Read Sentido y sensibilidad y monstruos marinos Online
Authors: Jane Austen,Ben H. Winters
A la mañana siguiente Marianne se levantó con renovados ánimos y aspecto alegre. Parecía haber olvidado el desengaño de la víspera, confiando en que la jornada le proporcionara la alegría que ansiaba. Poco después de terminar de comer unos cubos de gelatina con sabor a tostadas y habichuelas, vieron que la góndola de la señora Palmer atracaba en el amarradero, y al cabo de unos minutos ésta entró riendo en la habitación, encantada de verlas a todas.
—El señor Palmer se alegrará mucho de verlas —dijo—. ¿Qué creen que dijo cuando se enteró de que iban a venir con mamá? No lo recuerdo exactamente, pero creo que dijo algo muy divertido, y conmovedor, sobre lo absurdo de las visitas sociales, teniendo en cuenta las tinieblas que nos aguardan a todos... o algo por el estilo. ¿No les parece cómico?
Después de un par de horas entretenidas en una amena charla, como solía decir su madre, la señora Palmer propuso que todas la acompañaran al Muelle Comercial, a lo que la señora Jennings y Elinor accedieron enseguida, pues ésta había oído hablar del magnífico surtido de artículos especiales que ofrecía la Estación, desde abanicos repujados hechos con aletas dorsales hasta ojos de serpiente cristalizados en forma de pendientes. Al principio Marianne se negó a ir, pero al fin se dejó convencer para que las acompañara.
No regresaron a casa hasta última hora de la mañana, y tan pronto como entraron, Marianne subió apresuradamente la escalera. Cuando Elinor la siguió, vio a su hermana, que estaba junto a la mesa, volverse con expresión afligida, indicando que Willoughby no había estado allí.
—¿Nadie ha dejado una carta desde que salimos? —preguntó la joven al lacayo cuando éste entró con los paquetes de alimentos. El hombre respondió negativamente—. ¿Está seguro? —insistió Marianne—. ¿Nadie se ha acercado a nado para dejar un recado? ¿No ha aparecido ninguna botella flotando junto a la puerta, con una nota en su interior? ¿Está seguro de que ningún criado ni mozo ha dejado una carta o una nota?
El hombre respondió que no.
—¡Qué extraño! —exclamó ella con voz queda y afligida mientras se volvía hacia el cristal de observación.
«¡Sí, qué extraño! —repitió Elinor para sus adentros, mirando a su hermana con preocupación—. De haber sabido Marianne que Willoughby no se hallaba en la Estación Submarina, no le habría escrito una nota, le habría escrito a Combe Magna. Y si Willoughby se encuentra aquí, es muy raro que no haya venido ni haya enviado algún recado.» Elinor recordó los rumores de que el Gobierno había instalado laboratorios ultrasecretos en la Estación. Al parecer unos hombres llevaban a cabo unos experimentos escalofriantes destinados a perfeccionar la anatomía humana, a fin de conceder a nuestra atribulada especie una ventaja decisiva sobre los demás cordados. Se preguntó si era posible que Willoughby se hubiera sometido a semejantes experimentos, y si los científicos habrían cambiado su cerebro por el de una tortuga o le habían practicado alguna intervención de ese género. Con todo, le costaba creer que se hubiese prestado a semejante sacrificio, pero ¿qué sabían realmente de él los demás?
Marianne se mostró nerviosa durante toda la velada; a ratos leía un nuevo volumen que había adquirido en una elegante librería en el Muelle Comercial, titulado La peripecia del marinero español Alfonso Jaime, quien estuvo a punto de morir ahogado y de hambre y por fin fue rescatado, pero no tardaba en dejar el libro para reanudar una tarea más interesante, consistente en pasearse de un lado a otro de la habitación, deteniéndose unos instantes frente a la ventana, confiando en oír los ansiados golpes a la puerta. Pero sólo veía pasar a desconocidos montados en góndolas, o cuando miraba a través del muro posterior de cristal de la estancia, las hordas de feroces criaturas nadando, tratando tan desesperadamente de penetrar en la Estación como Marianne de volver a reunirse con su añorado amigo.
—Los informes de las tierras de superficie indican que hará un día soleado —dijo la señora Jennings, empleando el término habitual en la Estación para referirse al mundo exterior—. Si continúa el tiempo soleado, sir John no querrá abandonar el archipiélago la semana que viene. Cuando hace buen tiempo, le gusta permanecer en su territorio, explorando las charcas de agua dulce en busca de serpientes y estrangulándolas con sus manos. No querrá renunciar a una sola jornada de ese entretenimiento.
—Es verdad —convino Marianne con insólita animación. Al acercarse al muro de cristal mientras hablaba, observó con alegre fascinación a un pez sable ensartar a una carpa y engullirla entera—. No había pensado en eso. Este tiempo hará que muchos cazadores de monstruos, y cazadores de tesoros, se queden en la comarca.
Ese grato pensamiento hizo que la joven recuperara su buen humor.
