Sentido y sensibilidad y monstruos marinos (23 page)

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Authors: Jane Austen,Ben H. Winters

Apenas había terminado su carta cuando sonaron unos golpes en la puerta que indicaban la llegada de una visita, y un criado anunció al coronel Brandon. Marianne, que le había visto desde la ventana, abandonó la habitación antes de que él entrara. El coronel presentaba un aspecto más grave que de costumbre. Estaba cabizbajo, sus ojos oscuros mostraban una mirada triste, y sus extrañas y viscosas protuberancias enmarcaban su rostro cual una sombría y trémula nube. Aunque expresó su satisfacción por hallar a la señorita Dashwood sola, como si tuviera algo urgente que comunicarle, permaneció sentado un buen rato sin decir palabra. Tras una pausa de varios minutos, durante la cual la impaciencia de Elinor y el sonido gutural y mucoso de la respiración de Brandon trastornaron a la joven hasta el punto de casi hacerle perder los nervios, el silencio fue roto por el coronel, que le preguntó cuándo debía darle la enhorabuena por que pronto contará con un nuevo hermano. Elinor, que no estaba preparada para esa pregunta, echó mano del simple y habitual recurso de preguntarle a qué se refería. Todos los tentáculos del mundo no habrían podido ocultar la falsedad de la sonrisa de Brandon al responder:

—El compromiso de su hermana con el señor Willoughby es del dominio público.

—Eso es imposible —replicó Elinor—, pues no lo sabe ni la propia familia de Marianne.

El coronel la miró sorprendido y dijo:

—Le pido disculpas, me temo que mi pregunta ha sido impertinente, pero no suponía que fuera un secreto, puesto que se escriben abiertamente y todos dicen que van a casarse.

—¿Cómo es posible? ¿Aquién se lo ha oído decir?

—Amuchas personas, algunas de las cuales usted no conoce, y otras a las que conoce íntimamente, como la señora Jennings, la señora Palmer y los Middleton. Es posible que yo no hubiera dado crédito, pues en ocasiones la mente se resiste a convencerse y siempre encuentra algo en que basar sus dudas. Pero cuando el criado me abrió hoy la puerta, y salió a la pasarela para amarrar a la tortuga que me ha transportado hasta aquí, vi por casualidad que sostenía una carta dirigida al señor Willoughby escrita de puño y letra por su hermana. ¿De modo que todo está decidido? ¿Es imposible...?

El coronel se detuvo, mientras sus carnosos apéndices faciales se enredaban debido a su alterado estado.

—Discúlpeme, señorita Dashwood. Creo que me he excedido al hablar, pero no sé qué hacer. Dígame que todo está decidido, que cualquier intento... En resumen, que la única posibilidad que queda es la de disimular, suponiendo que eso sea posible.

Esas palabras, que Elinor interpretó como una sincera declaración del amor que el coronel profesaba a Marianne, la afectaron profundamente. Tardó unos minutos en contestar, y cuando recobró la compostura, dudó unos instantes sobre la respuesta más apropiada. Pero puesto que ignoraba la verdadera situación entre su hermana y Willoughby, temía que al tratar de explicárselo al coronel pudiera decir demasiado o demasiado poco. No obstante, decidió que lo más prudente y caritativo era decir más de lo que realmente sabía o creía.

Así pues, reconoció que, aunque no le habían informado sobre la relación que existía entre ambos, no tenía ninguna duda del cariño que se profesaban, y que no la sorprendía saber que mantenían correspondencia.

El coronel la escuchó atentamente, asintiendo con tristeza y haciendo que sus tentáculos se agitaran de forma casi imperceptible. Cuando Elinor calló, Brandon se levantó de su asiento y dijo con una voz rebosante de emoción:

—Deseo a su hermana toda la felicidad, y a Willoughby que se haga merecedor de ella. —Tras lo cual, se despidió y se fue.

