Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
—Si lo conseguimos, señora —respondió Elinor—, será con o sin el coronel Brandon.
A continuación se levantó y fue a reunirse con Marianne, a quien halló, como suponía, en su habitación, con el rostro pegado al cristal de la Cúpula, indicando por medio de gestos a una ventosa su ferviente deseo de cambiarse por ella.
—Es mejor que me dejes —fue el único saludo que recibió Elinor, a quien le costó comprender esa escueta frase, dado que Marianne tenía la boca pegada al cristal.
Regresó al salón, donde la señora Jennings se reunió de nuevo con ella y, para sorpresa de ambas, al cabo de poco rato llegó el coronel Brandon. A juzgar por su forma de mirar alrededor de la habitación en busca de Marianne, Elinor dedujo que no esperaba ni deseaba verla allí. La señora Jennings se encaminó a través de la habitación hacia la mesita de té que Elinor presidía y murmuró:
—El coronel se muestra tan serio como siempre. ¿Ha observado lo tiesos que están sus tentáculos faciales? No sabe nada del asunto. Debe decírselo, querida.
Poco después, el coronel Brandon acercó una silla a la de Elinor y le preguntó por su hermana.
—Marianne no se encuentra bien —respondió ella—. Ha estado indispuesta todo el día, y la hemos convencido para que se acostara.
—¿Tiene picores?
—No.
—¿Un sarpullido? —No.
—¿Dolores en las articulaciones?
Elinor negó con la cabeza.
—Su indisposición no se debe a un aeroembolismo. ¡Ojalá lo fuera!
—En tal caso —dijo el coronel dubitativo—, lo que he oído decir esta mañana quizá... contenga más verdad de lo que supuse. —¿Qué ha oído decir?
—Como deduzco que ya lo sabe, no me obligue a responder.
—¿Se refiere —respondió Elinor con forzada calma— al matrimonio del señor Willoughby con la señorita Grey? Sí, estamos informadas. ¿Dónde lo ha oído?
—En el Muelle Comercial, donde fui a resolver unos asuntos. Dos damas esperaban que les entregaran unos caparazones de tortuga decorados, y una refirió a la otra lo de la próxima boda, en voz tan alta y con tan poco disimulo que no pude por menos de oírlo. El nombre de John Willoughby, repetido con frecuencia, me llamó la atención, y la dama aseguró a su amiga que todo estaba decidido con respecto a su matrimonio con la señorita Grey, hija de Sterling Grey.
—Pero ¿ha oído también que la señorita Grey dispone de cincuenta mil libras? En todo caso, ésa puede ser la explicación.
—Es posible. ¡Ese hombre por fin demuestra ser un cazador de tesoros! —El coronel Brandon se detuvo un momento, emitió una breve risita gutural y añadió con tono vacilante—: ¿Y su hermana? ¿Cómo lo ha...?
—Ha sufrido mucho. Sólo confío en que su sufrimiento remita pronto. Se ha llevado un disgusto tremendo. Hasta ayer, por lo que sé, no dudó en ningún momento de los sentimientos del señor Willoughby, e incluso ahora, quizá... Pero estoy casi convencida de que él nunca la amó.
—¡Ah! —dijo el coronel Brandon al tiempo que sus tentáculos bailaban animadamente debajo de su barbilla—. Pero ¿su hermana, según creo haberla entendido, no piensa como usted?
—Ya conoce su carácter, puede imaginarse que, si pudiera, aún trataría de justificar su conducta.
El coronel no respondió, y al poco rato cambiaron de tema. La señora Jennings confiaba en observar que el efecto de la noticia que la señorita Dashwood acababa de comunicar a Brandon se plasmaría en una expresión de alegría en su rostro, pero en lugar de ello, el coronel se mostró durante toda la velada más serio y pensativo que de costumbre.
Marianne se despertó a la mañana siguiente, habiendo dormido más de lo que había supuesto, consciente c el mismo sufrimiento que la invadía al cerrar los ojos.
