí, si no tenían tantos pretendientes como antes. Pero quizás a ustedes no les interesa tener pretendientes. Por lo que a mí respecta, los encuentro muy agradables, siempre y cuando vistan con elegancia y en la pista de baile mantengan enfundadas sus espadas para aniquilar monstruos. No soporto que presenten un aspecto sucio y desaliñado, chorreando agua de mar y apestando a tripas de pescado. Supongo que su hermano debía de ser el pretendiente ideal, señorita Dashwood, antes de que contrajera matrimonio, dada su cuantiosa fortuna.
—Créame que lo ignoro —replicó Elinor—, pues no entiendo bien el significado del término. Lo único que puedo decirle es que si era el pretendiente ideal antes de casarse sin duda sigue siéndolo, pues no ha experimentado el menor cambio.
—Ah, pero una no considera nunca a un casado como un pretendiente ideal, puesto que están ocupados en otros menesteres.
Esos comentarios de las señoritas Steele colmaron el vaso. El grosero exceso de confianza y la superficialidad de la mayor no tenían disculpa, y Elinor no estaba cegada por la belleza y astucia de la más joven para no percatarse de su torpeza y falta de auténtica elegancia. Abandonó la casa sin el menor deseo de volver a verlas.
Pero las señoritas Steele no pensaban del mismo modo. Habían venido de Exeter bien provistas de admiración para utilizar a sir John Middleton y a su familia, y estaban decididas a emplear una buena porción de ésta para congraciarse con las bellas primas del anciano. Así pues, Elinor no tardó en darse cuenta de que estaban inevitablemente condenadas a intimar con las jóvenes forasteras, a pasar un par de horas sentadas con ellas en una habitación casi todos los días.
Elinor no las había visto más de un par de veces cuando la mayor la felicitó por haber tenido su hermana la fortuna de conquistar a un buen partido en la isla.
—Es magnífico que se case tan joven —dijo—, y tengo entendido que es un excelente nadador, que utiliza las aletas con gran maestría y que es prodigiosamente guapo. Confío en que usted tenga la misma suerte que su hermana, pero quizá ya haya atrapado a un pez, como suele decirse.
Elinor supuso que sir John había revelado sus sospechas del afecto que ella sentía por Edward; de hecho, era una de las bromas favoritas del anciano. Desde la visita de Edward, nunca se reunían para cenar sin que sir John bebiera sin parar, al tiempo que dedicaba a Elinor constantes guiños y gestos cargados de significado, con el fin de suscitar la atención de los presentes.
Las señoritas Steele disfrutaban con esas chanzas, y la mayor mostró una gran curiosidad por averiguar el nombre del caballero al que el anciano aludía. Sir John no tardó en satisfacer su curiosidad. Una noche se hallaban todos sentados a la mesa para cenar, en la que lady Middleton había colocado una bandeja con una serpiente de cascabel asada a la parrilla, cortada en porciones individuales como si fuera una tarta.
—El nombre de ese joven es Ferrars —dijo sir John en un murmullo muy audible—, pero no se lo diga a nadie, pues es un secreto.
—¡Ferrars! —repitió la señorita Steele, masticando con las muelas un pedazo correoso de serpiente—. ¿De modo que el feliz pretendiente es el señor Ferrars? ¡Cómo! ¿El hermano de su cuñada, señorita Dashwood? Es un joven muy agradable; le conozco bien.
—¿Cómo puedes decir eso, Anne? —protestó Lucy, que solía corregir todas las afirmaciones de su hermana—. Aunque lo hemos visto un par de veces en casa de nuestro tío, es exagerado decir que lo conoces bien.
Elinor escuchó esos comentarios con atención y sorpresa. «¿Quién era ese tío?», «¿Dónde vivía?», «¿De qué se conocían?» Deseaba que prosiguieran con el tema, aunque no participó directamente en él; también deseaba que la cena terminara, para dejar de fingir que comía unos bocados de serpiente de cascabel, los cuales depositaba en su regazo para deshacerse de ellos más tarde. Nadie volvió a mencionar a los Ferrars, y por primera vez en su vida Elinor pensó que la señora Jennings carecía de curiosidad para informarse de noticias pueriles, o voluntad para transmitirlas. La forma en que la señorita Steele se había referido a Edward no hizo sino aumentar su curiosidad, pues pensó que lo había hecho con cierta mala fe, lo cual le hizo sospechar que la joven sabía algo perjudicial para Edward. Pero su curiosidad no se vio satisfecha, pues cuando alguien citó el nombre del señor Ferrars, la señorita Steele no hizo caso, y sir John no volvió a mencionarlo abiertamente.