La conversación no procuró a Elinor una sensación de alivio; antes bien, le dejó la melancólica impresión del profundo pesar que afligía al coronel Brandon. Le vio desde la ventana detenerse y observar durante unos minutos el canal: Elinor tuvo la impresión de que sopesaba la idea de prescindir de su montura, lanzarse al agua y alejarse a nado, como si en esos momentos en que tenía el corazón destrozado su naturaleza se inclinase más hacia la de un pez que hacia la de un ser humano.

28

Durante los tres o cuatro próximos días no ocurrió nada que indujera a Elinor a arrepentirse de haber recurrido a su madre, pues Willoughby ni apareció ni escribió. Por esas fechas habían quedado en asistir con lady Middleton a un evento en Hidro-Z, cuyo nombre oficial era Laboratorio de Hidrozoología y Galería de Exposición. El hecho de ser invitadas a asistir al espectáculo era todo un honor que las Dashwood habían conseguido gracias a su amistad con sir John y lady Middleton. Hidro-Z constituía el centro de las instalaciones científicas de la Estación. Allí, los monstruos cautivos eran sometidos a rigurosos programas de readiestramiento y modificación biológica y, cuando los resultados eran satisfactorios, expuestos a un público expectante para demostrar que habían sido obligados a acatar la voluntad del hombre.

Por lo que Elinor tenía entendido, se sentarían junto con el resto de invitados en un anfiteatro, dispuesto en semicírculo frente a un inmenso estanque, donde asistirían al insólito espectáculo ofrecido por una docena de langostas gigantes, superinteligentes y totalmente domesticadas.

Marianne se preparó a regañadientes para asistir al espectáculo, mostrándose abatida, sin importarle el aspecto que ofrecía y sin ganas de ir. Se puso su traje flotador y eligió unos gemelos de teatro de la colección que poseía la señora Jennings. Permaneció sentada en el salón hasta que llegó lady Middleton, sin levantarse ni variar de actitud, absorta en sus pensamientos e insensible a la presencia de su hermana, y cuando les dijeron que lady Middleton las esperaba a la puerta, se mostró sorprendida, como si hubiera olvidado que iba a ir a recogerlas.

Llegaron puntualmente a Hidro-Z y fueron conducidas al anfiteatro número siete, donde iba a desarrollarse el espectáculo. Oyeron anunciar sus nombres de un desembarcadero a otro con voz audible, y al entrar comprobaron que el estanque, junto con las gradas que lo rodeaban, estaba espléndidamente iluminado. Saludaron a algunos de los presentes, pues las langostas aún no habían hecho su aparición, y había tiempo suficiente para departir con los asistentes antes de que comenzara el espectáculo. Lady Middleton logró reunir a un puñado de extraños para una partida de Karankrolla, mediante el método garantizado de no explicarles en qué consistía exactamente el juego. Puesto que Marianne no tenía ganas de mezclarse con el resto de la gente, ella y Elinor se dirigieron a la zona de la gradería, que había sido barrida, y tomaron asiento a escasa distancia del estanque.

Llevaban poco rato sentadas cuando anunciaron que iban a aparecer las langostas. El público prorrumpió en entusiásticos aplausos mientras todos dirigían la vista hacia el estanque, donde los doce magníficos ejemplares de Nephropidae, perfeccionados genéticamente, habían sido introducidos desde un riachuelo contiguo. Un domador elegantemente ataviado con un bañador y un gorro avanzaba junto a ellos por el borde del estanque, sosteniendo un látigo para amaestrar langostas en una mano y saludando al público con la otra.

De pronto Elinor distinguió a Willoughby, de pie junto al borde del agua, a pocos metros de ellas, conversando animadamente con una joven vestida con elegancia. Sorprendida, se preguntó en un primer momento si era realmente él, hasta que vio a Monsieur Fierre dando alegres brincos junto a su amo. Éste no tardó en verla (Willoughby, no Monsieur Fierre), y la saludó de inmediato con una reverencia, pero sin decir nada ni acercarse a Marianne, aunque era imposible que no la hubiera visto; tras lo cual, siguió departiendo con la dama. Elinor se volvió involuntariamente hacia su hermana, para comprobar si había reparado en la presencia de su amigo. En esos momentos Marianne se fijó en él por primera vez, y esbozando una radiante sonrisa de gozo, hizo ademán de avanzar hacia su encuentro al instante, pero su hermana la contuvo.

