Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (30 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Las damas recobraron rápidamente la compostura. Lucy no se sentía obligada a mostrar sus sentimientos, dada la necesidad de seguir fingiendo que su relación con Edward era un secreto bien guardado. Después de saludarlo brevemente, no volvió a despegar los labios. Elinor, por su parte, se alegró de la grata y reconfortante presencia de Edward, pues la figura de cinco puntas se había disipado, al igual que la extraña y agobiante oscuridad de su mente.

Decidió no dejar que la presencia de Lucy, ni la sensación de haber sido víctima de una injusticia, le impidieran expresar a Edward lo mucho que le complacía verlo. Se negaba a que el temor que pudiera infundirle Lucy le impidiera dedicarle las atenciones que, como amiga y casi parienta suya, le debía.

La actitud de Elinor tranquilizó un poco a Edward, que por fin hizo acopio del suficiente valor para sentarse, pero su turbación excedía con mucho a la de las damas, pues su corazón no albergaba la indiferencia del de Lucy, ni su conciencia el sosiego de la de Elinor.

El fuerte golpe que oyeron contra el muro trasero de la estancia no contribuyó a aliviar la tensión. Al volverse, vieron a un criado, que estaba cambiando el filtro de agua del acuario, al que se le había desprendido el tubo de respiración de su traje diseñado para flotar fuera de la Cúpula, tratando frenéticamente de atraer la atención de los tres. Las operaciones de los diversos aparatos destinados a facilitar la respiración bajo el agua en la Estación debían permanecer invisibles para los habitantes de ella, y los ruidosos intentos del sirviente por llamar la atención constituían una embarazosa falta de decoro. Elinor y sus visitantes lo ignoraron olímpicamente, y los insistentes golpes del desdichado se convirtieron en el sonido de fondo de la tensa conversación que se desarrolló a continuación.

Casi todo cuanto se dijo procedió de Elinor, quien tuvo que informar puntual y exhaustivamente sobre la salud de su madre, las circunstancias del viaje de Marianne y ella a la estación, y así sucesivamente, todos los temas sobre los que Edward habría debido inquirir, pero que no había hecho. Durante el silencio que se produjo al cabo de un rato, el sirviente, a punto de ahogarse, siguió golpeando violentamente la Cúpula, formando con sus labios la palabra «auxilio» mientras arañaba el cristal.

Elinor decidió entonces, con el pretexto de ir en busca de Marianne, dejar a los otros solos, y eso fue lo que hizo, con exquisita elegancia, pues se ausentó unos minutos, permaneciendo en el rellano, antes de ir a por su hermana. A partir de ese momento, el arrobamiento de Edward cesó, pues Marianne entró alborozada en el salón. Su alegría al ver a Edward era como todos sus sentimientos, vehemente y expresada con energía. Se acercó a él ofreciéndole la mano, con un tono tan afectuoso como el de una hermana.

—¡Querido Edward! —exclame)—. ¡Es un momento muy feliz para mí ¡Casi me compensa de todo lo demás! ¡Cielos, allí hay un hombre que se está ahogando!

Elinor dirigió a su hermana una mirada de censura, para advertirle contra un excesivo entusiasmo con respecto a la presencia de Edward o la suerte del empleado encargado del filtro de agua. Un gigantesco, grotesco y colmilludo rape nadaba a toda velocidad hacia el sirviente, con su fotóforo apuntando hacia arriba como un foco; al ver al pez, el hombre se volvió de nuevo hacia el muro de cristal, con los ojos desorbitados, implorando en silencio que le rescataran.

Edward trató de corresponder a la amabilidad de Marianne, pero no se atrevió a expresar ante esos testigos lo que sentía. Volvió a sentarse y durante un par de minutos todos guardaron silencio; mientras, Marianne observaba, con elocuente ternura, a veces a Edward y otras a Elinor, lamentando que el gozo de ambos al volver a reunirse se viera empañado por la ingrata presencia de Lucy.

El rape cerró sus cientos de colmillos afilados como navajas alrededor de la parte inferior del hombre, partiéndolo en dos no muy limpiamente.

Edward fue el primero en romper el silencio, para comentar la alterada expresión de Marianne y expresar su temor de que no se sintiera a gusto en la Estación Submarina.

—¡No debe pensar en mí! —contestó ella con efusiva sinceridad. El torso del encargado del filtro de agua flotaba boca arriba, mientras sus piernas desaparecían engullidas a bocados por el rape—. Como puede comprobar, Elinor está bien. Eso basta para que ambos nos sintamos satisfechos.

Ese comentario no estaba calculado para hacer que Edward o Elinor se sintieran más relajados, ni para congraciarse con Lucy, quien miró a Marianne con una expresión nada benévola.

—¿Le gusta la Estación Submarina? —le preguntó Edward, deseoso de decir cualquier cosa con tal de introducir otro tema.