Elinor la animó a hablar de lo que sentía, y antes de que cortaran en rodajas el molde del desayuno en a mesa, analizaron el asunto una y otra vez. Marianne expresó su deseo de que abrieran todas las tapas de escotilla de la Estación Sul imarina Beta para que todos se ahogaran, lo cual le valió una dura reprimenda por parte de Elinor, quien le recordó que no era cosa de tomarse a la ligera esa posibilidad, teniendo en cuenta la trágic a suerte que había corrido la Estación Submarina Alfa.
Sosteniendo una carta en la mano, y coi i un semblante alegremente risueño, la señora Jennings entró en a habitación de las jóvenes diciendo:
—Querida, le traigo algo que estoy se gura de que la aliviará.
Marianne reaccionó al instante. Su imaginación colocó ante ella una carta de Willoughby, rebosante de ternura y arrepentimiento, explicándole todo lo ocurrido, seguida de inmediato por Willoughby en persona, que entraba apresuradamente en la habitación ataviado con su elegante escafandra y sus aletas, chorreando agua de mar como el día en que se habían conocido. El efecto de ese momento quedó destruido por el siguiente. Marianne contempló ante sí la letra de su madre, que hasta entonces nunca le había parecido tan inoportuna.
La carta, cuando la joven se calmó lo suficiente para leerla, le aportó escaso consuelo. El primer párrafo, escrito con mano insólitamente temblorosa, describía la renovada preocupación de su madre con respecto a Margaret.
Desde vuestra partida hacia la Estación, el extraño comportamiento de vuestra hermana no ha mejorado; por el contrario, cada vez estoy más preocupada por ella. Esa chica no despega la boca durante las comidas, y ha perdido la juvenil exuberancia con que solía atacar un plato de cangrejos. Muchas noches, me despierto a altas horas de un sueño agitado al oír una puerta que se cierra, seguido por los pasos apresurados de Margaret por la escalera de la fachada, dirigiéndose hacia... ¡Dios sabe adonde! A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, niega haber abandonado la casa, pero no prueba bocado ni conversa, limitándose a farfullar unas extrañas oraciones a unos dioses desconocidos. Asimismo, he observado unos cambios inquietantes en su aspecto físico: sus mejillas, antes sonrosadas, están pálidas; su pelo, apagado y ceniciento; y sus dientes, queridas hijas, son afilados y puntiagudos como los de un animal.
Llegadas a este punto, Elinor y Marianne, que leían juntas la carta, cambiaron una mirada de preocupación, tras lo cual continuaron:
No me atrevo a imaginar siquiera lo que Margaret ve y hace en los remotos confines de esta isla, a la pálida luz de la luna, pero confío fervientemente en que sus exploraciones y los extraños hábitos que ha adquirido sólo signifiquen un capricho de juventud, y que cuando nos reunamos todas de nuevo, vuelva a ser la Margaret alegre y animada que habéis amado.
Mientras Elinor trataba de descifrar ese inoportuno cambio en su hermana, cayó del sobre un segundo pedazo de papel, no el acostumbrado pergamino de zostera marina sobre el que la señora Dashwood había escrito su misiva, sino una hoja muy delgada que Elinor reconoció, y que había sido arrancada de la Biblia de la familia Dashwood. Cuando se inclinó para examinarla, comprobó que era una página del libro de Isaías, con un pasaje señalado por un círculo que, como comprendió al instante, había sido trazado con la sangre de Margaret:
Aquel día castigará Yahvé con su espada, resistente, gigante, potente, a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa, y matará al dragón del mar.
Elinor dobló rápidamente la hoja por la mitad y se la guardó en el corpino. El resto de la carta de la señora Dashwood la inquietó aún más; todas las páginas estaban llenas de Willoughby. Marianne volvió a manifestar su impaciencia por volver a casa; su madre era más importante para ella que nunca, más importante por su excesiva y errada confianza en Willoughby, y ansiaba desesperadamente irse de la Estación Submarina Beta. Incapaz de decidir si era mejor para Marianne permanecer en la Estación o en la isla Pestilente, Elinor se limitó a aconsejarla que tuviera paciencia hasta que averiguaran los deseos de su madre.