—Al parecer gozan de un tiempo espléndido —prosiguió sentándose a la mesa para remover un sobre de polvos con sabor a té en un vaso de agja—. ¡Deben de estar disfrutando de lo lindo! Pero no creo que dure mucho. No tardará en helar, probablemente bajen mucho las temperaturas... ¡Quizá hiele esta noche!
—En cualquier caso —respondió Elinor tratando de impedir que la señora Jennings adivinara los pensamientos de su hermana tan claramente como ella—, supongo que sir John y lady Middleton llegarán a la Estación a mediados de la semana que viene.
—Sí, es lo más probable, querida. Mi hija siempre se sale con la suya, excepto, claro está, en lo que se refiere a su mayor deseo: fugarse de casa de sir John y no volver a verlo ni a él ni a este país en su vida.
La mañana la dedicaron principalmente a dejar unas conchas de cangrejos ermitaños decoradas —utilizados como tarjetas de visitas por los distinguidos residentes de la Estación Submarina— en casa de las amistades de la señora Jennings para informarles de que se hallaba en la Estación. Marianne supuso que, si prestaba atención a los mínimos cambios de la presión atmosférica en la gigantesca Cúpula de cristal de la Estación, lograría adivinar la temperatura en las tierras de superficie. Una y otra vez, Elinor le recordó con delicadeza que el tiempo en la Estación Submarina Beta estaba generado por las máquinas de nubes y los estabilizadores de temperatura, que funcionaban gracias a unos artilugios de vapor Newcomen, lo cual no tenía nada que ver con el calor o el frío que hiciera en las tierras de superficie. Pero Marianne siguió aferrándose a sus rudimentarios conocimientos de aerología.
—¿No te parece que el aire está más presurizado que por la mañana, Elinor? A mí me parece que existe escasa diferencia en la presión. Mis tímpanos no dejan de zumbar, hasta el punto de que tengo que hacer constantemente muecas para desatacarlos.
A Elinor la actitud de su hermana a ratos la divertía y otros la irritaba, pero Marianne se mantenía en sus trece, observando cada noche, en las sombras de los submarinos que pasaban sobre sus cabezas, y cada mañana, en las más leves alteraciones en sus tímpanos, síntomas inconfundibles de que pronto iba a helar en el país.
Las señoritas Dashwood no tenían motivo para sentirse insatisfechas con el estilo de vida de la señora Jennings, cuyo trato hacia ellas era invariablemente amable. El coronel Brandon, que siempre era bienvenido en la residencia de la dama, iba a verlas casi todos los días. Iba para ver a Marianne y departir con Elinor, que solía gozar más conversando con él que con cualquier otro evento cotidiano. Al mismo tiempo, observaba con profunda preocupación el persistente amor que el coronel sentía por su hermana. En ocasiones notaba que sus apéndices se ponían tiesos cuando la miraba, como si por ellos fluyera un exceso de sangre. Le dolía comprobar el arrobamiento con que Brandon contemplaba a veces a Marianne, y le turbaba observar la rigidez que adquirían los susodichos tentáculos; era evidente que el coronel se mostraba más abatido que en Viento Contrario.
Aproximadamente una semana después de su llegada, constataron que Willoughby también había llegado a la ciudad. Una mañana, al regresar de una breve travesía de placer por los canales, hallaron sobre la mesa su tarjeta de visita en forma de una concha de cangrejo ermitaño, que ostentaba la vistosa uve doble formada por palas para desenterrar tesoros.
—¡Cielo santo! —exclamó Marianne—. ¡Ha venido mientras nosotras estábamos ausentes!
Elinor, alegrándose al saber que el joven se encontraba en la Estación Submarina Beta, dijo:
—Ten la certeza de que mañana volverá.
Pero Marianne apenas parecía prestarle atención, y al aparecer la señora Jennings, huyó con la preciada concha.
Ese acontecimiento, aunque animó a Elinor, hizo que su hermana volviera a mostrarse nerviosa. A partir de ese momento no tuvo un instante de sosiego; la esperanza de verlo a cada hora del día la tenía trastornada. A la mañana siguiente no lograron convencerla para que las acompañara a una excursión que habían planeado al Acuario y Museo Marino del señor Pennywhistle, un pequeño zoo y lugar de ocio destinado a los niños y las jóvenes solteras, los cuales podían admirar y montar en algunos de los animales marinos más dóciles y domesticados, como caracoles, delfines y renacuajos.
Elinor no dejaba de pensar en lo que podía estar ocurriendo en Berkeley Causeway durante su ausencia, hasta el punto de que, distraída, soltó las riendas de un caracol marino del tamaño de un poni en el que iba montada y éste la mordió. El adiestrador del animal, que lucía una chaqueta blanca, se deshizo en disculpas, y
Elinor le oyó farfullar irritado al rebelde gasterópodo: «Como sigas así acabarás cubierto de mantequilla caliente».
Una fugaz mirada a su hermana, cuando regresaron del Acuario y Museo Marino bastó para confirmar a Elinor que Willoughby no les había hecho una segunda visita. En ese preciso momento apareció un criado con una nota, que depositó en la mesa.