—Ciertamente que no. Supuse que me depararía muchos momentos agradables, pero no ha sido así. El hecho de verlo a usted, Edward, es el único consuelo que me ha procurado, ¡y a Dios gracias, usted no ha cambiado en absoluto!

Fuera de la Cúpula, la parte superior del empleado contenía aún la suficiente sangre para que permaneciera consciente, y observó horrorizado mientras la gigantesca bestia le devoraba a bocados la parte inferior. Marianne se detuvo, y nadie dijo nada. El rape terminó de engullir las piernas y empezó a atacar el resto del encargado del filtro de agua. El océano se tiñó de sangre.

—Creo, Elinor —añadió al cabo de unos momentos Marianne—, que debemos emplear a Edward para que cuide de nosotras durante nuestro viaje de regreso a Barton Cottage. Calculo que partiremos dentro de un par de semanas, y espero que acepte de buen grado esa misión.

El pobre Edward farfulló algo, pero nadie comprendió lo que dijo. Quizá fuera algo así como: «Qué cantidad de dientes tienen los rapes». Pero Marianne, al observar su turbación, se sintió satisfecha y al cabo de unos instantes cambió de conversación.

—Ayer pasamos el día en Harley Piscina, Edward. ¡Fue terriblemente aburrido! Pero tengo muchas cosas que comentarle sobre ese particular, que en estos momentos no puedo hacer.

Y haciendo gala de una admirable discreción, Marianne se abstuvo de contarle lo desagradables que le habían parecido sus mutuos parientes, y en particular la madre de Edward, hasta que gozaran de unos momentos de privacidad.

—Pero usted no vino, querido amigo. ¿Por qué?

—Tenía otro compromiso.

—¡Otro compromiso! ¿Tan importante era que le impidió venir a reunirse con sus buenas amigas?

—Quizá, señorita Marianne —terció Lucy deseosa de vengarse un poco de ella—, crea que los jóvenes caballeros nunca cumplen sus compromisos, si no desean hacerlo, tanto si son importantes como si no.

Elinor se enfureció, pero Marianne se mostró totalmente insensible a la pulla. El sirviente del acuario, en cambio, era más que consciente de lo que le ocurría, y habría seguido estándolo de no haberle engullido el rape la cabeza de dos bocados. Al verlo, Edward sofocó una exclamación de horror y se tapó los ojos con la mano.

—Estoy segura de que ése fue el único motivo que impidió a Edward acudir a Harley Piscina —respondió Marianne con calma al despectivo comentario de Lucy—. Me consta que posee la conciencia más delicada del mundo; la más escrupulosa en todo lo que hace, por insignificante que sea, aunque no le interese ni complazca. Siempre teme causar dolor, herir a alguien en sus expectativas, y es la persona más incapaz de ser egoísta de cuantas conozco. —Tras concluir su discurso, se volvió hacia el cristal de observación—. ¡Dios santo! ¡Habrá que limpiar el acuario!

36

Unos días después de ese encuentro, los periódicos anunciaron al mundo que la esposa de Thomas Palmer había dado a luz a un hijo y heredero. Ese acontecimiento, de gran importancia para la felicidad de la señora Jennings, causó una alteración temporal en la administración de su tiempo, e incidió en los compromisos de sus jóvenes amigas. Puesto que la señora Jennings deseaba pasar tanto tiempo como fuera posible con Charlotte, iba a verla cada mañana, nada más levantarse, y no regresaba hasta la noche, por lo que las señoritas Dashwood se vieron obligadas a pasar buena parte de su tiempo con lady Middleton y las dos señoritas Steele, las cuales no apreciaban su compañía, por más que fingieran mostrarse encantadas de verlas.

La presencia de más invitados resultaba especialmente enojosa a lady Middleton, quien de un tiempo a esta parte tenía mucho que ocultar; por las noches se dedicaba a reparar clandestinamente el submarino que había ocultado en su despensa, aprendiendo los secretos del arte de construir buques a fin de soldar el casco y reparar los defectuosos propulsores; de día seguía memorizando las complejidades de la navegación y el manejo de un submarino, antes de poner en práctica su ansiado sueño de fugarse. En cuanto a Lucy, estaba celosa de Elinor y Marianne por haberse entrometido en su terreno y compartir las atenciones que la joven deseaba monopolizar.

En otros lugares de la Estación, la moda de los piratas, que el baile temático organizado por sir John había puesto de relieve, se convirtió a esas alturas de la temporada en el último grito. Los caballeros adinerados adoptaban el aire de caballeros de fortuna.

Un alfanje era un objeto imprescindible, y nadie podía pasear por el Muelle Comercial o por Marleybone High Causeway sin oír el chillido de los loros parloteando sobre los hombros de los petimetres que lucían un pañuelo en el cuello. Los juegos de azar y los espectáculos acuáticos como el rodeo de leones marinos habían perdido popularidad, sustituidos por los duelos a espada, en los que los hombres residentes en la Estación ponían a prueba su valor, aunque nada estuviese más lejos de su intención que batirse en duelo con auténticos piratas.