La señora Jennings las dejó más temprano de lo habitual, pues no descansaría hasta que los Middleton y los Palmer pudieran lamentarse como ella de lo acaecido. Elinor, consternada, era consciente del dolor que iba a causar a su madre, y se sentó para escribirle una carta refiriéndole lo sucedido y pedirle más detalles sobre el extraño cambio operado en Margaret. Marianne continuó sentada a la mesa sobre la que escribía Elinor, observando el movimiento de la pluma, lamentando que su hermana tuviera que llevar a cabo esa ingrata tarea, y lamentando aún más el efecto que tendría en su madre.
Las dos hermanas continuaron así durante un cuarto de hora, hasta que Marianne, cuyos nervios no soportaban el más leve ruido, se sobresaltó al oír unos golpes en la puerta.
—¿Quién puede ser? —preguntó Elinor—. ¡A esta hora tan temprana! Creí que estábamos a salvo de intrusos.
Marianne se acercó a la ventana.
—¡Es el coronel Brandon! ¡Maldita sea! —exclamó contrariada—. Nunca estamos a salvo de ese hombre.
—No entrará, puesto que la señora Jennings no está en casa.
—Yo no confiaría en ello —replicó Marianne retirándose a su habitación—. Un hombre-pez que no tiene nada que hacer con su tiempo no va a sentir el más mínimo reparo por importunar a los demás.
Los hechos demostraron que Marianne tenía razón, pues el coronel Brandon entró en la casa, y Elinor, convencida de que lo que le había traído allí era su preocupación por Marianne, preocupación que observó en la flacidez y melancólica forma en que colgaban sus tentáculos, no perdonó a su hermana por juzgarlo tan a la ligera.
—Me encontré con la señora Jennings en Bond Causeway —dijo el coronel tras cambiar los saludos de rigor—, y me animó a que viniera. Supuse que la encontraría a usted sola. Mi propósito..., mi deseo..., glub... gluglú..., es proporcionarle consuelo y glub... —El coronel se detuvo, enjugándose delicadamente con el pañuelo una mezcla verdosa de baba y mocos que se había acumulado en su barbilla.
—Creo entenderle —respondió Elinor—. Tiene algo que decirme sobre el señor Willoughby que contribuirá a explicar mejor su carácter. El hecho de que me lo cuente será la mayor prueba de amistad que pueda ofrecer a Marianne. Cualquier información destinada a tal fin le valdrá mi eterna gratitud. Le ruego que continúe.
—Comprobará que soy un narrador muy torpe, señorita Dashwood; apenas sé por dónde empezar. Creo que es preciso que le hable brevemente de mí. Ése es un tema —añadió el coronel emitiendo un húmedo suspiro— sobre el que no suelo mostrarme difuso.
El coronel Brandon se detuvo unos momentos para poner en orden sus ideas, tras lo cual continuó con otro húmedo suspiro:
—Probablemente ha olvidado una conversación que mantuvimos una noche en la isla Viento Contrario (la noche de la fiesta en la playa junto a la hoguera, cuando una medusa devoró a una joven), en la que le hablé de una dama que había conocido tiempo atrás, parecida a su hermana Marianne.
—No la he olvidado —respondió Elinor.
El hecho de que recordara la conversación pareció complacer al coronel; ella le sonrió, tras lo cual desvió la vista. Brandon prosiguió:
—Existe una marcada similitud entre las dos. La misma ternura de corazón, la misma exuberancia de imaginación y espíritu. Esa dama, Eliza, era una parienta mía cercana, huérfana desde la infancia, y bajo la tutela de mi padre. Teníamos aproximadamente la misma edad, y desde muy pequeños nos convertimos en compañeros de juego y amigos. Siempre estábamos juntos. Eliza, como quizá haya podido deducir, estaba más ciega que un murciélago. No recuerdo un solo día en que no estuviera enamorado de ella, pero a los diecisiete años la perdí para siempre. Fue obligada contra su voluntad a casarse con mi hermano, quien se asemeja a mí en muchos aspectos, pero no padece el grave defecto físico que ha marcado mi suerte y mi rostro. Eliza poseía una fortuna cuantiosa, y nuestro patrimonio familiar era exiguo.