La cena terminó por fin y las Dashwood fueron conducidas a casa en canoa, por unos remeros que navegaban con gran pericia, utilizando los faros antiniebla. Las hermanas regresaron a casa en silencio, excepto por el leve ruido que hacían al vomitar los restos de la cena en el mar.
Marianne, que nunca había tolerado la impertinencia, vulgaridad o incluso un gusto distinto del suyo, se mostró durante esos días especialmente contrariada por tener que soportar a las señoritas Steele. Las trataba con frialdad y atajaba con rapidez cualquier intento por parte de éstas de intimar con ella.
Lucy poseía una inteligencia natural, sus comentarios solían ser acertados y divertidos, y Elinor encontraba en ella a una inter-locutora agradable durante media hora. Incluso manejaba el cuchillo con destreza. Una noche, en la cocina de los Middleton, Elinor la vio decapitar a una platija, que no estaba completamente muerta, de un tajo. Pero sus dotes no habían sido perfeccionadas por una educación. Carecía incluso de los conocimientos más rudimentarios sobre especies de peces, navegación y diversos tipos de redes, y su falta de desarrollo intelectual, su ignorancia sobre las cuestiones más corrientes, no se le ocultaban a la señorita Dashwood. Elinor sentía lástima por ella, pero observó, con menos benevolencia, la total ausencia de delicadeza, de rectitud y de integridad moral que sus atenciones y cumplidos en la isla Viento Contrario ponían de relieve, y no podía sentirse realmente satisfecha en compañía de una persona a cuya falta de sinceridad se unía la ignorancia.
—Quizá le choque mi pregunta —le dijo un día Lucy mientras remaban a bordo de un kayak de dos plazas de regreso a Barton Cottage desde la isla Viento Contrario—, pero ¿conoce a la señora Ferrars, la madre de su cuñada?
La pregunta chocó efectivamente a Elinor, y, sorprendida, dejó de remar durante unos instantes. El kayak describió un pequeño semicírculo en el agua antes de que Elinor respondiera que no había visto nunca a la señora Ferrars.
—¡No me diga! —contestó Lucy—. Supuse que la habría visto en Norland. En ese caso, no podrá decirme qué clase de mujer es.
—Así es —respondió Elinor—, porque no sé nada de ella.
—Estoy segura de que le extrañará que le pregunte por ella —dijo Lucy sin quitarle ojo—, pero existen razones...
—¡Cuidado! —gritó Elinor, pues Lucy había apartado la vista del mar y se dirigían hacia una roca lisa, gris y reluciente, que asomaba a través de las profundas aguas—. ¡No deje de remar!
Las jóvenes consiguieron maniobrar la embarcación alrededor del promontorio parcialmente sumergido, y Lucy volvió a disculparse.
—Confío en que no me considere impertinente.
Elinor respondió con educación y siguieron remando durante unos minutos en silencio. Éste fue roto por Lucy, que retomó el tema diciendo:
—No soportaría que me tomara por una chismosa y una impertinente.
—¡Por lo que más quiera, tenga cuidado! —gritó de nuevo Elinor.
Frente a ellas vieron algo muy extraño —una formación rocosa, ¿o eran corales que asomaban a la superficie?— que tuvieron también que sortear. Al examinarla más de cerca, Elinor comprendió alarmada que la roca se agitaba ligeramente mientras el agua se deslizaba sobre ella; no era una roca ni unos corales, sino el lomo gris de un animal vivo que se movía. Lucy no prestó atención a ese inquietante fenómeno y siguió diciendo:
—Le aseguro que haría cualquier cosa por no parecerle impertinente a una persona cuya buena opinión me importa tanto como la suya...
—Lucy... —dijo Elinor, retirando su remo del agua y sosteniéndolo sobre su cabeza, dispuesta a asestar un golpe en el lomo del animal en cuanto alzara la cabeza para atacarlas.
—Y le aseguro que no tendría ningún reparo en confiar en usted —prosiguió la otra, sin percatarse de la postura defensiva que había adoptado Elinor, ni de que la «roca» se había elevado un poco sobre el agua, mostrando un cuerpo viscoso y plateado, además de unos ojos rojos, hundidos y centelleantes sobre unas fosas nasales que despedían un vapor caliente.