Esas modas desagradaban a Elinor, tanto más cuanto que coincidían con un marcado aumento en el número de ataques de piratas en las tierras de la superficie; varios bucaneros, entre ellos el temible pirata Barba Feroz, habían convertido los mares en muy peligrosos, abordando cualquier buque, salvo los de cuatro mástiles, saqueándolos y arrojando a todas la personas que se hallaran a bordo a merced de los monstruos marinos.

Pero aún la contrariaba más que la moda pirata que había invadido su círculo de amistades no contribuía a elevar la moral de Marianne. Ésta se preparaba silenciosa y mecánicamente para cada evento, calzándose sus katiuskas, sin la menor esperanza de divertirse, y a menudo sin saber, hasta el último momento, dónde iba a celebrarse la fiesta.

Una noche fueron a casa de una amiga de su cuñada, donde asistirían a diversos combates llevados a cabo con alfanjes y puñales, como los que imaginaban que los gallardos caballeros libraban contra los piratas. Las amenidades de la velada no tuvieron nada de extraordinario. En la fiesta, como en otras en las que se libraban duelos a espada, había un gran número de personas aficionadas a ese deporte, y muchas más que no lo eran, y los participantes, como de costumbre, según su propia opinión y la de sus amigos íntimos, eran los mejores duelistas de Inglaterra.

Comoquiera que Elinor no era aficionada a esas prácticas marciales, ni fingía serlo, no tuvo reparos en desviar los ojos de la «pasarela», que había sido minuciosamente construida para que se asemejara a la cubierta de proa de una goleta, donde solían librarse los combates contra piratas. Durante uno de esos momentos en que apartó la vista, distinguió entre un grupo de jóvenes caballeros a uno que lucía dos de los acostumbrados brazaletes, uno que decía Hail y el otro Britannia. Al cabo de unos momentos se dio cuenta de que el joven la estaba observando mientras conversaba animadamente con su hermano John; cuando ambos se acercaron a ella, el señor Dashwood se lo presentó como el señor Robert Ferrars.

Éste se dirigió a ella con gran cortesía, ladeando la cabeza de forma tan exagerada que ella comprendió en el acto que se trataba del engreído lechuguino que le había descrito Lucy. Por fortuna para Elinor, su afecto por Edward no dependía de los méritos de sus parientes más cercanos, sino de los suyos propios. Mientras trataba de analizar las diferencias entre los dos jóvenes, cayó en la cuenta de que la vacua arrogancia de uno ponía aún más de realce la modestia y valía del otro. Durante el cuarto de hora que duró la conversación, mientras a sus espaldas sonaba el ruido de espadas en la falsa cubierta de proa, Robert le explicó los motivos de que fueran tan distintos; pues al referirse a su hermano, y lamentando la extrema torpeza que, según él, le impedía frecuentar la alta sociedad, Robert lo atribuyó abierta y generosamente a la desafortunada circunstancia de que Edward hubiera sido educado por un tutor particular, mientras que él, gracias a las ventajas de un colegio privado, estaba tan capacitado para desenvolverse en el mundo como el que más.

—Estoy convencido —añadió Robert Ferrars— de que ése es el único motivo, y con frecuencia, cuando mi madre se lamenta de ello, le digo: «Estimada señora, deja de atormentarte. El mal ya está hecho, y tú has tenido la culpa. ¿Cómo se te ocurrió ponerle un tutor particular en la etapa más crítica de su vida? ¡Para que se mezclara con ratas de muelle y se obsesionara con aburridas y eruditas trivialidades y mitos sobre la Alteración! Si lo hubieras enviado a Westminster como me enviaste a mí, esto no habría pasado».

Eso es lo que opino sobre el asunto, y mi madre se ha convencido de su error.

Dado que a John Dashwood los duelos a espada le disgustaban tanto como a su hermana mayor, se dedicó también a observar y pensar en otras cosas. Pasó buena parte de la velada tratando de recordar si le habían pagado lo estipulado por un reciente experimento, durante el cual, y por espacio de tres días, no había comido otra cosa que huevas de peces espátula. Eso hizo que se le ocurriera una agradable idea, que se apresuró a consultar con su esposa, para su aprobación, cuando llegaron a casa. Durante la siguiente semana John se sentiría monstruosamente indispuesto, pues estaría recuperándose de una intervención destinada a recubrir sus pulmones con unas laminillas y unos delgados filamentos, como los que tienen las agallas, y Fanny, como es natural, le haría compañía durante ese período de convalecencia. Lo sensato y cortés, por consiguiente, era invitar a sus hermanas a alojarse con ellos. El gasto sería insignificante y las molestias mínimas, pero la propuesta sorprendió a su mujer.

—Son huéspedas de lady Middleton. ¿Cómo voy a pedirles que abandonen su casa?

Su marido no vio la lógica de su objeción.

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