—¡Es para mí! —exclamó Marianne adelantándose apresuradamente.
—No, señora, es para la señora Jennings. Pero la joven, que no estaba convencida, tomó de inmediato la nota.
—¡En efecto, es para la señora Jennings! ¡Qué rabia! ¡No entiendo una palabra! —Lo cual era cierto, pues la nota estaba escrita en la lengua nativa de su anfitriona, que no utilizaba vocales ni espacios entre las palabras.
—¿Esperas una carta? —le preguntó Elinor.
—Pues sí... Bueno, no...
La señora Jennings apareció al cabo de unos momentos, y cuando le entregaron la nota, la leyó en voz alta.
—Hghgltjxlxthrhrlkxvjlklklqrdl —dijo rápidamente, y luego, tras aclararse la garganta, les explicó su contenido. La carta era de lady Middleton, anunciando que la víspera descenderían a la Estación, y rogando que al día siguiente, por la noche, su madre y sus primas fueran a visitarles. La invitación fue aceptada, pero cuando llegó la hora de la cita, Elinor tuvo cierta dificultad en convencer a su hermana de que debía ir, pues Marianne aún no había visto a Willoughby y no quería arriesgarse a que éste acudiera de nuevo estando ella ausente.
Cuando la velada concluyó, Elinor comprobó que el estado de ánimo de su hermana no había variado con el cambio de ambiente, pues sir John, aunque hacía poco que había llegado, se las había ingeniado para reunir a su alrededor a casi veinte jóvenes, la mayoría muchachas solteras, agasajándolos con un baile cuyo tema eran los piratas, dado que esa temporada los caballeros de fortuna estaban muy en boga. Pero su esposa no aprobó la idea de esa fiesta. En el campo, un baile temático impremeditado era aceptable; en la Estación Submarina, donde la fama de distinción era más importante y menos fácil de alcanzar, era arriesgado que se supiera que lady Middleton había organizado un pequeño baile para un puñado de jóvenes solteras, al que habían asistido ocho o nueve parejas, amenizado por dos violinistas y un reducido surtido de bocaditos de pasta de diversos sabores.
El señor y la señora Palmer asistieron a la fiesta; las Dashwood sabían, por sir John, que el primero había sido de joven bucanero, y su acostumbrado mal humor quedó aún más patente en esa ocasión por su desprecio hacia la falta de autenticidad del tema que presidía el baile. Miró a Elinor y Marianne despectivamente, meneando la cabeza con gesto hosco, y se limitó a saludar a la señora Jennings con una inclinación de cabeza desde el otro lado de la habitación. Al entrar, Marianne echó una mirada alrededor del apartamento, alzando el parche que lucía sobre un ojo para la ocasión, a fin de comprobar si Willoughby se encontraba allí, y se sentó, sin ganas de participar en la diversión, pese a su afición por la jerga y las costumbres piratas. Al cabo de una hora, el señor Palmer se acercó a las señoritas Dashwood para expresarles su sorpresa al verlas en la ciudad.
—¿De modo que han abandonado la isla Pestilente? —inquirió secamente.
—En efecto, aunque nuestra madre y nuestra hermana menor se han quedado allí —respondió Elinor.
—Entonces recen por ellas —declaró Palmer con aire sombrío—. Recen por ellas. —Tras lo cual, sin dar a Elinor la oportunidad de adivinar el significado de sus palabras, dio media vuelta y se alejó.
A Marianne nunca le había apetecido menos bailar una giga como esa noche, y nunca se había sentido tan cansada del esfuerzo. Cuando regresaron a Berkeley Causeway, se quejó de ello.
—Sí —contestó la señora Jennings—, ya conocemos el motivo.
Si cierta persona, que no citaré, hubiera asistido al baile, usted habría sido el pirata más pletórico de energía de la fiesta. A decir verdad, no fue muy correcto por parte de ese caballero no venir a reunirse con usted puesto que estaba invitado.
—¿Que estaba invitado? —preguntó Marianne.
—Eso me dijo mi hija Middleton, pues al parecer sir John se lo encontró no sé dónde esta mañana.
Marianne no dijo nada más, pero parecía profundamente dolida. Impaciente por hacer algo en esa situación que aliviara a su hermana, Elinor decidió escribir a su madre a la mañana siguiente.
Hacia el mediodía, la señora Jennings salió sola para hacer unas gestiones, y Elinor se puso de inmediato a escribir su carta, mientras Marianne, demasiado nerviosa para ocuparse en algo, demasiado ansiosa para conversar, se dirigió desde la ventana hasta la pared posterior, dando distraídamente unos golpecitos en el cristal para atraer la atención de un banco de angelotes que estaban agolpados fuera. Elinor se sinceró con su madre, explicándole todo lo ocurrido, sus sospechas sobre la inconstancia de Willoughby, y rogándole encarecidamente que, en virtud de su deber y afecto como madre, exigiera a Marianne que le contara la verdad de su situación con respecto a él.