Todas las langostas habían penetrado en el estanque, cada una del tamaño de una vaca. Elinor retrocedió instintivamente ante las bestias, pero luego las observó fascinada mientras, acatando las órdenes de su domador, comenzaban a nadar dibujando con lentitud y precisión unos «ochos» en el agua. Sujetando todavía a Marianne por el hombro, miró a través de los gemelos. El gigantesco tamaño de los crustáceos magnificaba su inquietante aspecto: las dos antenas que surgían desde sus brillantes ojillos; sus exoesqueletos listados y jaspeados de color marrón; la legión de apéndices torácicos, y, por supuesto, las pinzas, cada par semejante a un gigantesco cascanueces marrón negruzco, aunque afilado como un cuchillo en la parte donde se unían. Cual unos soldados adiestrados por un sargento, las grotescas criaturas se sumergían y salían del agua, desapareciendo y reapareciendo al tiempo que abrían y cerraban sus pinzas con un ruido seco cada vez que asomaban a través de la superficie del agua.

Ni siquiera las elegantes y atléticas evoluciones de las langostas fueron capaces de distraer a Marianne.

—¡Santo cielo! —exclame)—. ¿Por qué Willoughby no me mira? ¿Por qué no puedo ir a hablar con él?

—Te ruego que guardes la compostura —dijo Elinor—, y no muestres a todos los presentes tus sentimientos. Puede que Willoughby no te haya visto aún.

Pero Marianne sabía que era imposible, y en esos momentos guardar la compostura no sólo estaba más allá de sus posibilidades, sino que no deseaba hacerlo. Permaneció sentada presa de una impaciencia que se traslucía en su rostro. El domador dio una orden a voz en cuello y las langostas se sostuvieron sobre su furca caudal en las aguas poco profundas del estanque, extendiendo sus pinzas hacia arriba en una postura cómicamente servil, como perros de caza suplicando que les arrojaran las sobras. Los animales esperaron en fila la siguiente orden de su domador, sus antenas agitándose temblorosas, mientras éste sacaba de un maletín una bola de croquet y se la arrojaba. La primera langosta de la fila extendió una pinza y trituró hábilmente la bola hasta reducirla a un montón de polvo. El público la ovacionó en señal de aprobación.

Acto seguido el domador sacó una bola de billar y se la arrojó a la siguiente langosta de la fila, la cual la despachó con idéntica facilidad. Elinor vio a Willoughby aplaudir con entusiasmo junto al resto de espectadores. ¿Cómo era posible que estuviera tan tranquilo?

El domador sacó entonces del maletín el cráneo de un animal, que a Elinor le pareció pertenecer a una oveja. Después de arrojar el siniestro objeto al estanque, que otra monstruosa langosta destruyó con sus pinzas en un santiamén, Willoughby se volvió por fin y miró a las hermanas. Marianne se levantó y, pronunciando su nombre con tono afectuoso, extendió la mano. Él se acercó y, dirigiéndose a Elinor en lugar de a Marianne, como evitando mirarla, y decidido a no observar la actitud de la joven, preguntó apresuradamente por la señora Dashwood y cuánto tiempo llevaban en la Estación Submarina. Elinor, muy nerviosa por la actitud del caballero, fue incapaz de articular palabra. Mientras se devanaba los sesos en busca de una respuesta adecuada, observó por encima del hombro de Willoughby que una de las langostas había roto la ordenada hilera y había retomado su posición natural, boca abajo en el agua.