—¡Lucy! —gritó Elinor.
—De hecho, le agradecería que me aconsejara lo que debo hacer en esta situación tan embarazosa en la que me encuentro, pero no deseo importunarla...
La Cosa se había alzado sobre la superficie del agua, de forma que toda su parte delantera era visible, y estaba frente a ellas. Tenía la cabeza alargada y plana, unos ojos que relucían mostrando una inteligencia sobrenatural. Su cuerpo era largo y retorcido, y chorreaba una espesa capa de lodo marino que enturbiaba las aguas que rodeaban a la criatura. Cuando la pequeña embarcación se aproximó, la Cosa abrió la boca, revelando unos colmillos. Elinor sintió que la sangre se le helaba en las venas. ¡La Bestia Colmilluda de Devonshire!
—Lamento que no conozca a la señora Ferrars.
—Y yo lamento no lamentarlo —replicó Elinor, estupefacta—. Pero de momento debemos dejar el tema y centrar nuestra atención en...
Pero Lucy estaba sumida en sus reflexiones. Incluso cuando Elinor partió el remo sobre su rodilla dispuesta a repetir la hazaña de su madre al despachar a la gigantesca bestia que había atacado su embarcación cuando se dirigían a Barton Cottage, la otra prosiguió con su perorata.
—Hoy por hoy la señora Ferrars no significa nada para mí..., pero quizás algún día... Aunque todo depende de ella..., pero quizás algún día estemos estrechamente emparentadas.
Al decir esto Lucy bajó la vista, con encantadora timidez, mirando a su acompañante de refilón para observar la reacción de ésta.
—¡Cielo santo! —exclamó Elinor alzando el remo para descargar un golpe contundente sobre la cabeza achatada de la Bestia Colmilluda, tan sorprendida por el descomunal tamaño del animal que tenía enfrente como por el significado que creía haber captado en las palabras de Lucy Steele—.¿A qué se refiere? ¿Conoce al señor Robert Ferrars? ¿Es posible?
Entretanto, la Bestia Colmilluda había logrado esquivar el remo, que cayó inútilmente sobre el agua.
—No conozco al señor Robert Ferrars —respondió Lucy—. No le he visto en mi vida, pero conozco a su hermano mayor.
Elinor se volvió hacia Lucy, muda y estupefacta, y en ese preciso momento vio surgir del agua otra cabeza gigantesca, incrementando su estupor. Mientras la primera de las monstruosas cabezas de la Bestia Colmilluda emitía un feroz sonido sibilante, la segunda cabeza, alargada como la otra, se deslizó sobre la embarcación y atrapó a Elinor por las rodillas, enroscando su viscoso cuello alrededor de ellas. La joven cayó por la borda y amarizó en el agua, sintiendo que la boca se le llenaba de la nube espesa y pringosa que emanaba de la Bestia.
—Comprendo que le sorprenda... —continuó Lucy, deteniéndose repentinamente al comprobar que algo andaba mal y que estaba sola a bordo del kayak—. ¿Elinor?
Elinor, ahogándose en la nube de lodo, atrapada por el repugnante apéndice de la Bestia Colmilluda, trataba de mantener la cabeza fuera del agua. Mientras se esforzaba en recobrar el resuello, recordó las historias que solía contar sir John cuando estaba bebido. Existía una especie de pez, un monstruo gigantesco que se alimenta de la niebla como los bebés se alimentan de la leche de su madre. Por consiguiente, el tiempo húmedo y opresivo que había hecho últimamente no debía de ser una coincidencia: esta temible bestia de dos cabezas había prosperado en este tiempo húmedo, desarrollándose, esperando el momento de atacar.
Ese dato no servía de nada a Elinor en esos momentos. Lo único que podía hacer era confiar en la ayuda que le prestara Lucy, quien por fin había terminado de revelar el secreto que la consumía y se había percatado de las peligrosas circunstancias en que se hallaban. Para sorpresa de Elinor, la menor de las Steele demostró estar a la altura de éstas. La joven llevaba un cuchillo de pescado con la hoja serrada oculto en su elegante bota de viaje; sin titubear, agarró el mango del cuchillo y hundió la hoja en las agitadas aguas para sajar violentamente el cuello-tentáculo que estaba enroscado cual una pitón alrededor de la cintura de Elinor.