»Mi hermano no la merecía; ni siquiera la amaba. El golpe fue muy duro para mí, pero de haber gozado Eliza de un matrimonio feliz, al cabo de unos meses me habría resignado a ello. Pero mi hermano no mostraba la menor consideración hacia ella; se burlaba de su ceguera, diciéndole, por ejemplo, que se había puesto una chaqueta de mezclilla roja cuando en realidad era de color amarillo limón. Ese trato tuvo la lógica consecuencia sobre una mente tan joven, tan alegre, tan ingenua. Eliza, convertida en señora de Brandon, se resignó a su penosa situación. Yo decidí contribuir a la felicidad de ambos alejándome de ella durante unos años, de modo que solicité mi incorporación a una unidad de infantes de marina británicos, especializados en asaltar grutas de serpientes en las Indias Occidentales. La conmoción que me había causado el matrimonio de Eliza —prosiguió el coronel con voz intensamente gutural y trémula debido a su agitación— no fue nada comparado con lo que sentí al averiguar, dos años más tarde, que se había divorciado.
El coronel no pudo continuar, por lo que se levantó apresuradamente y empezó a pasearse por la habitación durante unos minutos. Miró a través del cristal de observación con tristeza cuando un pez dragón escamoso sorprendió a un calamar gigante y lo devoró de cuatro feroces bocados. Elinor, afectada por el abatimiento de Brandon, no podía articular palabra. El coronel, al percatarse de su consternación, se acercó a ella, le tomó la mano, se la apretó y la besó con gratitud y respeto. Ella esperó a que el coronel desviara la vista para Ümpiarse la mano con el bajo del vestido. Tras unos minutos durante los cuales Brandon se sorbió los mocos, emitió unos borboteos y respiró trabajosamente, recobró la compostura y prosiguió:
—Lo primero que hice, a mi regreso a Inglaterra al cabo de tres años, fue, como es natural, ir en busca de Eliza, pero mi búsqueda fue infructuosa. Supuse que sería fácil averiguar el paradero de una mujer ciega, de mediana edad, vestida con unas prendas mal emparejadas, que viajaba sola, pero después de dar con su primer seductor, le perdí la pista. Tenía motivos fundados para temer que tras separarse de éste, Eliza se habría hundido en una vida de pecado. Su asignación legal no era comparable a su fortuna, y a través de mi hermano averigüé que ella había cedido hacía unos meses a otra persona los poderes para cobrarla. Mi hermano me dijo, con una calma apabullante, que imaginaba que su carácter derrochador, y consiguiente miseria, la habría obligado a echar mano de ella para salir de una situación apurada. Se rió cruelmente al imaginarla recorriendo, ciega, las playas. Por fin, cuando yo llevaba seis meses en Inglaterra, logré encontrarla. Mi preocupación por la suerte de un antiguo sirviente, que había caído en la miseria, me llevó a visitarlo en una cárcel para deudores, donde se hallaba encerrado, tras verse forzado por sus acreedores a dar sablazos hasta liquidar parte de sus deudas, y allí se hallaba encerrada también mi pobre cuñada. Lo que sentí al verla... Fue el peor dolor que he experimentado en mi vida, mucho peor que el sufrimiento diario que siento al mirarme en el espejo. Mi mayor consuelo fue comprobar que Eliza se hallaba en la fase terminal de una tisis galopante. La vida no podía hacer nada por ella, más allá de procurarle una situación más cómoda para prepararse para la muerte. Me ocupé de trasladarla a una casa confortable y de que estuviera cuidada por personas contratadas por mí. Hasta el final de su corta vida fui a verla todos los días y estuve con ella en sus últimos momentos. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, Eliza extendió las manos y me acarició la cara; sólo puedo confiar en que en esos instantes, mis viscosos apéndices cual espaguetis no le infundieran repulsión, sino que su conocida textura le ofrecieran consuelo.