Marianne estaba demasiado trastornada por el extraño comportamiento de su amigo como para percatarse de la aberración que se había producido en el programa, y no tardó en expresar sus sentimientos. Sonrojándose hasta la raíz del pelo exclamó con una voz rebosante de emoción:

—¡Dios santo, Willoughby! ¿A qué viene esto? ¿No ha recibido mis cartas? ¿No quiere estrecharme la mano?

Furioso, el domador depositó junto al estanque el enorme y maduro melón que se disponía a arrojar a las langostas y se zambulló en el agua para acorralar a su rebelde pupila.

Entretanto, Willoughby no pudo evitar estrechar la mano de Marianne, pero lo hizo como si le doliera y la sostuvo tan sólo unos instantes. Era evidente que se esforzaba en no perder la compostura. Elinor le miró y observó que la expresión de su semblante se relajaba. Tras una breve pausa, e joven dijo con calma:

—El martes pasado me tomé la libertad de pasar por Berkeley Causeway, y lamenté mucho no tener la fortuna de encontrarlas a ustedes y a la señora Jennings en casa. Confío en que no se perdiera mi tarjeta de cangrejo ermitaño, la que ostenta cuatro palas que forman una uve doble.

—Pero ¿no ha recibido mis notas? —inquirió Marianne muy agitada—. ¡Estoy segura de que debe de tratarse de un tremendo error! ¿Qué significa todo esto? Expliqúese, Willoughby, por lo que más quiera. ¿Qué ocurre?

Antes de que el objeto de su tormento pudiera ofrecerle una respuesta, el público enmudeció al tiempo que se oía un escalofriante sonido procedente del estanque, que reverberó por el amplio anfiteatro. Era un sonido, pensó Elinor tapándose los oídos con las manos, parecido al chillido de una rata amplificado mil veces, que se unió a los gritos de un niño aterrorizado.

Eran las langostas, que habían roto filas y se habían abalanzado sobre el desdichado domador. Al cabo de unos instantes, cada centímetro de su carne desnuda fue atacado por una docena de pinzas gigantescas, que le arrancaron enormes pedazos de carne de los brazos, las piernas e incluso el cuero cabelludo.

—¡Socorro! ¡Por el amor de Dios, ayúdenme! —gritó el domador con voz sofocada, golpeando inútilmente el agua con el látigo, antes de que la mayor de las langostas, con unos movimientos ágiles que sin duda había aprendido de su domador, se encaramó sobre el pecho del desdichado, enroscó sus antenas cual látigos alrededor de su cuello y le arrancó la cabeza limpiamente. Ante la mirada horrorizada e impotente de los espectadores, el domador decapitado siguió agitando los brazos unos segundos hasta que cesó de moverse, mientras del orificio en su cuello brotaban chorros de sangre.

A continuación, redoblando su espeluznante grito de guerra, las langostas salieron del agua y se dirigieron hacia los invitados en una perfecta formación en uve.

—¡Willoughby! —gritó Marianne aterrorizada al ver que los crustáceos avanzaban inexorables hacia el público.

—¡Willoughby! —gritó la elegante dama con quien el joven había estado conversando hacía unos minutos. Las langostas siguieron chillando, más fuerte, y haciendo sonar sus pinzas cual horripilantes castañuelas de color pardusco.

El caballero retrocedió hacia el borde del estanque, demudado y abochornado, miró a ambas damas, las cuales reclamaban desesperadamente su protección y el afecto que comportaría. Por fin, dio media vuelta y echó a correr hacia la dama desconocida, la cual se había encaramado sobre la grada más cercana. Marianne, blanca como la cera e incapaz de sostenerse de pie, se desplomó en su silla. Elinor la abofeteó con fuerza, tres veces, para obligarla a moverse, pues no era el momento de desmayarse. Las langostas se aproximaban por momentos, avanzando rápidamente sobre cinco pares de monstruosas patas. De golpe, una se detuvo y agarró con sus temibles pinzas a una joven por el cuello, del que brotó un río de sangre que chorreó sobre el corpino de su elegante traje flotador.

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